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Un mundo pestilente

La parosmia, una distorsión del olfato que adquirí por el covid, hace que casi todo lo que huelo y como sea repulsivo hasta el punto de causarme náuseas

Una mujer con cubrebocas.d3sign (Getty Images)

La semana pasada, que estuve en México en una feria del libro, fui a un restaurante con dos escritoras amigas. La una pidió un pollo relleno de huitlacoche, y la otra, tacos de carne con chapulines. Yo, que me le mido a todo a la hora de comer, me moría por probar esos platos exóticos, pero me abstuve y pedí un sencillo carpaccio. Al probarlo lo retiré con discreción, casi intacto. Miré de nuevo la carta y me decidí por un plato simple: ravioli de queso. Pero otra vez fracasé. A la hora del postre, a modo de compensación, compartí con ellas una torta de queso. Al primer bocado, sin embargo, renuncié. No, no es que el restaurante fuera malo. Es que tengo un efecto del covid-19, muy poco frecuente, llamado parosmia, o su nombre más descarnado, cacosmia, una distorsión del olfato que hace que el 80% de lo que huelo y de lo que como sea profundamente repulsivo, hasta el punto de causarme náuseas.

Antes del covid, la parosmia era escasísima, y se relacionaba con ciertas infecciones de los senos paranasales o con tumores cerebrales. Por eso casi nadie ha oído su nombre. Pero el virus la potenció de forma inusitada: se habla de un incremento del 45%. Un artículo de la BBC de febrero de 2021 informaba que, para ese entonces, unos 6,5 millones de personas en el mundo la estaban sufriendo, un número que parece grande, pero que es nada como estadística, si se tienen en cuenta los millones de personas que hemos padecido el virus. Hoy las cifras son inciertas, porque todavía hay muy pocos estudios al respecto, tal vez porque es una enfermedad que no duele, y de la que no te vas a morir.

La verdad, sin embargo, es que te arruina la vida de manera dramática. Los que la padecemos nos volvemos irritables, estamos abocados a episodios de tristeza y desesperación, y corremos graves peligro de deprimirnos y de tener ideas suicidas. Porque todo comienza cuando te despiertas y tus propios humores te golpean con el olor asqueroso que ahora te persigue. Y de ahí en adelante te va a atormentar en el champú y en todos los productos de aseo, en el café –¡sobre todo en el café!– en el vino y en todo cuanto olor emana de una cocina. Oliver Sacks, que murió antes de pandemia y catalogó erróneamente la parosmia como una alucinación –en realidad es una desconfiguración neuronal– la describe como “un conglomerado de casi todos los malos olores del mundo”, imposibles de describir porque “son distintos de todo lo que hemos experimentado en el mundo real”.

El vapor es el peor desencadenante. Casi no salgo de mi estupor cuando descubrí que me huele mal ¡el vapor del agua caliente de la ducha! Algunos relacionan su olor con gasolina quemada, otros con cadáveres. Yo, que me he convertido en una observadora compulsiva del mal que me aqueja hace ya siete meses, y que llevo un diario al respecto, reconozco dos matices: uno, chirriante, dulzongo, empalagoso, repugnante pero soportable, y otro que se me ocurre describir con una imagen pesallidesca: la de un animal con plumas o pelo carbonizado sobre una parrilla.

Una semana después de empezar a experimentar ese olor perpetuo y nauseabundo, la parosmia atacó también mi sentido del gusto. Probar un huevo, comer pollo o carne, puede ser ahora una experiencia aterradora, la de comer un alimento descompuesto. Poco a poco elaboré, basada en mi experiencia cotidiana, la hipótesis de que lo que menos resisto es lo que ha pasado por el fuego. Y hace poco mi teoría fue refrendada parcialmente por una nutricionista, profesora universitaria e investigadora, que se dedicó muy profesionalmente a allegar información científica para ayudarme.

Los alimentos que desencadenan la percepción alterada son los que contienen ciertos compuestos: tioles, pirazinas, dusulfuros y metoxipirazinas. Ellos son los que impiden consumir vino, café, cerveza, chocolate, carnes, cebolla y ajo, frutas tropicales, mariscos, embutidos, ciertas verduras y casi todo lo tostado. Lo que mejor resisto, pues, es lo crudo y sin aliños: ciertos quesos, el sushi, las ensaladas. Pero también, quién sabe por qué fenómeno, la masa del pan -no la corteza-, la pasta, solo con un poco de mantequilla, los champiñones. Solo puedo tomar sopas frías como el gazpacho, y beber agua y té.

Pero, además, mi experiencia me dice que un sabor modifica al siguiente y que el mal, como un duende perverso, es cambiante. Que lavarse los dientes puede hacer que el agua te sepa dulce o salada. O que el jamón serrano, uno de los pocos alimentos que disfruté durante semanas, hoy me sepa a eso. “Eso” que se incrusta en tu cerebro como una amenaza y que hace que tengas miedo de la comida y que botes mucha plata comprando productos que crees que te van a “servir” y te defraudan. Tal vez el riesgo más grande que trae la parosmia es el de desnutrirse. Que nos falten el hierro, el calcio, las vitaminas. Que la falta de proteína nos afecte la masa muscular, el cerebro, los huesos. Por eso nos toca vivir alerta, informarnos muy bien, tomar suplementos, hacernos exámenes periódicos.

La enfermedad afecta profundamente la vida social, entorpece los viajes y las celebraciones. ¿Cómo, en un restaurante, explicarle a un mesero que nada de la carta te sirve porque tienes parosmia? Pero, además, explicar lo que sufres genera un fenómeno rarísimo: como la gente no entiende de qué se trata, algunos dicen, inexplicablemente: “A mí me pasó lo mismo: perdí el olfato”. Y algunos otros, muchos, convencidos de que no es algo físico sino mental, sugieren hipnosis, desintoxicaciones, baños de mar, vibraciones magnéticas, y otros esoterismos. Dicen los que saben que la parosmia dura entre uno y dos años, y que el 65% de los que la padecemos se cura espontáneamente. Cruzo los dedos, fervorosamente, para que yo no haga parte del 35% restante.

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