Pablo Escobar, entre el mito y la vergüenza
Colombia se pregunta qué hacer con el recuerdo del narcotraficante y terrorista más universal 30 años después de su muerte
Dos lucecitas iluminan el umbral de la habitación. Sobre la mesa, una figura de cerámica del Santo Niño de Atocha, y arriba, colgado en la pared blanca, un retrato envuelto en un marco dorado de Pablo Escobar, con su bigote y su peinado en tirabuzones. El altar en honor al narcotraficante lleva más de 20 años levantado en esta casa, donde se le venera como a ...
Dos lucecitas iluminan el umbral de la habitación. Sobre la mesa, una figura de cerámica del Santo Niño de Atocha, y arriba, colgado en la pared blanca, un retrato envuelto en un marco dorado de Pablo Escobar, con su bigote y su peinado en tirabuzones. El altar en honor al narcotraficante lleva más de 20 años levantado en esta casa, donde se le venera como a un Dios pagano. “Le pido cada día al Señor que vele por su alma, que le haga descansar en paz”, dice la dueña, María Eugenia Castaño, que cuando limpia alrededor, como en un acto reflejo, hinca la rodilla ante la imagen. “No soy nadie para juzgarlo, que sea el de ahí arriba el que lo haga”, añade santiguándose.
Estas casas pequeñas y en hilera, encaramadas en una loma cruzada por cables, fueron construidas por Escobar en los años ochenta, cuando era el hombre más rico del mundo. Aquí realojó a las familias pobres que vivían en un vertedero sobre el que revoloteaban aves carroñeras. El barrio lleva su nombre y pasó desapercibido durante mucho tiempo, pero la fama universal que ha alcanzado el bandido colombiano lo ha convertido en un lugar de peregrinación para los turistas extranjeros que visitan Medellín. El fenómeno produce curiosidad y espanto a partes iguales. Treinta años después de su muerte, que se cumplen este sábado, Colombia se pregunta qué hacer con el recuerdo incómodo del narcotraficante, que ha regresado de entre los muertos convertido en icono pop.
Escobar inundó Estados Unidos de cocaína entre los años setenta y ochenta. En una de sus haciendas, que llamó Nápoles, creó un zoo privado con rinocerontes, jirafas, hipopótamos, cebras y canguros. Al atardecer le gustaba presenciar a las aves blancas que trajo de África posarse sobre las ramas de los árboles para dormir, como las había entrenado. En ese momento lideraba, junto a otros socios, lo que se conoce como el cartel de Medellín. Sobresalió del resto de narcotraficantes por su crueldad extrema: mataba amigos, enemigos, jueces, ministros, candidatos presidenciales; derribó un avión y puso una bomba en el club social más distinguido de Bogotá. Su poder y su sentido interiorizado de grandeza era tal que creía que podía ser presidente de la República. Llegó a congresista y fue su propio partido el que lo expulsó cuando se supo que en realidad era un capo de la droga.
“Pensaba y actuaba como un político. Tenía la convicción profunda de que, por más dinero que tengas, si no tienes poder político, no tienes poder real. Entendió que su imperio era de papel si no era aceptado por los demás”, reflexiona Marta Ruiz, periodista y miembro de la Comisión de la Verdad. Ella cree que hay que dejar de indignarse por su figura y “tratar de entenderlo”. Pablo está vivo porque tiene mucho que decir de la sociedad colombiana de entonces: “Logró lo que muchos de mi generación querían: ser ricos”.
Está enterrado en un bello cementerio de tumbas a ras de suelo, los Jardines de Montesacro. En su sepultura descansa con sus padres y con el último sicario que le acompañaba cuando lo mataron, El Limón. La madre en el centro, a la derecha el padre y, a la izquierda, Escobar. Para el trigésimo aniversario, sus hermanos han decorado el lugar con un arco de flores blancas y un tapete a los lados. En el centro, un corazón en acrílico negro con rosas rojas. Un trozo de mármol de la hacienda Nápoles está incrustado sobre el cemento, recién pintado de negro.
En un día entre semana, los turistas se acercan a la tumba, la observan unos minutos y siguen su camino. Son los narcotours que ofrecen los guías locales.
Elvis, de Puerto Rico, con una camiseta de los Miami Heat, le saca fotos con su móvil.
—¿Por qué has venido hasta aquí?
—Me parece un personaje brutal. Me vi la serie de Netflix y qué sé yo, me dio curiosidad— dice Elvis.
Nico viene desde Canadá con un grupo de amigos rubicundos.
—He was a piece of shit, killed a lot of people— [Era un pedazo de mierda, mató a mucha gente...] afirma con desprecio.
Federico trabaja de nueve de la mañana a una de la tarde al pie de la tumba relatando la vida de Escobar a cambio de una propina. Su amigo Gilberto lo hace de una a seis. “Todo esto se ha disparado después de la pandemia y por la serie de Netflix. He visto gente que se arrodilla y todo. Gracias a esto viene tanta gente a Medellín”, sonríe Federico.
Alfonso Buitrago, autor del libro El Chino. El fotógrafo personal de Pablo Escobar, una crónica deliciosa sobre el retratista de cámara del narcotraficante, cree que no hay que huirle al mito, no asustarse con su fantasma. En su opinión, lo importante se encuentra en otro lugar: “Necesitamos explorar mucho más el contexto en el que Escobar se convirtió en un capítulo particular de la guerra contra las drogas. Un error común es pensar que Escobar es un producto colombiano. Las producciones internacionales nos han querido mostrar que el narcotráfico es una particularidad local y eso ha marcado la identidad de Colombia. En realidad se trata de un fenómeno global muy violento”.
En el barrio de Escobar, se ve a la legua que Damian es turista. Camiseta, pantalones cortos y sandalias con calcetines. Está haciendo un tour que una agencia polaca promociona como “KOLUMBIA - ŚLADAMI ESCOBARA”, a razón de 7.390 dólares por 14 días recorriendo Colombia. “Viajas por todo el país, pero le ponen el nombre de Escobar para atraer más clientes”, explica Damian. Detrás de él, en la pared que marca la entrada al barrio, hay un mural con su rostro. Dice: “Bienvenidos, aquí se respira paz”. En una barbería cercana venden gorras, llaveros, imanes para el frigorífico. Su recuerdo se ha convertido en una industria.
Omar Rincón, periodista, académico y ensayista especializado en cultura y entretenimiento, sostiene que este es un fenómeno difícil de explicar: “El tipo era feo, nada cool y, según todos los registros, es lo peor que le ha pasado a Colombia. Pero era un héroe popular, significó la entrada al capitalismo puro y duro de la clase pobre, que de repente tenía plata. Se ha convertido en un popstar, tristemente es nuestro Che Guevara”. Para que esto haya ocurrido le da mucha importancia a la televisión: “Escobar estaba olvidado, pero El Patrón del Mal (la serie colombiana), que se supone que estaba hecha para educar a las juventudes en la maldad de Pablo, lo convirtió en un ser adorable, querible, entrañable. Después la versión de Netflix, Narcos, lo revive como un tipo guapo y espectacular en la cama”.
Cuando viaja al extranjero, Rincón se descubre a veces presentándose como alguien venido de la tierra de Escobar. Su tesis es que, con la llegada del siglo XXI, se ha establecido una cultura del éxito que hay que exhibir, como hacen los reguetoneros, los influencers, los futbolistas. “Todo el mundo devino en estilo narco”, continúa. “Cristiano Ronaldo tiene actitudes de narco, Trump también”. En ese contexto se enmarca el ascenso imparable del fantasma de Escobar.
La hermana menor de Pablo —eran siete, él era el tercero— lleva 30 años cuidando la tumba, no dejándola decaer. Si la vida le diera la oportunidad de escogerlo de nuevo como hermano, lo haría. “Sin dudarlo”, dice Luz María Escobar, de 68 años, una mujer con el pelo corto tintado de rubio. Pudo ser un mujeriego, pero era un excelente padre, lo disculpa. “Nos ha dejado una lección de vida muy grande: hay que decirle que no al narcotráfico, un no a las armas, un no a la violencia y un sí a la vida, la reconciliación y el amor”. ¿Pero cómo pudo enseñar eso si hizo todo lo contrario? “Porque él no perdonó nunca y por eso hubo muchas víctimas”. Ella ha tenido tres hijos a los que al principio ocultó quién era su tío, pero, llegado el momento, cuando los niños empezaron a escuchar historias en el colegio, le tocó contarles la cruda verdad. Había algo que la atormentaba: “Me daba miedo que alguno de ellos saliera como Pablo”.
A estas alturas, ¿qué hacer con el legado siniestro de Pablo Escobar? La sociedad colombiana, traumatizada por el terror que impuso en los ochenta, ahora se muestra estupefacta al ver su cara estampada en camisetas. No resulta sencillo vivir con esa contradicción. Escobar, el asesino sin escrúpulos, se ha levantado de la tumba para no dejar a nadie en paz.
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