Los liberados de las mazmorras de Ortega en Nicaragua se enfrentan a la incertidumbre del destierro
La pérdida de la nacionalidad es el castigo de Daniel Ortega contra la disidencia: “No me siento con una nacionalidad perdida, soy más nicaragüense que nunca”, afirma uno de los presos políticos expulsado a Guatemala
Cuando Rodrigo se enteró de que la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua había ordenado despojarlo de su nacionalidad junto a otros 134 presos políticos liberados por el régimen de Daniel Ortega y expulsados a Guatemala, dijo que no tomaba en serio la orden y que no se considera un apátrida. “Es un papel hecho por un dictador, un sanguinario, que se mantiene en el poder a la fuerza, con las armas”, comenta Rodrigo, de 50 años. “No me siento con una nacionalidad perdida, soy más nicaragüense que nunca”, remarca este hombre desde el hotel en el que se hospeda en la capital guatemalteca, hasta donde fueron trasladados estos nicaragüenses tras una negociación entre Estados Unidos y el régimen de Ortega. Washington pidió luego al Gobierno del presidente Bernardo Arévalo que los acogiera y este aceptó, como un gesto “humanitario”. Además de haber sido detenidos de forma ilegal, sometidos a juicios espurios y condenas por “traición a la patria” o espionaje, ciberdelitos o por ser “agentes de la CIA”, estas personas han sufrido el mayor golpe: la pérdida de su nacionalidad, el castigo de Ortega contra la disidencia.
Rodrigo ha contado su historia en el vestíbulo del hotel que estos días le sirve de hogar, hasta que logre normalizar su situación, ya sea si decide viajar a Estados Unidos —Washington les ha prometido visados—, quedarse en Guatemala o viajar a un tercer país. Para eso reciben ayuda de funcionario de ACNUR, la organización de la ONU para los refugiados. Estas personas no se separan de los excarcelados, están día y noche con ellos en los diversos hoteles donde han sido hospedados, localizados a lo largo de la llamada Zona 10 de Ciudad de Guatemala, el barrio pudiente de la capital, el epicentro de la movida nocturna, en cuyos bares y discotecas y restaurantes la gente cena, baila o toma copa tras copa alejadas, a pesar de la cercanía, de ese centenar de centroamericanos desterrados y con futuro incierto.
En esos hoteles se les garantiza la alimentación y el personal de ACNUR les ofrece ropa. Es común ver a los detenidos subir los elevadores con bolsas llenas de vestimenta nueva para cambiarse el chándal gris que les entregaron cuando ingresaron a Guatemala. Todos uniformados, como cuando en prisión vestían en mono azul de encarcelados, pero esta vez en libertad. Uno de los presos políticos se acercó una mañana durante el desayuno del hotel a este reportero. Iba vestido con una camisa roja nueva y un pantalón bien planchado. Exclamó sonriente: “Míreme, ya soy persona”. Él y un grupo de excacerlados irían esa mañana a una iglesia cercana al hotel para dar las gracias por su liberación. Casi todos estas personas son profundamente religiosas, la mayoría católicas, y algunas fueron detenidas por expresar su apoyo a la Iglesia o defender a curas como el obispo Rolando Álvarez, una de las voces más críticas contra el régimen, detenido, encarcelado y luego expulsado al Vaticano. Debido a su seguridad, por temor a represalias contra sus familiares que aún están en Nicaragua, los nombres de algunas personas mencionadas en este reportaje han sido cambiados para proteger su intimidad.
Es el caso de Rodrigo, detenido en abril del año pasado. Cuenta que fue a las 21:30 horas, en su casa y con lujo de violencia. “Llegaron como si estuvieran buscando a Pablo Escobar”, dice en referencia al criminal líder del Cartel de Medellín, en Colombia. “Cerraron toda la manzana cercana a mi casa, eran siete patrullas, como 30 hombres, anti disturbios, y había una cantidad de motos circulando por la zona. Con mucha violencia me sacaron y me tiraron a una de las patrullas”, recuerda. Lo detuvieron sin darle explicación, sin derecho a buscar un abogado o mantener contacto con su familia. Lo acusaron de “menoscabo a la soberanía” y por “ciberdelito”. Las explicaciones de esas acusaciones parecen un chiste, pero la paranoia del régimen de Ortega ha llegado al nivel del disparate. Rodrigo dice que le acusaron durante el juicio de tener contacto con agentes de la CIA y del FBI, las agencias de seguridad e inteligencia estadounidenses, a quienes les pasaba información sobre el Ejecutivo autoritario nicaragüense. “¡Ni siquiera soy diplomático!”, exclama con una sonrisa socarrona. “Ni siquiera tengo contactos fuera de mi país”, agrega el hombre a quien sometieron a una condena de ocho años de cárcel.
Rodrigo ingresó a inicio de junio de 2023 en las mazmorras de máxima seguridad de la cárcel La Modelo, tristemente célebre por ser considerada un centro de torturas por organizaciones de derechos humanos. Estuvo en la celda que los detenidos denominan La 300, que es una zona donde se encierra a presos considerados peligrosos. “Es el desprecio más grande que una persona puede tener”, afirma. “Nos trataban como animales, nos dijeron que no teníamos derecho a nada y había vigilancia permanente todos los días y noches. Dentro de la celda había una cámara y te veían bañarte, hacer tus necesidades, quedaban tus partes íntimas exhibidas a los carceleros. A medianoche azotaban las puertas de las celdas y nos levantaban alumbrándonos la cara con una lámpara de luz LED, muy intensa. ¿Acaso es esa una forma de tratar a un ser humano?”, cuestiona Rodrigo.
El mismo día cuando el régimen de Ortega, que gobierna con mano de hierro al lado de su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, ordenó el despojo de la nacionalidad nicaragüense a Rodrigo y los otros nicaragüenses expulsados a Guatemala, el Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua (GHREN) de la ONU presentaba en Ginebra un informe sobre los abusos y violaciones cometidos por el Gobierno del viejo guerrillero sandinista. Los expertos criticaron la instrumentalización del Poder Judicial, convertido en un aparato represivo: “Hoy por hoy, Nicaragua no cumple ni con el más mínimo estándar razonable de independencia judicial”, dijo Jan-Michael Simon, presidente de esa agrupación. Para los organizaciones que defienden los derechos humanos —y que también han sido objeto de persecución por el aparato represivo orteguista— los juicios contra los detenidos por criticar o disentir son espurios. Ha habido casos tan increíbles como personas que han sido detenidas por haber dado un me gusta a una publicación crítica contra el Gobierno en una red social, por pintar un retrato de la Miss Universo nicaragüense Sheyniss Palacios, exiliada junto con su familia, por usar una camiseta a favor de las manifestaciones que en 2018 pedían el fin del régimen, por opinar en una red social o hasta por cantar el himno nicaragüense, criminalizado por la que los disidentes llaman “la dictadura orteguista”.
La paranoia ha llegado a tal nivel que la Asamblea Nacional, el Parlamento nicaragüense controlado por Ortega, ha aprobado reformas legales que le permiten a la Policía pedir información telefónica de cualquier ciudadano y congelar cuentas bancarias sin orden judicial. Esa reforma Código Procesal Penal da a las autoridades la potestad de allanar bienes y requisar a cualquier ciudadano. Los jueces pueden perseguir los llamados “ciberdelitos” incluso contra personas fuera de Nicaragua y las condenas se han ampliado hasta 15 años de cárcel.
Encarcelada 17 meses sin condena
Olesia Muñoz, de 52 años, ha sufrido injusticia tras injusticia del sistema que en teoría debería protegerla como ciudadana. Ha sido dos veces encarcelada por el régimen. La primera vez la detuvieron en julio de 2018, por hacer algo tan inofensivo como cantar el himno nacional en su iglesia en pleno apogeo de las protestas que estallaron en abril de ese año contra Ortega, que había impuesto sin consenso una reforma a la seguridad social que afectaba a los jubilados. El descontento estalló en rabia y en Managua, la capital, y otras ciudades importantes del país se desataron enormes manifestaciones que exigían un cambio democrático. Ortega ahogó en sangre las protestas y según investigaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hubo más de 360 asesinados, principalmente jóvenes. La CIDH y la ONU concluyeron de que el Gobierno ha cometido crímenes de lesa humanidad.
Muñoz fue liberada tras más de diez meses de encarcelamiento por una amnistía aprobada por Ortega que según organizaciones de derechos humanos era una estrategia para borrar los crímenes cometidos desde el Estado. La habían condenado por “terrorismo”, “obstrucción a la vía pública” y por “financiar” las barricadas que los manifestantes habían levantado en todo el país como forma de presión contra el Ejecutivo de Ortega. La mujer se apartó entonces de toda actividad política o manifestación y asegura que se dedicó a lo que le gusta, el canto, y la oración. Muchos de los liberados por esa amnistía decidieron dejar Nicaragua, pero ella se quedó. “Me dije: `No me meto en nada, no opino en nada´. Traté de llevar mi vida normal, pero ellos no lo vieron así”, cuenta.
La Policía llegó a su casa el 8 de abril de 2023, sin una orden de captura, solo le dijeron que la llevaban a una comisaría para una “entrevista”. Ella dice que no mostró ningún tipo de resistencia. La trasladaron a una cárcel capitalina, donde estuvo más de dos meses detenida, y luego fuer llevaba a la cárcel de mujeres La Esperanza, también en Managua. Lo peor del caso de Muñoz es que al principio no hubo cargos concretos en su contra y tras varias semanas de interrogatorios la acusaron por cometer “ciberdelitos”, sin pruebas creíbles. “Mostraban una publicación de monseñor Jorge Solórzano, con foto y todo, y que yo la había comentado y que por ese comentario estaba detenida y que iban a dar una condena, pero al final tuve la última audiencia y no me dieron ningún tipo de condena”, explica. Estuvo 17 meses presa sin una condena fija.
Azahalea Solís, abogada y defensora de derechos humanos exiliada en Costa Rica y a quien el régimen nicaragüense también despojó de su nacionalidad, ha explicado a EL PAÍS que casos como el de Muñoz son la prueba de que en Nicaragua continúa un sistema de terror, con desapariciones forzadas, detenciones ilegales y “ausencia absoluta de la mínima garantía procesal”. Esta especialista asegura que en ese país centroamericano a “nadie se le respetan sus derechos constitucionales y por eso ocurren cosas como la de Olesia, personas que pasan meses sin condenas”. Ella reafirma que el despojo de la nacionalidad es un crimen de lesa humanidad y que las organizaciones de derechos humanos deben trabajar caso por caso, “recoger los testimonios tanto de las personas que fueron encarceladas como de personas que sepan como ocurrieron esas detenciones, reunir los documentos sobre las denuncias, capturas de pantallas de sus casos hechos por la Corte Suprema o documentos donde se plantea la persecución. Todos son elementos bastaste importantes, porque se pueden presentar estos casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, pero eso tendría que hacerlo un país que admita las facultades de la corte. Creo que es este el momento más favorable, debido a la reiteración de cometer delitos de lesa humanidad”, explica.
Son casos como el de Pedro, de 47 años, detenido el 25 de julio de 2023. Recuerda que entraron los anti disturbios a su casa con violencia y lo sacaron a la fuerza. Estaba en su cama, en ropa interior, porque recién había llegado del trabajo y los oficiales no le permitían ni vestirse. Fue por las súplicas de la familia que lo dejaron usar ropa. “Me golpearon, me tiraron a la camioneta con la cabeza agachada y las manos atadas por la espalda, me gritaban, me decían que nosotros somos una escoria, que por nuestra culpa el país estaba desestabilizado”. A Pedro primero lo quisieron acusar de narcotráfico. Recuerda que vio como en la comisaría unos policías alistaban un bolso con bloques de lo que parecía droga, cocaína, para tomarle unas fotos. Lo mantuvieron detenido y más tarde, durante el juicio, no lo procesaron por narcotráfico, sino por “menoscabo a la soberanía”. Cuenta que en ese proceso mostraron como prueba un perfil de Facebook falso, en el que aparecían publicaciones contra Ortega. También lo acusaron de “asociación ilícita”, es decir, que recibía dinero de organizaciones extranjeras para desestabilizar al Gobierno. Fue condenado a ocho años de cárcel.
Pedro tiene miedo por su familia, aunque se siente aliviado por estar libre. Expresa con emoción lo que sintió al poder ducharse por primera vez en más de un año bajo una ducha con agua caliente y en privacidad, dormir en una cama cómoda y tener comida “decente”, no el plato de arroz y frijoles que día a día le daban sus carceleros. No sabe con certeza qué hará, pero espera en algún momento poder reunirse con su gente. Habla todos los días con ellos por teléfono, gracias a los móviles que le han facilitado las personas que los asisten en sus casos.
Cuando la líder política Ana Margarita Vijil, detenida en Nicaragua, enjuiciada y liberada hace un año junto a un grupo de 222 personas expulsadas hacia Estados Unidos, se enteró de la liberación de estas personas, comenzó a llorar. “Me sentí súper emocionada. Estaba a punto de entrar a una clase, estaba en un pasillo de la universidad y comencé a llorar. Los estudiantes pasaban a mi lado y me miraban como si estuviera loca. Estaba en shock, lloraba y lloraba. Fue algo impresionante, porque fue revivir lo que nosotros pasamos”, recuerda. Vijil, como Pedro, Rodrigo y Olesia, tiene esperanzas de que el régimen de Ortega, enquistado en el poder, caiga pronto y todos los exiliados puedan regresar a su país. “Yo no lo veo enquistado”, corrige Vijil en entrevista telefónica. “Lo que veo es un régimen que se está desmoronando. Hay decenas, y posiblemente centenares, de presos políticos que eran personas vinculadas o al Gobierno, o al Partido Frente Sandinista, o gente de la Policía y el Ejército. Cuando un régimen dictatorial comienza a atacar a su propia gente, lo que estamos viendo es el fin”, afirma. La expresa política agrega, contundente: “No sé cuánto va a durar esta etapa conclusiva del régimen, pero definitivamente lo veo ya en un proceso acelerado de descomposición, lo que estamos viendo es el fin de la dictadura”.