Alrededor del 6 de enero

El ataque al Capitolio se ha convertido en una de tantas pruebas de que la realidad no existe o no importa, o de que son pocas las consecuencias de mentir y de hacer daño con mentiras

El ataque al Capitolio, el 6 de enero de 2021, en Washington.LEAH MILLIS (Reuters)

Parece que hubieran pasado varias décadas desde los sucesos del 6 de enero en Washington, y parece al mismo tiempo que hubieran pasado ayer. El ataque al Capitolio de los descerebrados seguidores de Trump, azuzados por el único presidente que ha llamado a desconocer los resultados de unas elecciones, no fue solamente grotesco ni asesino (dejó varios muertos), sino que se ha convertido en una de tantas pruebas de que la realidad no existe o no importa. Leo en alguna parte que en este año la mitad de la humanidad democr...

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Parece que hubieran pasado varias décadas desde los sucesos del 6 de enero en Washington, y parece al mismo tiempo que hubieran pasado ayer. El ataque al Capitolio de los descerebrados seguidores de Trump, azuzados por el único presidente que ha llamado a desconocer los resultados de unas elecciones, no fue solamente grotesco ni asesino (dejó varios muertos), sino que se ha convertido en una de tantas pruebas de que la realidad no existe o no importa. Leo en alguna parte que en este año la mitad de la humanidad democrática o que se cree democrática irá a las urnas para votar por alguien, y ya comienzo a pensar en lo que diremos en enero de 2025: nos preguntaremos cómo pasó lo que pasó, cómo dejamos que las cosas llegaran hasta aquí, qué sembramos para cosechar esto. Y recordaremos los lugares comunes de siempre: que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, que el que no participa en política la sufre, etcétera. Etcétera. Un largo etcétera.

Así es: no soy optimista. No lo soy, en parte, por lo que ha pasado con el 6 de enero. Lo vimos todos por televisión, no filmado por las cámaras de los periodistas sino por las de los mismos descerebrados del rebaño fascista, orgullosos de su participación en los estropicios, o de poner los pies encima del escritorio de una congresista, o de gritar amenazas con tono de adolescentes frente a una puerta cerrada, o de acorralar entre varios a un solo policía. Fue un espectáculo patético de cobardía y matoneo de esos que suelen darse en las multitudes politizadas, o que se sienten politizadas, cuando en ellas hay individuos que nunca se atreverían a lo mismo encontrándose solos. Pero esa ética del matón cobarde es la quintaesencia del trumpismo; o, por decirlo de otro modo, el trumpismo ha inventado un espacio a imagen y semejanza de su líder, que es un cobarde y un matón, y ya se han normalizado los discursos en que Trump se burlaba de un discapacitado, o del aspecto físico de una mujer, o llamaba en un discurso a agredir a alguien.

Lo vimos todos por televisión, sí, y lo seguimos viendo a medida que salían más y más videos hechos por los mismos teléfonos de los insurrectos. ¿Y qué vimos? Un movimiento de resentidos, de falsas víctimas de todo (de las mujeres, de los judíos, de la inmigración latinoamericana, del desplazamiento del hombre blanco), hombres y mujeres inocentes e ignorantes que habían acudido al llamado de un irresponsable. Por supuesto: no me cabe duda de que muchos lo hacían con la convicción genuina de que alguien les estaba robando algo. Lo sé porque he hablado con ellos, en Georgia y en Mississippi y en otras partes, y por eso puedo decir lo que he dicho más arriba: que la realidad no existe o no les importa. Leo en alguna parte que el 46% de los republicanos cree que los hechos del 6 de enero fueron instigados por el FBI, y lo único más espeluznante que eso es la revelación siguiente: el 13% de los demócratas también lo cree. No, la realidad no existe: existe lo que alguien cuente sobre ella. En eso son cómplices los usuarios de las redes sociales, de las plataformas de desinformación, de las cadenas de WhatsApp. Viendo algunas de las versiones de la realidad que allí se generan, uno siente casi compasión por la ingenuidad de los ciudadanos.

O por su insólita credulidad. Qué fácil, qué barato resulta convencerlos de todo, qué pocas son las consecuencias de mentir y de hacer daño con mentiras. Pensaba en estos días en el señor Alex Jones, una de las criaturas más despreciables de la extrema derecha mediática (la competencia es ardua, en Estados Unidos y en todas partes). Jones, como recordarán algunos, fue el inventor de una verdadera campaña de mentiras y calumnias que lanzó al mundo la idea de que la masacre de Sandy Hook no había sucedido en realidad: que era una artimaña de los liberales para sabotear el libre porte de armas. Sandy Hook es la escuela de Connecticut donde un veinteañero, un descerebrado más, asesinó a balazos a veinte niños y seis profesoras; pero después de que Alex Jones mintiera y mintiera y siguiera mintiendo, la extrema derecha adoradora de las armas se instaló en la versión que les convenía. La masacre de Sandy Hook dejó de existir; los padres de los niños muertos fueron perseguidos y acosados por los descerebrados seguidores de Alex Jones. Pero algunos tuvieron el coraje y la paciencia de demandar a Jones, y ganaron.

En 2022, Jones fue condenado a indemnizar con 1.500 millones de dólares a los que había dañado, y fue expulsado de Twitter, una de las plataformas que más le sirvieron en la construcción de su mentira. Pues bien, hace unas semanas Jones recibió un regalo inapreciable de parte de su cómplice perfecto, el millonario infantilizado Elon Musk, que puso en marcha una de sus encuestas para bobos, donde una amplia mayoría de humanos y bots y cuentas ficticias decidió que ya se había castigado lo bastante a Jones. Y le devolvieron la cuenta de Twitter, o como se llame ahora esa cloaca de desinformación y narcisismo; porque Elon Musk, ya se sabe, es un adalid de la libertad de expresión. Jones, memorablemente, se jactó de haber contribuido a la movilización de los insurrectos del 6 de enero, tanto que sus mensajes de Twitter fueron requeridos luego por el comité que investigó la insurrección, y tanto que el comité lo interrogó en su momento. Esto recuerdo también: el día del interrogatorio, Jones alegó que estaba bajo tanto estrés que no podía responder a las preguntas del comité. Y luego se equivocó al deletrear su propio nombre. Deletrear no es lo suyo.

Aunque parezca inverosímil, aunque nos resulte descorazonador, es casi seguro que Donald Trump será el nominado por el partido Republicano para las elecciones de fin de este año. Ya está haciendo campaña, y de una manera novedosa en la democracia norteamericana: desde los juzgados. Cada vez que acude a un juzgado para defenderse por uno de los múltiples delitos que (se dice) ha cometido, su ejército de incautos llena sus cuentas bancarias de donaciones. Casi me conmueven. Los jueces ya han dicho que Trump es un agresor sexual (no hacía falta: lo había dicho él mismo en un bus) y le han formulado cuatro acusaciones penales; pero lo que me interesa ahora mismo son los 30 estados donde se está considerando la prohibición de que sea candidato. El argumento es una enmienda de la Constitución que impide la elección de quien haya participado previamente en insurrecciones. Dos estados, Colorado y Maine, ya han fallado en ese sentido; muchos otros lo han hecho en sentido contrario. Quedará el asunto en manos de la Corte Suprema.

Mientras tanto, las campañas siguen su curso, y su suerte no se juega en los juzgados: se juega en el relato público. Y dentro de un año, cuando todo ―las elecciones, los juicios, la amargura, la desinformación― haya pasado, seguiremos probablemente preguntándonos qué pasó el 6 de enero. Tal vez los votantes vayan a elegir esta vez entre dos palabras: la campaña de Trump llama a los participantes “patriotas”; la de Biden los llama “terroristas”.

Se elegirá entre dos versiones de un día pasado, un día que ―como le suele ocurrir al pasado― ya no existe. Nada más aterrador.

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