El trauma social que dejan los feminicidios en Colombia: “La vida de nuestras mujeres no vale nada”
Estos crímenes tienen graves consecuencias en las familias y las comunidades de las mujeres asesinadas, que van desde mayor riesgo a caer en la pobreza hasta replicar los ciclos de violencia
Al cierre de la Semana Santa, los habitantes de Guapi, Cauca, en el Pacífico colombiano, pasaron de celebrar la resurrección de Jesucristo, a lamentar el asesinato de una de sus mujeres más queridas. En la madrugada del primero de abril de este año, el pueblo se conmocionó con el feminicidio de Alba Rosa Ocoró, una cocinera de 53 años, que fue encontrada en su casa con cortes en todo el cuerpo y signos de violencia sexual. El asesino huyó y aún no se ha hecho justicia. Casos como el de Ocoró se repiten día a día en un país en el que cientos de mujeres son asesinadas por razón de género ante la mirada del Estado, generando fracturas en sus familias y, en muchos casos, sembrando una sensación de miedo y desprotección para el resto de mujeres en el país.
La ola de miedo que dejó la muerte Niña Cu, como la conocían, no solo devastó a sus cuatro hijos, sino que dejó en Guapi una sensación de impunidad sobre las violencias de género en una zona ya azotada por grupos armados ilegales. La comunidad estaba a la espera de acciones en contra de la violencia de género, incluso desde antes del asesinato. “Seguimos esperando que se construya la casa para las mujeres que prometieron. Eso lo dijo Francia Márquez hace rato”, señala Leidy Zaporrita, amiga de la víctima, en alusión a un anuncio que la vicepresidenta, quien es caucana, hizo en enero a los guapireños. Agrega que la impunidad le produce la sensación de que los feminicidios de las mujeres negras parecen tener menos importancia para la sociedad colombiana.
No solo en la periferia del país se percibe el olvido del que habla Zaporrita. Las mujeres de las grandes urbes también se sienten desprotegidas. Ana Plazas es la hermana de Jennifer Plazas, asesinada en 2018 en la capital del país por quien era su pareja y el papá de su hija. Ana habla del enorme deterioro físico y mental que ha sufrido tras el feminicidio. Detalla que su núcleo familiar se resquebrajó y que ha tenido que sacar fuerzas para sostener a su madre de 70 años y a su sobrina, que tenía siete años cuando su padre asesinó a su madre. “Hemos tenido que construir una nueva identidad a partir de los pedazos. Volver a empezar”, sostiene. Plazas relata cómo, además de lidiar con el dolor, la familia tuvo que asumir grandes gastos económicos justo cuando el impacto emocional llevó a su madre a cerrar el local comercial en el que había trabajado gran parte de su vida.
Tres años después de la tragedia de Plazas, la víctima fue María Rocío Zapata, una mujer de 43 años asesinada a puñaladas por su expareja en Bogotá. Sus dos hijos quedaron a la deriva en orfandad siendo muy jóvenes. Camila, quien tenía 24 años, recuerda que el apoyo psicosocial que les dio la Secretaría Distrital de la Mujer duró apenas una semana. Ella, con el dolor vivo y sin un piso económico, debió asumir la responsabilidad de su hermano, que tenía 22 años, y del cuidado de su abuela de 80. El desconsuelo y la nostalgia quedaron inscritos en su vida. No le ha quedado otra que luchársela para honrar a María Rocío, a quien recuerda como una mujer muy aguerrida, que por años trabajó como vendedora ambulante hasta lograr construir un pequeño emprendimiento.
Afectaciones como estas, que mencionan las familias y amigas de las víctimas, son constantes tras los feminicidios, explica Linda Cabrera, abogada y directora de la Corporación Sisma Mujer, que litiga casos de violencia de género. “Los feminicidios generan una erosión del tejido social. Las familias se fragmentan y quedan en duelo prolongado”, explica. Esto empeora cuando hay impunidad. “Los casos a veces derivan en vencimiento de términos o en procesos muy largos en los que los victimarios demoran en rendir cuentas”, explica María de los Ángeles Vega Delgado, directora de la fundación Justicia Para Todas, que actualmente apoya jurídicamente a sobrevivientes y familiares de víctimas de 70 feminicidios que luchan por la reparación.
Las organizaciones detallan, además, las fallas estructurales que tiene la política estatal para erradicar la violencia machista. Cabrera la llama negligencia estatal, y la señala de ser responsable de muchos de los crímenes por razón de género. “Al Estado no le importa la vida de las mujeres. No se toma en serio la justicia, la prevención. La mayoría de los casos pudieron haberse evitado con instituciones más fuertes y soluciones efectivas”, señala la abogada. “Es una posición facilista del Estado perseguir solamente a los agresores, no es una comprensión adecuada del problema”, agrega.
Por su parte, Zaporrita señala que la falta de respaldo social y estatal de a poco le quitan la motivación para seguir alentando procesos de independencia femenina en el Cauca. “Si no se tiene justicia en las grandes ciudades, qué podemos esperar las mujeres negras del Pacífico”, sentencia la psicóloga de formación. Según el observatorio de feminicidios de Colombia, entre enero y julio de 2024 se presentaron 28 feminicidios en su departamento.
El Cauca figura entre las primeras cinco regiones con más feminicidios en el país, luego de Antioquia, Bogotá, Atlántico y Valle del Cauca. En estos territorios y en todo el contexto nacional se presentan factores diferenciales en la violencia hacia las mujeres. INDEPAZ, una organización que hace seguimiento a los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia, ha identificado patrones diferenciales en los ataques a las lideresas, como agresiones sexuales previas al asesinato o la exhibición de los cuerpos en la vía pública con signos de violencia exacerbada. Son factores compartidos en muchos de los feminicidios, y ponen en relieve la sevicia y el ensañamiento de la violencia machista.
Según Natalia Velasco, subdirectora de Familia de la Secretaría de Integración Social de Bogotá, los feminicidios y los ataques en contra de las mujeres llevan a que las familias afectadas y la sociedad se estanquen. “La violencia de género afecta las dinámicas sociales y la productividad del país. Los menores que han sido expuestos a situaciones de violencia muchas veces no completan su formación, tienen oportunidades escasas, presentan uniones tempranas, y esto se manifiesta como otra trampa de pobreza”, advierte. Según la institución, en lo que va de 2024 en la capital se han registrado más de 12.300 mujeres víctimas de violencia intrafamiliar, y más de 2.300 niños y niñas han tenido que ser acogidos con medidas de protección en las comisarías para no sufrir de la misma violencia.
En el caso de Niña Cu, que terminó con marcas en todo su cuerpo, su asesinato hizo mella en todas las mujeres de Guapi, que aún esperan que el Estado la volteé a ver. “Merecemos una vida en paz, sin guerra y con oportunidades para las mujeres”, indica Zaporrita. Con ese objetivo, Ana y Camila han encontrado esperanza en la Fundación Red Aviva, una colectividad creada por ocho familiares de víctimas de feminicidio. Junto a otras madres, hermanas e hijas de víctimas, buscan herramientas para procesar el duelo y estrategias para alcanzar justicia.
Por ahora, solo eso tienen las víctimas indirectas de esos asesinatos: la unión desde las organizaciones de la sociedad civil. Varios proyectos legislativos han intentado, en vano, crear apoyos adicionales para ellos. Desde agosto de 2023, cursa un proyecto de ley de autoría de la representante verde y presidenta de la Comisión de la Mujer, Carolina Giraldo Botero, que busca sacar del desamparo a los niños y adolescentes huérfanos por culpa de un feminicidio. La política caldense explica que ha contado con buena acogida en el Legislativo y allí ha avanzado lentamente, pues a más de un año de su radicación ya fue aprobado por la Cámara de Representantes, pero todavía le resta superar dos debates en el Senado para convertirse en ley.
A diario y sin respuestas, organizaciones como Huérfanos por Feminicidio, creada por quienes se hicieron cargo de estos menores de edad y consultada por este medio, se preguntan por qué la iniciativa avanza tan lento y las infancias que perdieron a sus mamás o cuidadoras siguen en el olvido. Ese dolor lo siente Keisy Tatiana Caicedo, hija menor de Ocoró, que si bien no se atreve a hablar a viva voz del asesinato de su madre, sí apunta a decir que su hija Annie Sofía, de solo cuatro años, aún espera volver a ver a su abuela viva: “Ella todavía la nombra. Uno le dice que está en el cielo, pero no deja de nombrarla”.