Colombia, entre el perdón y la deuda por los crímenes contra los indígenas en las caucherías de la Amazonía denunciados en ‘La Vorágine’
El ministro de las Culturas encabeza el ‘mea culpa’ ofrecido en La Chorrera, desde donde se orquestó la explotación en esa región descrita por José Eustasio Rivera hace 100 años en su novela. Las carencias de la zona, sin embargo, indican que la reparación real aún es lejana
Una mujer, en la tarima principal, lee: “Sin gritos ni lamentos, las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los molosos”. Es una frase de La Vorágine, la novela en que José Eustasio Rivera denunció los crímenes de la explotación cauchera en la Amazonía. La escuchan miembros de los pueblos indígenas uitoto, bora, okaina y muinane, que golpean el suelo con las puntas de sus cayados o celebran la frase con un grito que ...
Una mujer, en la tarima principal, lee: “Sin gritos ni lamentos, las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los molosos”. Es una frase de La Vorágine, la novela en que José Eustasio Rivera denunció los crímenes de la explotación cauchera en la Amazonía. La escuchan miembros de los pueblos indígenas uitoto, bora, okaina y muinane, que golpean el suelo con las puntas de sus cayados o celebran la frase con un grito que evoca al de los niños ante el anuncio del recreo. Aquí, en La Chorrera, ocurrieron en la realidad los horrores que Rivera describió en la literatura. Por eso el ministro de las Culturas, Juan David Correa, ha pedido perdón en memoria de los miles de indígenas que murieron hace más de un siglo aquí, en un lugar cuyas carencias actuales revelan que la reparación aún está lejos.
Es 23 de abril, y hay varias celebraciones. En este día, en 1988, el entonces presidente, Virgilio Barco, entregó el predio Putumayo, de más de seis millones de hectáreas en el centro de la selva amazónica, a las comunidades originarias. A esa efeméride se suma la petición de perdón del ministro Correa, que toma la concepción cíclica del tiempo, propia de los indígenas, para señalar que lo que existió antes también existe ahora: “Sus mayores, abuelos y ancestros son parte aún de este tiempo y nosotros debemos, como Gobierno, mirarlos a los ojos y pedirles perdón. La sociedad occidental, los colonos, los empresarios, la industria de la quina, del caucho, de las plumas, se ensañaron contra ustedes”, dice.
El cielo toldado de La Chorrera no alivia la sensación de calor y de humedad intensa, responsable del sudor que delata a los foráneos. Los actos de conmemoración se celebran en la pista de microfútbol de la Casa del Conocimiento, el colegio de la población. El edificio principal, con paredes de madera, sin vidrios y con un tablado que cruje al pisarlo, fue sede de la Casa Arana, la gran empresa responsable de la explotación cauchera entre finales del siglo XIX y principios del XX. Por el lado pasa el río Igara Paraná, que separa al colegio del resto de La Chorrera. Alrededor se ven palmeras y, a lo lejos, alguna montaña. Más allá, hacia cualquier dirección, la mayor selva del mundo.
Así como todas las vías del negocio del caucho llevaban a este lugar, desde donde se despachaban toneladas de goma por barco hacia Europa, todos los caminos de los crímenes y horrores cometidos contra los indígenas conducen al mismo hombre: Julio César Arana. Empresario peruano, político, terrateniente, se enriqueció con su compañía cauchera, sostenida también por dineros de empresarios británicos, a costa de la vida de miles de indígenas esclavizados, torturados o muertos. No hay cifras unánimes, pero los cálculos indican que entre 30.000 y 60.000 personas murieron durante la fiebre del caucho. Los intereses de los explotadores en esa región, carente de una demarcación de fronteras entre Colombia y Perú, fueron un antecedente del conflicto bélico en el que estuvieron implicados ambos países a principios de los años treinta.
Por eso no es casual que la celebración sea en La Chorrera, un lugar remoto adonde llegar desde Leticia por agua toma 15 días, la misma frecuencia con que aterrizan los vuelos que toman dos horas desde San José del Guaviare en una pista que por todo complemento tiene un par de kioscos de paja y una caseta de madera. A la Casa del Conocimiento llegan en moto o a pie, además del ministro y las autoridades indígenas, el gobernador del Amazonas, Óscar Sánchez, y cuatro congresistas, incluyendo a la representante a la Cámara por el Amazonas, Karina Bocanegra. Cien años después de La Vorágine, cuyo protagonista, Arturo Cova, buscaba enterar a las autoridades colombianas de las atrocidades, se reúnen varios de sus representantes.
Una mujer octogenaria intenta aliviarse del calor abanicándose con un sombrero. Es Josefina Perdomo Rivera, sobrina del escritor huilense (“el tío Tacho”) y representante de su familia en la conmemoración. Asiste como invitada de las directivas indígenas. Mientras señala partes de la que llama “casa de la vergüenza”, explica que La Vorágine, después de un primer auge poco tiempo después de su publicación, cayó en una suerte de olvido. Incluso las comunidades originarias hablaban poco de las caucherías. “Estamos viendo un resurgir, y lo que más me gusta es que se da a partir de ellos mismos, que han reconocido que, a través de la misma novela, se han hecho conocer en todo el país”, dice.
El nombre de Rivera será escuchado varias veces en la tarde gracias al legado de La Vorágine, cuyo objetivo trascendía las ambiciones literarias. Así queda claro en la respuesta que dio al crítico Luis Trigueros, que había reprobado la novela: “Lo que no puedo perdonarte nunca es el silencio que guardas con relación a la trascendencia sociológica de la obra. […] Dios sabe que al componer mi libro no obedecía a otro móvil que el de buscar la redención de esos infelices que tienen a la selva por cárcel”. También lamentaba haber agravado la situación, al volver “mitológicos” las torturas y padecimientos de que eran víctimas los indígenas: “La obra se vende, pero no se comprende”.
Las denuncias de Rivera, sin embargo, no se limitaron al ámbito de la literatura. También las hizo a través de peticiones, como la carta que envió en 1928 al magnate estadounidense Henry Ford, quien tenía interés en establecer caucherías en los bosques tropicales de Sudamérica. En ella escribió: “Más de treinta mil indios fueron exterminados en la sola hoya del Putumayo, en trabajos de caucherías, bajo la acción del látigo, del garrote y la castración. He tenido en mis manos fotografías de capataces que regresaban a sus barracas con cestas o mapires llenos de orejas, senos y testículos, arrancados a la indiada inerme, en pena de no haber extraído todo el caucho de la tarea que les imponían los patronos”.
Esa misiva muestra que los abusos en las caucherías eran conocidos fuera de Colombia. Y no solo gracias a Rivera, sino también por las denuncias de Roger Casement, el por entonces cónsul británico en Río de Janeiro, quien expuso en Europa los horrores de la esclavitud en el Congo y después, a principios de siglo XX, señalaba los espantos con que los ingleses de la Peruvian Amazon Company ―el nombre británico de la Casa Arana― hacían engordar sus fortunas. Rivera mencionó a Casement en su escrito a Ford: “En el informe que Sir Roger Casement rindió a la Cámara de los Comunes estampó esta verdad inconclusa: ‘Entre los dueños de caucherías del Putumayo no se considera el asesinato como crimen”.
El recuerdo de Casement también se pasea esta tarde por La Chorrera. Una delegación encabezada por la embajadora de Irlanda en Colombia, Fiona Nic Dhonnacha, participa en la conmemoración. La diplomática explica que su antecesor es un héroe nacional en su país, donde trabajó para obtener la independencia, pero que también es recordado por haber denunciado las atrocidades que se cometían en el Putumayo. “La mayor importancia de estas conmemoraciones es el reconocimiento de la resistencia de estas comunidades para vivir y preservar su cultura”, dice. Y comenta lo significativa que considera la presencia del Gobierno: “Es muy importante para reconocer la historia, pero también para mirar al futuro de las comunidades”, añade minutos antes de ser invitada por los indígenas uitotos para participar en un baile.
Después de las presentaciones de las cuatro comunidades, la pista de microfútbol es ocupada por un último grupo, que ha preparado una obra de teatro. En ella se representa la vida de los pobladores de la región antes, durante y después de las caucherías. La directora es María Kuiru, miembro de la coordinación Mujer, Familia y Niñez de la Asociación Zonal Indígena de Cabildos y Autoridades Tradicionales de La Chorrera (Azicatch). Su opinión es tajante: “No hemos sido reparados. Seguimos siendo víctimas en diferentes modos”. Agrega que ahora el problema no son las caucherías, sino el abandono del Estado, reflejado en la carencia de un sistema de salud óptimo y de una educación de calidad. “Todo el mundo habla de que es el pulmón del mundo, pero los que estamos aquí necesitamos también vivir con dignidad”, dice.
―¿Hay algo de hipocresía, en su opinión?
―Sí, exacto. Los discursos sobre la selva, la Amazonía, son bonitos, pero aquí tenemos muchas necesidades.
A sus espaldas está la vieja Casa Arana, que refleja ese abandono. A pesar de ser un bien de interés cultural, sus instalaciones anexas, que datan de cuando fue un orfanatorio, después de las caucherías, están en condiciones precarias. Cuenta que a varios niños se les han caído palos encima, que se entra el agua, que los baños no funcionan. Las aspas de los extractores apenas se mueven cuando los niños se acercan a jugar con ellas. El vicariato de Santa Teresita del Niño Jesús, que debería garantizar el estado óptimo de la infraestructura, no lo ha hecho, dice Kuiru. La Gobernación del Amazonas ha aportado 15 millones de pesos para arreglar los baños. Pero no basta.
Edwin Teteye, rector de la Casa del Conocimiento, dice que La Chorrera parece revivir episodios como los narrados en La Vorágine: “Estamos en un abandono estatal. Queremos tener infraestructura de alta calidad, como tienen quizá muchos colegios en Colombia”. Reconoce que el Gobierno departamental que comenzó en enero ha mostrado voluntad para mejorar las condiciones, pero el problema es grave. Y si la situación es crítica aquí, las escuelas en las comunidades más apartadas están peor. “Queremos ofrecer las garantías para que nuestros estudiantes, que son de sitios muy apartados, tengan la tranquilidad de cursar su año escolar. No podemos iniciar y quizá dos semanas después cerrar porque no hay condiciones”, comenta.
El ministro Correa se muestra consciente de las carencias. En su discurso prometió otorgar becas para que los dos mejores alumnos estudien en la sede de Leticia de la Universidad Nacional, o hacer una petición a Satena, la aerolínea estatal, para que aumente las frecuencias de sus vuelos a La Chorrera. No obstante, cree que la enorme deuda no se limita al Amazonas: “El país es muy poco consciente del horror que hemos vivido, de los cientos de miles de víctimas que tenemos en este país. Son casi nueve millones de víctimas, eso es un país adolorido. Con deudas históricas, con formas de dolor sobre sus cuerpos, sobre sus historias, y eso es lo que no hemos dimensionado”.
En su opinión, el reconocimiento representado en el perdón que acaba de pedir es apenas el principio, pero explica que hacerlo es una manera de decir que en La Chorrera sí pasó algo, tras mucho tiempo de desdén. “En la época decían que eran cosas de La Vorágine, que aquí no habían matado a toda esa gente, que eso eran Rivera y sus ficciones. Ese olvido, esa burla, esa ironía con este país es una deuda histórica brutal, es una cicatriz de un tamaño enorme”, dice. Luego menciona los riesgos que acarrea el olvido estatal: “Eso se tiene que remediar, porque, si no, se va a seguir produciendo violencia”.
Son más de las dos de la tarde en la pista de microfútbol de la Casa del Conocimiento. Los grupos que bailaron y actuaron se retiran. La lluvia viene y va, y cala a quien está expuesto al cielo. El espacio va quedando vacío, llega el silencio y por él se pasea aquella frase de José Eustasio Rivera que, un siglo después, parece negarse a abandonar este lugar: “Es el hombre civilizado el paladín de la destrucción”.
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