¿Pesa la paz tanto como el plomo?

La paz cuesta y tarda. Por eso su fragilidad sucumbe ante el poder del populismo y la guerra

El mandatario colombiano Gustavo Petro, durante una declaración al finalizar el consejo de seguridad hoy, en Popayán (Colombia).Presidencia de Colombia (EFE)

La guerra es terrible. Diríase, con algo de idealismo vacuo, que toda guerra es terrible. Necesarias algunas, como las de independencia en aras de alcanzar la libertad, pero, a fin de cuentas, generosas en sangre y dolor. Ese no es el problema. Lo realmente preocupante es descubrir que la paz sea terrible.

Tarde o temprano la guerra termina y siempre hay algo que uno puede señalar como punto final: una rendición, un tratado, un armisticio o ...

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La guerra es terrible. Diríase, con algo de idealismo vacuo, que toda guerra es terrible. Necesarias algunas, como las de independencia en aras de alcanzar la libertad, pero, a fin de cuentas, generosas en sangre y dolor. Ese no es el problema. Lo realmente preocupante es descubrir que la paz sea terrible.

Tarde o temprano la guerra termina y siempre hay algo que uno puede señalar como punto final: una rendición, un tratado, un armisticio o una batalla sanguinaria. Algo. La paz, como sabemos los colombianos, tiene unas dinámicas diferentes. La paz se alcanza solo para continuar la guerra. Porque en ocasiones la paz es engañosa, traicionera, resbalosa.

No quiere eso decir que la paz, por frágil que sea, no tenga sus cosas buenas, aun en un país donde debería representársela con una paloma desplumada. Bastaría una paloma común y corriente, porque cualquier paloma está en posibilidad de hacernos partícipes de la criptococosis, la salmonelosis o la clamidiosis. Las palomas son ratas aladas y a la paz la acosan muchas ratas.

Con la paz se desarman unos cuantos miles de delincuentes, aunque siempre habrá alguien en la fila para ocupar sus plazas. Con la paz logramos que algunos de ellos se conviertan en congresistas eunucos, privados de llegar al éxtasis político en las urnas. Con la paz conseguimos que reine el eufemismo de los criminales que comienzan a germinar en los nuevos espacios con otros nombres. Con la paz, en fin, la vida es más sabrosa. O parece serlo.

Parte del problema es que tenemos la idea engañosa de que el uso de la fuerza legítima del Estado es una forma de guerra. Camino por el cual llegamos a elaboraciones peligrosas. Creer, por ejemplo, que el ejercicio de la autoridad es una forma de violencia. Y es ahí cuando empezamos a pensar que los uniformes son iguales. Todas las balas matan; pero las muertes no son iguales.

El pacifismo no puede emparentarse con la necedad. No hay paz sin justicia social, salud al alcance de la gente, educación universal, mínimos vitales para la dignidad y erradicación de los corruptos. Pero quienes creen que la llegada a tal estadio ideal se hace asesinando y secuestrando, practican, sin saberlo, el seppuku.

La paz, además, no puede quedarse flotando en la tropósfera de las ideas. Tan inasible es por cuestiones de su colosal dimensión, que debemos conquistarla, como en las grandes carreras ciclísticas que tanto nos emocionan, por etapas.

He ahí un punto de convergencia entre la guerra y la paz, porque de la misma manera en que los célebres guerreros de la historia sucumbieron al abrir muchos frentes al mismo tiempo, los buscadores de la paz fracasan al querer consolidarla entera y al mismo tiempo.

La paz es una empresa de metas y, según sugieren los expertos en este campo, hay que mantener el enfoque preciso, promover desarrollos graduales, establecer prioridades y, sin sacrificar la capacidad de soñar, centrarse en objetivos realistas.

La paz, en suma, suele perder la guerra contra el populismo.

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Retaguardia. Las guerras sin sangre son sumamente efectivas cuando alguien las propicia para que las libren, entre sí, sus contradictores. Los peces gordos, que han logrado su peso después de años de aprendizaje, también pueden morder el anzuelo.

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