Colombia y la nueva izquierda latinoamericana

Lo realmente nuevo y distintivo del progresismo que ganó este año es la propuesta de agenda ambiental y modelo económico que entiende que los combustibles fósiles son el pasado

Gustavo Petro, durante la ceremonia de entrega de sus credenciales presidenciales.Europa Press

Tras la victoria electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia, muchos han concluido que estamos ante una ...

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Tras la victoria electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia, muchos han concluido que estamos ante una nueva ola de izquierda en América Latina. Pero el simple anuncio de una nueva izquierda confunde más de lo que ayuda. ¿Nueva en qué sentido? ¿En comparación con qué? ¿Qué la distingue de otras? ¿Quiénes la integran? Sin respuestas a estas preguntas, no se entiende el momento político regional y se termina diciendo lo obvio (que la izquierda es nueva porque es reciente) o agrupando de cualquier forma a movimientos y gobiernos muy distintos.

¿Qué es lo novedoso de la nueva izquierda? La pregunta resurge cada tanto. La última “nueva izquierda” (que, por supuesto, ya no lo es) fue la ola rosada de inicios de siglo. Como escribimos por esa época en un libro titulado, cómo no, La nueva izquierda en América Latina, se trató de la ola encabezada por el Brasil de Lula y engrosada por otros gobiernos que seguirían destinos muy distintos, desde la democracia progresista de Tabaré Vásquez y Pepe Mujica en Uruguay hasta el desastre autoritario de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, pasando por gobiernos tan diversos como los de los Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador.

Creo que lo realmente nuevo y distintivo del progresismo que ganó este año en Colombia y Chile es lo que les faltó a todas esas izquierdas: una propuesta de agenda ambiental y modelo económico que entiende que los combustibles fósiles y las industrias extractivas son el pasado. Y que no existe futuro, ni para la izquierda ni para nadie, en un planeta inhabitable. A pesar de las diferencias profundas entre los gobiernos de izquierdas de las dos últimas décadas, todos ellos compartieron con la derecha la promoción entusiasta de las industrias extractivas, desde el petróleo y el carbón hasta la minería y el agronegocio.

En Brasil, Lula y Dilma Rousseff terminaron cumpliendo los sueños de la dictadura militar de abrir la Amazonía a hidroeléctricas monumentales como Belo Monte, para alimentar de energía a proyectos mineros en toda la región. En Bolivia, el exvicepresidente Alvaro García Linera llegó a publicar una apología del extractivismo en la Amazonía. Rafael Correa fue aún más explícito: les dio el mote de “izquierda infantil” a los pueblos indígenas y los ambientalistas que se opusieron a sus políticas de expansión agresiva del petróleo y la minería en Ecuador. El caso aberrante de Venezuela pertenece a una categoría distinta: el “socialismo del siglo XXI” no solo mantuvo la petrodependencia, sino que la usó para financiar la que terminó siendo una “dictadura del siglo XXI”, como la ha llamado Provea, la conocida ONG venezolana.

El extractivismo de la izquierda se debió, en parte, a razones de conveniencia. La ola rosada coincidió con una época de precios récord para las materias primas. Las divisas resultantes financiaron políticas sociales ejemplares en varios países, como los programas de hambre cero y bolsa familia en Brasil. En parte, sin embargo, se debió a pura convicción. Aún hoy, sectores importantes de la izquierda, como el gobierno de López Obrador en México, tienden a ver la explotación petrolera y minera como pilares incontrovertibles del desarrollo y la soberanía nacionales –y al ambientalismo como un movimiento ingenuo, en el mejor de los casos, o como un instrumento de los países ricos, en el peor–.

Pero muchas cosas han cambiado en los últimos veinte años. Hoy vivimos la realidad del cambio climático y sabemos que nos queda menos de una década para que los gobiernos tomen medidas urgentes que eviten los escenarios más catastróficos del calentamiento global y la destrucción irreversible de ecosistemas vitales como la Amazonía. Entendemos que la salud humana y la del planeta dependen de políticas nacionales y acuerdos internacionales para proteger la biodiversidad en por lo menos 30% de la Tierra de aquí a 2030. Sabemos, en fin, que América Latina sufriría desproporcionadamente los efectos del colapso ambiental, como las migraciones forzadas, las crisis económicas y alimentarias, y los conflictos sociales.

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Si ha de merecer el calificativo de “nueva”, la izquierda en el poder tendría que estar a la altura de este nuevo momento planetario. Y recoger el ímpetu de los movimientos progresistas que lo encarnan y que fueron esenciales para el resultado electoral en Colombia, como lo muestra la figura icónica de Francia Márquez: los movimientos negro e indígena, el ambientalismo urbano de los jóvenes, el ecofeminismo, los movimientos de pequeños agricultores.

Cuando la derecha global parece apostarle a la destrucción del planeta (Bolsonaro, Modi, Putin, etc.), la izquierda debería distinguirse de aquella no solo por su agenda social sino por su agenda ambiental. Abandonar el extractivismo y transitar hacia economías limpias no es irresponsable, como dicen los críticos, sino indispensable. Así parece entenderlo el progresismo ambiental que despunta en Colombia y Chile. La propuesta de gobierno de Petro y Márquez contempla una transición gradual y justa que disminuya la dependencia histórica del petróleo y el carbón, entre otras medidas. El gobierno de Boric prometió una “transición socioecológica justa” y acaba de cerrar la fundidora de cobre de Ventanas, emblema de la contaminación minera.

De modo que el primer gobierno de izquierda en Colombia puede tener repercusiones regionales y globales. Así lo muestra la primera conversación entre Petro y el presidente Biden, que sugirió una posible alianza regional sobre el cambio climático y la conservación de la Amazonía. Si está acompañada de un giro a la izquierda en Brasil (donde falta ver si un posible gobierno de Lula abandonaría la tradición extractivista) y de financiación adecuada de los países ricos que más han contaminado, la propuesta del progresismo ambientalista latinoamericano podría contribuir no solo a la consolidación de una nueva izquierda, sino a la preservación de la vida sobre el planeta.

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