Hace un año me despojaron de mi nacionalidad nicaragüense

En la incertidumbre, y ante estos embates sufridos, uno tiene que encontrarle sentido a la vida para poder seguir adelante. Y ese sentido se construye a través de nuestras decisiones

Wilfredo Miranda en Ciudad de México.Hector Guerrero

Hace un año estaba en Miami entrevistando a unos sacerdotes que, una semana antes, habían sido desterrados por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Los religiosos eran parte de los 222 presos políticos que fueron sacados de madrugada de las prisiones y montados en un avión fletado por la Administración de Joe Biden con destino a Dulles, Washington. Toda la operación, me parecía en ese momento, era digna para una producción...

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Hace un año estaba en Miami entrevistando a unos sacerdotes que, una semana antes, habían sido desterrados por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Los religiosos eran parte de los 222 presos políticos que fueron sacados de madrugada de las prisiones y montados en un avión fletado por la Administración de Joe Biden con destino a Dulles, Washington. Toda la operación, me parecía en ese momento, era digna para una producción cinematográfica, poco común, disparatada, absurda… Mientras reporteaba, en plena entrevista con los curas, una colega y amiga, María Lily Delgado, me interrumpió sobresaltada. Me gritó: “Están quitando más nacionalidades”.

Como si no hubiese sido poco desterrar a los presos políticos, en otro acto de venganza política sin fin, el régimen los despojó de su nacionalidad nicaragüense, los declaró “traidores a la patria”, prófugos de la justicia y confiscó sus bienes. Es decir, muerte civil. Ese mismo cóctel represivo nos aplicaron a 94 nicaragüenses más el 15 de febrero de 2023. La mayoría de los nuevos desnacionalizados eran opositores, activistas, religiosos y periodistas que ya estábamos exiliados desde 2018. La retaliación era clara: la cancelación a perpetuidad de nuestros derechos ciudadanos. Otra estocada por no callar y denunciar los excesos del régimen.

Me disculpé con los curas por la interrupción, cerré la libreta, apagué la grabadora y me puse a ver en el teléfono de María Lily la transmisión en la que un juez orteguista leía los nombres de los despojados de la nacionalidad. En ese momento –con la adrenalina a tope que los reporteros sentimos con las noticias de última hora– no pensé que yo iba a ser nombrado. Pero allí estaba en la lista, el número 78 de los acusados. Tengo muy presente que sólo sentí rabia al escuchar al juez pronunciar mi nombre. Una rabia incontenible que, al irme de donde los sacerdotes, me volcó al teclado para protestar con la única herramienta que cuento: la palabra. No dimensionaba las consecuencias de la desnacionalización hasta que más tarde me di cuenta que si ya no era nacional, mi pasaporte ya no debía funcionar. ¿Me quedaría varado en Miami?

Comencé a preguntar a fuentes diplomáticas y migratorias sobre qué hacer si mi pasaporte estaba desactivado. Nadie me supo decir algo claro, certero. Es que eso de la desnacionalización, coincidían, no sólo era algo increíble y realmente poco usual, sino que resultaba una especie de pena sacada del medievo. No había explicaciones para esta situación. Logré viajar y poco a poco fui entendiendo de qué iba la cuestión de ser apátrida. Me buscaron en el registro civil de mi pueblo y ya no existía. Mi partida de nacimiento fue exterminada. Les ha pasado a varios desnacionalizados: sus hijos de pronto, jurídicamente, dejaron de tener padres porque ya no existen según el régimen. Además, las cuentas bancarias fueron congeladas y sobre todo, lo más complicado para mí, es esa desazón en el pecho: los dictadores golpearon donde más duele, en mi esencia como persona que se compone de buena parte de mi orgullosa nicaraguanidad. Me volví a sentir derrotado esos días, igual que cómo me sentí cuando tuve que exiliarme por segunda ocasión.

Desde entonces he lidiado con esa desazón que ha ido menguando con el paso de los meses, porque si algo he aprendido en todo este tránsito lejos de mi Nicaragua es ser cada día más resistente y más obstinado para no claudicar. Me aferro a lo que Ghandi dijo en un juicio en su contra por sedición: “La desobediencia al mal es un deber tanto como la obediencia al bien”. Y el periodismo es desobediente con los sátrapas. En eso creo. Pero mentiría si les dijera que ha sido fácil. El exilio y el destierro pasan facturas muy caras, al margen de las cuestiones jurídicas y logísticas. Fue un enorme aliciente que España nos hiciera nacionales de manera casi expedita. Un gesto y una voluntad política muy generosa de un país al que nuestro poeta Rubén Darío, providencialmente, nos enseñó a llamar “madre patria”. Sin embargo, los trancazos emocionales han seguido llegando.

Mantener la determinación de seguir haciendo periodismo que fiscaliza y denuncia a un régimen que ha sido señalado de cometer crímenes de lesa humanidad convierte a uno en una suerte de apestado. Las amistades se alejan o siguen de forma clandestina, como una forma de marcar distancia y protegerse de la represión que ha demostrado que no tiene límites. El colmo es que si alguien me visita no publica ni una foto conmigo por “protección”. La familia hace lo mismo y con especial gravedad se pierde a los familiares, porque uno está solo en el exilio y el destierro. Duele perder esa conexión con la gente que uno ama y, lejos de ser un reproche para ellos, estoy convencido de que es lo que debe hacerse. Lo que toca. Por otro lado, hay personas que resultaban vitales para resistir en el exilio pero que se hastían de este cuento que parece de nunca acabar y nos abandonan, para irse a otros ámbitos donde el ahínco diario de querer rescatar Nicaragua no sea la norma, lejos del exilio.

Durante el último año me he cuestionado mucho personalmente; me ha resultado inevitable, aunque sé que este exilio no es mi culpa, ni por lo que hago. Por ejemplo, ¿por qué sigo haciendo periodismo? En serio, ¿por qué seguir haciendo periodismo cuando te quitan casi todo? Te quitan tu país, tu familia, tus amigos y hasta la posibilidad de no poder enterrar a mis abuelos; cuando te congelan tus cuentas, te declaran prófugo de la justicia, te difaman, te agreden, persiguen a tus padres… ¿Por qué? No he encontrado una respuesta sesuda ni muy profunda, pero sí he encontrado algo parecido a un cliché de respuesta que me resulta honesta: tengo un compromiso como ciudadano de Nicaragua, pero sobre todo un compromiso con el oficio del periodismo. En ese sentido a diario trato de reinventarme en el exilio. He formado otra bella y nutrida familia con otros exiliados y desterrados en Costa Rica, donde vivo, y seguimos creyendo que vale la pena soportar. La esperanza común está muy maltratada, pero sigue indemne y ofrece siempre la promesa de una Nicaragua libre para volver.

Una de esas amigas y ahora mi familia en el exilio me prestó hace un par de meses el libro de la periodista filipina Maria Ressa, titulado Cómo luchar contra un dictador. Me golpeó la pregunta que Ressa plantea de entrada en la portada del libro: “¿Qué estás dispuesto a sacrificar por tu futuro?”. Creo que ya todos los exiliados y desterrados hemos sacrificado las cosas que les he contado, pero también seguiremos sacrificando, porque estamos ante una dictadura oprobiosa que no ceja en su afán por quebrarnos la dignidad, y por eso siempre encuentra enrevesadas formas de atacarnos, de intentar silenciarnos.

Digo esto porque la última táctica de los Ortega-Murillo es irse contra los familiares de los desterrados y exiliados. Primero iniciaron con arrestos y después, desde hace un par de semanas, han comenzado a confiscar las propiedades de los familiares de los declarados “traidores a la patria”. Es una aberración jurídica y rapiña que no tiene empacho. Aunque se trate de un delito político, los delitos nunca trascienden a los responsables.

Hay un fuerte clima de autocensura. El terror impera tanto en Nicaragua y fuera de sus fronteras. A los exiliados y desterrados los muerde la disyuntiva entre seguir denunciando o silenciarse para que no dañen a los familiares. Es una decisión que cada uno debe asumir en la medida de sus propias vicisitudes. No es un temor infundado y hay que tomárselo en serio, porque existe la certeza de que los Ortega-Murillo han decidido no respetar nada; cruzan todas las líneas rojas que, al menos por decoro, no se deberían cruzar.

La pareja presidencial se han dado licencia para ser abyectos y desalmados, algo que demostraron con creces cuando ordenaron el asesinato con disparos letales de 355 almas durante las protestas de 2018. Los Ortega-Murillo no pueden –ni podrán ante la historia– eludir ninguno de sus crímenes, así como la confiscación ilegal de propiedades prohibidas taxativamente por la Constitución Política de Nicaragua en su artículo 44. Toda la violencia que ellos ejercen lleva un elemento central de arbitrariedad y desquite. Toca resistir con la convicción bien sujeta.

En esta incertidumbre, y ante estos embates sufridos, uno tiene que encontrarle sentido a la vida para estar tranquilos con nosotros mismos y poder seguir adelante. Y el sentido de la vida, dice Maria Ressa en su libro, “no es algo con lo que uno se tropieza ni algo que alguien nos entrega. Lo construimos a través de todas y cada una de las decisiones que tomamos, de los compromisos por los que optamos, de las personas que amamos y de los valores que son importantes para nosotros”. En mi caso es importante seguir dando batalla, como dije antes, con la única herramienta con la que cuento: la palabra.

Es una batalla constante, dicotómica, en la que unos días el compromiso se siente desgastado y otros rejuvenecido. Se nos abren varios frentes a nivel emocional, económico y profesional que debemos ir desafiando y resolviendo. Como canta Sabina, es amargo como el vino del exiliado, pero también esperanzador cuando nos consuela el abrazo colectivo que nos damos los desterrados y exiliados. Sobrevivimos aferrados a esa tabla que flota en el mar del totalitarismo para no hundirnos, para no ahogarnos y seguir por Nicaragua y los nicas. Con esa rara esperanza que no nos abandona ante un panorama tan desangelado.

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