La fotografía como forma de curar las violencias: “Aprender a usar la cámara me ayudó a tener un proceso de sanación”
La fotógrafa mexicana Ana Baños habla a través de sus fotografías sobre el proceso de asimilación que tuvo cuando se dio cuenta de que usar su cámara era una terapia para sobrellevar su tristeza
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A Ana Aurora Baños Sánchez (Hidalgo, 34 años) le bastó con poner la cámara frente a ella y descubrir que el resultado en la pantalla —su reflejo— la hacía sentir triste, para saber que necesitaba ayuda. “Estaba en un proceso de depresión, de tristeza, de enojo, no me sentía nada de acuerdo conmigo. Tenía un...
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A Ana Aurora Baños Sánchez (Hidalgo, 34 años) le bastó con poner la cámara frente a ella y descubrir que el resultado en la pantalla —su reflejo— la hacía sentir triste, para saber que necesitaba ayuda. “Estaba en un proceso de depresión, de tristeza, de enojo, no me sentía nada de acuerdo conmigo. Tenía una carga emocional muy fuerte y cuando me tomé la foto y me vi, pues no veía la luz ni la técnica, me enfoqué en mi reflejo y me vi muy triste. Me tiré al piso y no paré de llorar”, cuenta. Esa tarde lo intentó varias veces y siguió esa rutina durante los días y las semanas siguientes. Descubrió que la fotografía le servía como una forma de llegar hacia sus más profundas emociones, sobre todo las que más dolían: “Entonces pensé: cuando me vuelva a sentir triste, tomaré mi cámara y volveré a llorar”, dice.
En la cuenta de Instagram de Ana Baños, en esas fotografías que se lanzan en la pantalla, llenas de colores y texturas, se puede observar la evolución no solo de una artista, sino la revolución emocional por la que suelen pasar las mujeres que gritan a través del arte sus propios dolores. Comenzó con retratos sobrios, usando tímidamente los recursos que encontraba a la mano; casi siempre flores, objetos cotidianos que encontraba por la casa, o acudiendo incluso a sus propios amigos cercanos. Hasta llegar a los diseños que combinan ahora sus fotografías del pasado con técnicas de dibujo o de collage, enmarcados con las partes de libros o textos que le han marcado.
Hace más de diez años que salió de la universidad, sin imaginarse entonces que sería la fotografía lo que le llenaría en adelante. Cursó la licenciatura en Comunicación y comenzó a dar clases en escuelas de la capital de su Estado, Hidalgo, en el centro del país. El autorretrato empezó a fijarse en su trabajo y en su vida, como un camino hacia procesos emocionales que todavía no nombraba, pero que le daban forma poco a poco a lo que hoy es su obra. “Hacer autorretrato me ha dado seguridad, mucho conocimiento, es como aprenderte, es estar frente a ti mismo, te estás enfrentando a tu demonio, al más grande”, relata con una emoción que se le sale por los ojos. “Y tiene ese poder de ser tu propio terapeuta porque, o te engañas o sanas”.
Baños cuenta que nació en un contexto poco privilegiado, con muchas carencias y la normalización de varias violencias que no sabía que eran eso: violencia que te dejaba marcas tan profundas y dolorosas que a veces no sabes que existen hasta que empiezan a sangrar. Y eso le sucedió justo cuando su familia le regaló en un cumpleaños una cámara fotográfica, y ella comenzó a experimentar con el aparato y luego, al frente de grupos de adolescentes, ya como una profesora, entendió que lo que ella hacía era usar algo que le apasionaba de verdad para tratar de sanarse a sí misma. Lo entendió también cuando algunas de sus alumnas comenzaron a recurrir a ella para entenderse a sí mismas y a lo que les sucedía: “Dar clases a mujeres de entre 16 y 18 años me impulsó mucho. Pensé que si la cámara me estaba acompañando y a mí ya me había ayudado, entonces yo tenía que seguir proyectando eso, y esperar que tal vez a ellas también les sirviera”.
El tema del cuerpo y el de la forma en la que los cuerpos de las mujeres han sido percibidos y retratados históricamente siempre lo ha tenido en la cabeza. Piensa que tal vez se deba a la forma en la que ella misma construyó su visión sobre su misma corporalidad y la manera en la que se sintió violentada en varias ocasiones de su vida. “Yo no podía llorar con mis papás, no podía decirles lo que estaba pasando, tampoco a mi pareja. Del acoso que yo vivía en mi familia y pensé: qué bueno que ese objeto llegó a mi vida”, dice sobre el momento en el que llegó la cámara a sus manos.
Empezó a entender algunas de las cosas que le habían sucedido durante su infancia y adolescencia y a traer a su presente algo que sentía, se había quedado detenido en el tiempo. Además, esta experiencia personal comenzó a cobrar otras dimensiones cuando Baños inicia también a retratar en protestas a mujeres hidalguenses que protestaban por el derecho al aborto o en contra de la violencia feminicida. Acudía a las asambleas o a las marchas, se llenaba de ideas y después, decidía si hacía fotos o no. “Y yo pensaba, de qué otra forma haces entender a las personas, con respecto al cuerpo de una mujer, para gritarles que ¡Ya basta!”, recuerda.
Una de las últimas exposiciones de la fotógrafa tuvo lugar en la ciudad de Pachuca. Es la única, hasta ahora, en la que ella también escribe los textos que la acompañan. Se trata de un relato visual en el que narra el abuso del que fue víctima durante una parte de su vida. “Hice un cuento donde le puse fin a una etapa muy fea de mi vida, porque yo padecí acoso por parte de un familiar por mucho tiempo y lo traté de ocultar hasta que me explotó y me pregunté por qué me sentía culpable por eso y por qué tenía secuelas de algo que yo no provoqué. Me dije con esto que me haría un último autorretrato que tuviera que ver con esas emociones y se lo dediqué a mi mamá”.
El día de la inauguración, Baños no pudo asistir por cuestiones de trabajo y su madre fue en su representación. Antes de ese día, su madre no había estado presente en ninguna otra de sus exposiciones, y, aunque era consciente del tema retratado, el impacto del relato la quebró por completo. “Mi mamá ya lo sabía, pero no lo había asimilado, para ella igual fue muy difícil. Siento que esa fue mi forma de perdonarme a mí y también a ella”, recuerda. Además, ese mismo día, para entretener su mente mientras trabajaba y no podía estar al lado de su madre, tomó un libro de cuentos que tenía meses guardado, de la autora española Lucía Etxebarría, y comenzó a leer el primer relato: era su propia historia, la misma, cuyo final, en la voz a la madre de una mujer violentada, dice: “Yo prefiero a mi hija, por sobre todas las cosas”.
Nombrar al feminicida: un Pulitzer contra la impunidad
Por: Elena San José
Contaba Cristina Rivera Garza la última vez que hablamos, en noviembre del año pasado, que conseguir introducir el término femicider (feminicida) en el habla inglesa se había convertido en un pequeño activismo personal derivado de la traducción de El invencible verano de Liliana, el libro sobre el asesinato de su hermana a manos de su expareja, que esta semana se ha hecho con el Pulitzer en la categoría de memoria o autobiografía.
En el momento de enfrentarse a la traducción, se inclinó por el sustantivo killer (asesino), pero fue un cierre en falso. La ausencia de una palabra tan precisa como la española para nombrar una violencia que es también muy específica dejaba a Estados Unidos y al resto del mundo anglosajón desprovisto de un instrumento fundamental para enfrentarse a un fenómeno que es tan real dentro de sus fronteras como fuera de ellas. “Tal vez los números no son iguales [que en Latinoamérica], pero constituye también una epidemia silenciosa”, decía la escritora sobre el país norteamericano: “Y no hay una conversación tan viva, tan políticamente relevante como la que hay en el mundo de habla hispana”. Poco a poco, la autora fue sustituyendo el término killer por femicider en sus artículos de prensa y discursos en inglés.
La cuestión del lenguaje no solo es central en la conversación posterior, sino también en los propios hechos que relata la novela. Liliana no contaba con un lenguaje para nombrar y, por tanto, ver y explicarse a sí misma lo que le estaba sucediendo. Tampoco México —donde son asesinadas 10 mujeres al día— contaba en los años 90 con un lenguaje que le permitiera prever y enfrentar la violencia machista que amedrenta a más de la mitad de la población, “mujeres siempre a punto de morir”, señala Rivera Garza en su libro. “Llamar a las cosas por su nombre requiere, a menudo, de inventar nuevos nombres. Hostigamiento laboral. Discriminación. Violencia sexual. El violador eres tú. Para hablar así, para correr el velo que oculta la violencia, ha sido necesario bregar a contracorriente y participar en la producción de un lenguaje preciso, alerta a las diferencias mortíferas de género”, desarrolla en el texto.
Tuvieron que pasar casi 30 años para que Cristina Rivera Garza pudiera reabrir una historia de la que el Estado no se había, ni se ha hecho todavía, cargo. Una de las miles que siguen esperando en el fondo del cajón de alguna procuraduría a que alguien las saque, les quite el polvo y les haga justicia, aunque una justicia tardía deje de ser tal cosa. Rivera Garza entendió que la lucha por esa justicia empieza por nombrar a las cosas por su nombre, por llevar las palabras al centro de la violencia. Gracias a este merecido premio, Liliana viajará más lejos aún y el mundo anglosajón estará más cerca de tener un lenguaje propio que les permita decir: basta de feminicidios, basta de impunidad para los feminicidas.
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