“El pacificador”
La Jurisdicción Especial para la Paz imputó al general en retiro Rito Alejo del Río como uno de los máximos responsables del genocidio contra la Unión Patriótica. Los magistrados señalan que hubo un plan sistemático de aniquilamiento, pero aún falta verdad por conocer
Por décadas, a Rito Alejo del Río lo presentaron como “el Pacificador” de Urabá: el general del Ejército que habría logrado contener el “brote comunista” y erradicar cualquier rastro de insurgencia. Con respald...
Por décadas, a Rito Alejo del Río lo presentaron como “el Pacificador” de Urabá: el general del Ejército que habría logrado contener el “brote comunista” y erradicar cualquier rastro de insurgencia. Con respaldo institucional y el auspicio de poderes políticos y económicos regionales, el hoy imputado ordenó asesinatos, permitió masacres y convirtió la llamada pacificación en un régimen de terror. Lejos del honor militar, manchó uniforme y botas con la sangre de campesinos que habitaban los territorios donde la política se volvió un riesgo mortal.
Al calificar el ataque contra la Unión Patriótica (UP) como un genocidio, la justicia transicional devuelve al centro del debate una pregunta incómoda para la democracia colombiana: ¿cómo fue posible que un partido político legal fuera eliminado de manera sistemática sin que el Estado activara oportunamente sus mecanismos de protección? La respuesta no está en una sola orden ni en un solo actor. Está en la convergencia entre archivos judiciales, testimonios de exparamilitares y versiones de militares que coinciden en lo esencial: el exterminio fue orquestado, sostenido en el tiempo y funcional a un orden político que decidió cerrar, por la vía de la violencia, una opción de representación.
La JEP identificó 8.924 víctimas del exterminio político contra la UP. 5.729 fueron asesinadas o desaparecidas; 3.200 sufrieron desplazamiento forzado, atentados, amenazas, tortura, detenciones arbitrarias, falsos positivos judiciales, violencia sexual y exilio. Donde no fue posible masacrar, vaciaron territorios; cuando no pudieron asesinar, silenciaron y censuraron con el mismo único objetivo: continuar con la desaparición del partido político de la esfera democrática.
Los asesinatos selectivos comenzaron el mismo año en que la UP participó en elecciones populares. El representante a la Cámara Leonardo Posada Pedraza fue asesinado en agosto de 1986 y, desde entonces, la violencia se organizó como política sostenida: planes militares con nombres propios, operaciones sucesivas y un patrón que se extendió durante al menos dieciséis años. No se trató solo de eliminar dirigentes visibles. Fueron asesinados y perseguidos sindicalistas, artistas, activistas, profesionales, trabajadores y campesinos. La violencia no respondió a coyunturas; se mantuvo como método.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la magnitud de la violencia fue tal que puede afirmarse que hubo una víctima cada 22 horas durante el periodo de existencia del movimiento político (1984–2002). Para la Comisión de la Verdad, la violencia tuvo una dimensión nacional, con una marcada concentración regional. Departamentos como Antioquia, Meta, Santander, Caquetá, Tolima, Arauca y Guaviare concentraron gran parte de la violencia letal, con más del 80 % del total.
La violencia contra la Unión Patriótica no respondió únicamente a su filiación ideológica, sino a su capacidad concreta de disputar poder. Allí donde el partido empezó a ganar elecciones, a incidir en gobiernos locales, a organizar sindicatos o a alterar equilibrios regionales, la eliminación se volvió prioritaria. Entre otras, lo que tenía claro “El Pacificador” era que con el exterminio lograría aplicar un correctivo político, entregarle el control político y de la tierra al paramilitarismo, asegurar rentas y limitar así la participación política.
Urabá fue el laboratorio donde esa lógica se ensayó con mayor crudeza. Allí confluyeron control territorial, disputa por la tierra, rutas estratégicas y una organización política que empezaba a ganar alcaldías, concejos y representación sindical. Bajo el mando de la Brigada XVII, la llamada pacificación se tradujo en una coordinación sistemática entre fuerza pública y estructuras paramilitares que convirtió la región en un escenario de eliminación selectiva y masacres, a plena luz del día y con el silencio cómplice de las administraciones locales.
El resultado no fue el debilitamiento de la insurgencia, sino la destrucción de la UP como opción política viable, alternativa y de poder que sacudió al establecimiento. Urabá fue el lugar donde se probó que la violencia política del Estado, en contubernio con los paramilitares, se ejercicio para ordenar la política y estabilizar un proyecto de país al servicio de los clanes políticos y económicos regionales, tal como lo ejecutó el Bloque Elmer Cárdenas de las AUC.
Las versiones de “El Pacificador” ante la JEP -más de seis horas cada una- han estado atravesadas por olvidos selectivos, contradicciones con la misma documentación de inteligencia militar, disonancia con testimonios de otros militares y una insistencia reiterada en desconocer acciones militares que él ordenó cuando comandaba la Brigada XVII. No se trata de una memoria selectiva, sino de una estrategia conocida: preservar el relato de la pacificación incluso cuando los hechos acumulados lo desmienten, al igual que han hecho otros generales.
Nada de esto ocurrió en un vacío político. “El Pacificador” ya ejercía mando pleno cuando asumió la comandancia de la Brigada XVII en Urabá en 1995, en uno de los periodos más intensos del exterminio contra la Unión Patriótica en la región. Su trayectoria fue defendida públicamente por el expresidente Álvaro Uribe Vélez –entonces gobernador de Antioquia-, quien años más adelante fue uno de los organizadores de la famosa recepción en el Hotel Tequendama de Bogotá, donde le rindieron un homenaje por su integridad, honor y valentía.
“El Pacificador” se quemó en su intento de llegar al Senado en 2002, más adelante Álvaro Uribe lo posicionó como asesor del DAS, un premio por el trabajo realizado en el Urabá y una de las tantas artimañas que utilizaron para tapar el genocidio; después prestó asesorías de seguridad e inteligencia hasta que sus mismos cómplices empezaron a testificar en su contra.
Uno de ellos fue Alonso de Jesús Baquero ‘Vladimir’, un paramilitar entrenado por mercenarios Israelitas en el Magdalena Medio, quien dijo que se reunió con del Río desde el año 1986, cuando era comandante del Batallón Girardot de Medellín. Después se sumaron varios exjefes paramilitares de las ACCU y las AUC; con testimonios, archivos y partes de guerra demostraron la relación de las facciones paramilitares con la Brigada XVII.
“El pacificador”, en repetidas entrevistas radiales, solía repetir el verso del poeta Jorge Robledo Ortiz —“La patria se nos muere, presidente”— para presentarse como un hombre que actuaba en defensa de los colombianos y del honor de sus soldados. Las víctimas sabían desde entonces lo que hoy confirman la historia política y la justicia: que quien hablaba en nombre de la patria fue uno de sus verdugos.