Laura Sarabia, a diez pasos del presidente Petro: “Me subestiman”
La jefa de gabinete del presidente colombiano, Gustavo Petro, ha adquirido a sus 29 años un protagonismo inesperado del que algunos recelan
En la entrada del despacho presidencial hay un letrero que dice que nadie, absolutamente nadie, puede entrar sin ser anunciado. A diez pasos de distancia, desde su oficina, con unas cuatro horas de sueño al día y toda una infancia en un complejo militar, Laura Sarabia es la única que tiene permiso para no llamar a la puerta. El presidente Petro se lo permite porque es la persona en la que más confía. A los veintinueve años, es su jefa de gabinete, un puesto al que ha llegado con una puntualidad inesperada.
El hombre que la eligió como su mano derecha camina despelucado y con pinta de de...
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En la entrada del despacho presidencial hay un letrero que dice que nadie, absolutamente nadie, puede entrar sin ser anunciado. A diez pasos de distancia, desde su oficina, con unas cuatro horas de sueño al día y toda una infancia en un complejo militar, Laura Sarabia es la única que tiene permiso para no llamar a la puerta. El presidente Petro se lo permite porque es la persona en la que más confía. A los veintinueve años, es su jefa de gabinete, un puesto al que ha llegado con una puntualidad inesperada.
El hombre que la eligió como su mano derecha camina despelucado y con pinta de despistado por la Casa de Nariño, la residencia presidencial. Ella, por decirlo de alguna manera, lo estructura a él. Su edad ha provocado que a muchos se les mueva el peluquín. Nueve meses de Gobierno han bastado para que se esparza de boca en boca que Sarabia influye más que nadie en el presidente. Forbes la ha elegido entre las 100 mujeres más poderosas de Colombia. Si fuera un ranking, ella aparecería en el primer puesto.
Tiene el don de la ubicuidad, en todas partes al mismo tiempo. Le organiza las horas a alguien que no tiene mucha noción del reloj y se encarga de sus discursos, de organizar su seguridad y de negociar en su nombre en la Casa Blanca. Vigila que los ministros cumplan lo que les exige Petro. Los telefonea cuando los van a nombrar y también cuando los van a despedir. Solo hay que fijarse un poco al observar a Petro en público. A su lado siempre está la figura de una mujer menuda, de media melena y cara angulosa. Laura Sarabia.
En su despacho cuelga un cuadro del pintor Barrera, que en su momento fue el favorito de Álvaro Uribe. A la izquierda, uno abstracto de Ómar Rayo. Al fondo, el escritorio inutilizado porque desde ahí no logra ver el despacho del presidente y, a la derecha, un sofá gastado. La distribución es lo de menos para Laura Sarabia, que viste esta tarde una sobria blusa beige que contrasta con unos tacones verdes.
—De vez en cuando muevo todo en el despacho, todo. Lo cambio por completo.
—Semanalmente— apunta uno de sus colaboradores.
—No sea mentiroso— se ríe ella—. No creo en el Feng Shui, pero sí en cerrar ciclos, aunque sean breves.
Hija de una funcionaria y de un militar, la mayor de tres hermanos, se crio en los edificios brutalistas reservados para las familias de los uniformados. Sacó matrícula de honor en un colegio de formación castrense donde los niños se graduaban con una tarjeta militar, no las niñas. Fue alumna destacada en la universidad, también militar, donde estudió Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Después hizo una pasantía de un año en el Ministerio de Defensa. Su carrera pintaba verde olivo. Nadie dudaba que era una cerebrito, solo tenía 21 años. Sin embargo, le sobrevino una crisis profunda, la primera de su vida.
El mundo se le volvió oscuro. No se quedó trabajando en el Ministerio; no había sitio para ella. Los almuerzos de los domingos se convirtieron en una tortura porque su abuela y sus tíos le decían que había estudiado la carrera equivocada, una que no tenía salidas. Seguía viviendo en casa de sus padres a una edad en la que mucha gente se ha independizado con un novio y un perro. Mandó su currículum a todos los lugares que se le ocurrió, pero nadie la llamaba. Quiso ingresar en la Fuerza Aérea como administrativa y para eso tenía que superar un examen. Estudió muchas horas y se entrenó a fondo para superar las pruebas físicas. Pero el día de las notas sufrió un mazazo: No apta. Pensó que esta era su última oportunidad de tener un trabajo serio. Como no tenía nada mejor que hacer, se quedó un año entero cuidando a su hermano recién nacido, al que le lleva más de 20 años. Era una de las babysitter más cualificadas del planeta.
Le llegó entonces, por medio de unos amigos, una invitación para ser voluntaria en la U, el partido que en ese momento estaba en el Gobierno, el del pulcro Juan Manuel Santos. Entró en el centro de pensamiento de la formación política, que en ese tiempo se dedicaba a tiempo completo a la negociación de la paz con las FARC. No cobraba ni un peso. Solo iba por las tardes, pero se ganó fama de seria y comprometida. Por eso cuando el senador Armando Benedetti, un hombre flaco, explosivo y sentimental que había sido presidente del Congreso y presidente de la U, necesitó de alguien que lo ayudara, la recomendaron a ella. Sarabia aceptó de inmediato, sin saber todavía que eso iba a cambiarle la vida.
Desde ese momento fue su secretaria privada y descubrió una vocación que no conocía: reconducir vidas ajenas. Controlaba absolutamente toda la vida de Benedetti, uno de los políticos más conocidos del país. Visto con el tiempo, aquello le sirvió de preparación. “Con él aprendí todo. Es un zorro político, una persona compleja. Aprendí a tener cuero”, recuerda Sarabia. Juntos recorrieron el país de punta a punta, empezaron a andar 24/7. Compitieron en una elección al Senado en las que Benedetti resultó elegido. Mezclar a dos almas tan distintas tuvo éxito.
Con el tiempo, Benedetti tuvo un arrebato de clarividencia. Llamó a Sarabia para decirle que iban a dejarlo todo y se iban a dedicar a apoyar en su camino a la presidencia a Petro, un hombre melancólico que de joven había sido un guerrillero miope y enclenque. Más que un guerrero, parecía un filósofo. Era octubre de 2020, ni siquiera había empezado la campaña. El ahora presidente hacía una oposición de baja intensidad, a la espera de su momento. Benedetti tuvo la intuición de que era el momento de Petro, que el destino pasaba por sus manos. Apoyarle significó que le expulsaran de su partido. A Benedetti le dio absolutamente igual. Su único propósito en la vida, de ahí en adelante, era guiar a Petro como un perro lazarillo.
Así es como esta historia de dos se convierte en una de tres. Sarabia, Benedetti y Petro. Los tres subidos a bordo del Super King Air 300 aterrizando en todos los aeropuertos minúsculos de este país. Los tres en camionetas que cruzan los páramos. Los tres, de noche, abatidos, preparando los eventos del día siguiente. Los tres en mítines llenos de gente, asustados porque alguien quisiera a matar a Petro. Los tres en costa, sierra y selva.
En uno de sus viajes en el avión de campaña ocurrió algo que ahora, con la luz del presente, adquiere otro significado. Los senadores Roy Barreras, Alexánder López y Benedetti hablaban de un hipotético Gobierno de izquierdas. Lo veían cerca, estaba ahí, a la mano. “La única que tiene el puesto asegurado”, reflexionó Petro, “es Laura”, añadió. Nadie le tomó en serio, ni la propia Sarabia.
Un día descubrió, con sorpresa, que estaba embarazada. No había sido planeado. Pero nada cambió, siguió con el mismo ritmo. A partir del séptimo mes, Petro comenzó a vaticinar con poco atino cuándo iba a nacer. “Creo que hoy”, anunciaba cada día. Una tarde, le preguntó a Sarabia cómo se iba a llamar el niño. “Federico”, le dijo. Era un nombre bonito, pero el problema es que Petro andaba enfrascado esos días con uno de sus rivales, un exalcalde de derechas embutido en trajes estrechos y repeinado hacia atrás al que sus padres bautizaron así.
—Laura, imposible que le pongas ese nombre— sentenció Petro.
—Entonces, ¿cuál?
—A mí me gusta Alejandro.
Y Alejandro se llamó.
Por recomendación de los médicos, Sarabia dejó de volar a partir del octavo mes de embarazo. Despedía a Benedetti y a Petro a pie de pista por la mañana y los recibía de noche para explicarles el plan del día siguiente (”como niños chiquitos”). Que ella no viajara no significaba que fuera ciega. Mandó a Andrés, su esposo, a todos los viajes. Era sus ojos. Él le contaba lo que ocurría por WhatsApp y ella le respondía con lo que tenía que hacer. Había infiltrado una sombra de ella misma: “Tenía que mandar a alguien que hiciera el trabajo que yo hacía”.
—¿El presidente tiene horarios?
—No, no los tiene. Digamos que tiene sus prioridades.
—¿No madruga?
—No te voy a decir que es el hombre más madrugador, que a las cuatro está despierto. Pero en la noche siempre está lúcido mientras que el resto nos estamos muriendo de cansancio.
—¿Cómo llevas el uso que hace de su cuenta de Twitter?
—Ahí vamos.
—¿Por qué es tan impuntual?
—Se toma mucho tiempo para hablar con la gente. Es muy difícil cortarle. No existen las entrevistas de 10 minutos con el presidente. Eso le pasa con el general, con el ministro, con cualquier persona. Vas sumando el tiempo que invierte en cada una de esas personas y al final vas tarde. Yo soy puntual y madrugadora. Pero empiezo a entender las dinámicas del presidente, puedo ver cómo le dedica tiempo a la gente. Lo más valioso que se le puede dar a alguien es el tiempo. En él lo veo real.
La semana antes de las elecciones, Sarabia ingresó en el hospital. Por estrés no podía controlar el azúcar y sufrió diabetes. El líquido amniótico disminuyó. “No paré ni un solo día”, dice. Con el batín del hospital, con un catéter intravenoso conectado, evitando las miradas de las enfermeras, llamaba a todo el mundo. Su familia y los médicos le aconsejaban reposo, pero ella no soltó el móvil ni un segundo.
Petro ganó las elecciones el 19 de junio frente a un extravagante empresario de piel anaranjada que hizo una semana de final de campaña tan desastrosa que mucha gente cree que fue a propósito, que a sus 78 años no tenía ningunas ganas de gobernar un país. Ella siguió el día de la votación en un espacioso apartamento de grandes ventanales que Petro tenía en el norte de Bogotá. Siguió el recuento con su familia en el salón, con el corazón acelerado. Él se encerró solo en su cuarto y se enteró que había ganado por los gritos. Laura fue de las primeras en entrar en su habitación: “Felicidades, presidente. Se lo merece”.
Pensaba que era de las últimas palabras que le diría a Petro en mucho tiempo. Los presidentes se suelen elevar hasta un lugar inalcanzable para el resto. Ocho días después, el 27 de junio, dio a luz. Benedetti fue nombrado embajador en Venezuela y ella pensó que tendría que irse a vivir a Caracas. Pero una tarde, Petro la llamó para felicitarla por el bebé. Aprovechó para decirle que se tomara el tiempo de baja y que al volver fuese su jefa de gabinete. No lo propuso, ni lo ofreció, sencillamente lo ordenó. “Presidente, un honor estar a su lado”, fue todo lo que ella respondió.
Ejerció desde el primer momento. El bebé en una mano y el teléfono en la otra. Llamó a quienes iban a ser los ministros. Se preocupó por el traspaso de carteras y se sentó con los partidos que podían ser aliados en el Congreso. “Me da un poco de ira cuando me dicen que soy cuota de Benedetti. No lo soy. Petro lo hizo todo directo conmigo. Estoy aquí porque él lo quiso. Uno no negocia ni tranza el puesto más cercano al presidente”, explica, en el momento en que empieza a hacerse de noche en la Casa de Nariño.
—¿Cómo es su día a día?
—Me levanto a las cuatro de la mañana. Voy al gimnasio o salgo a correr hasta las seis. Más tarde sería imposible porque tendría llamadas y mensajes que responder. Cuando vuelvo, mi hijo se ha despertado y comparto un rato con él. Después empiezo a recibir los informes de seguridad, hablo con los ministros, y hago monitoreo de medios. Llamo a Petro y le digo lo que ha pasado. Me vengo a Palacio sobre las 7 o 7.30. Me voy de noche, cuando él se va.
Una madrugada que nunca se le va a olvidar fue cuando la despertó una llamada de Francia Márquez, la vicepresidenta. Márquez había sido contactada por el alcalde de Buenos Aires, un pueblo del Cauca, para informarle de que había un combate en los alrededores, aunque todavía no se sabía muy bien lo que había ocurrido. Sarabia se comunicó con el ministro de Defensa y se enteró de que unos soldados habían sido emboscados por las disidencias de las FARC. A las seis llamó al presidente y decidieron que Petro viajara al lugar del ataque. Viajaron hasta allí en helicóptero y el piloto tuvo muchos problemas al aterrizar sobre una pendiente. Sarabia bajó con el helicóptero en marcha y fue entonces cuando vio a sus pies seis bolsas funerarias con seis cadáveres dentro.
—¿Ha sentido machismo o edadismo en este tiempo?
—A mí me dan los dos. Uno, soy mujer. Dos, soy joven. Y tres, no tengo el bagaje político que puede tener mucha gente del Gobierno (se lleva 50 años con algunos). Que venga yo a dar órdenes o articular ciertas cosas produce resistencias. Que yo tenga este puesto fue una sorpresa para todo el mundo, de la derecha a la izquierda. Mucha gente no lo entiende. A cuento de qué tengo yo tanto poder, dicen muchos. Me dicen Laurita, muchachita. Siento que lo hacen con desprecio, para minimizar. ‘Ven, te cuento’, me dicen. Es una forma de decirte tú no sabes, yo si sé. Creo que mucha gente me subestima.
Se calla un momento porque en televisión van a pasar un mensaje a la nación del presidente. Por supuesto, ella estaba presente cuando se ha grabado, hace tan solo unas horas, y conocía de sobra lo que iba a leer en el teleprónter, pero quiere ver el resultado. Petro aparece en un atril delante de una bandera de Colombia y unas flores rojas y amarillas. Sarabia no está del todo satisfecha con la puesta en escena:
—La luz se le refleja en las gafas.
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