Vuelapluma de Hans Magnus
El escritor y periodista Mario Jursich recuerda una visita a Bogotá del gran intelectual alemán, recién fallecido a los 93 años
—Amigos míos, ¿en Colombia sólo existen periódicos conservadores?
Enzensberger no esperó a que el director del Goethe Institut lo presentara al público y lanzó la primera pregunta, más incrédulo que desafiante. De inmediato supimos que no sería una rueda de prensa rutinaria.
Blandió ante nuestros ojos El Tiempo y El Espectador y acto seguido nos dijo que esa mañana, mientras desayunaba, el maître del hotel había intentado convencerlo de que esos eran los diarios más progresistas del país.
—Sim...
—Amigos míos, ¿en Colombia sólo existen periódicos conservadores?
Enzensberger no esperó a que el director del Goethe Institut lo presentara al público y lanzó la primera pregunta, más incrédulo que desafiante. De inmediato supimos que no sería una rueda de prensa rutinaria.
Blandió ante nuestros ojos El Tiempo y El Espectador y acto seguido nos dijo que esa mañana, mientras desayunaba, el maître del hotel había intentado convencerlo de que esos eran los diarios más progresistas del país.
—Simplemente, no lo puedo creer. ¿De verdad que los medios más reaccionarios de Alemania son más progresistas que los liberales de ustedes?
El gran escritor alemán estaba en Bogotá invitado por el Festival de Poesía de Medellín, pero parecía poco dispuesto a ser un tertuliano complaciente. En la siguiente hora pintó, con ácido muriático y muchísimo sentido del humor, un vidrioso retrato de la Revolución Cubana. Pronosticó que Fidel Castro moriría siendo el dictador que ya era en los años setenta y que por su soberbia de meterse en todo, de opinar sobre todo, de controlarlo todo, se convertiría en el peso muerto de la isla que quiso poner a navegar. También desengañó a un periodista que le preguntó que cuál sería, en su opinión, la solución a nuestros males.
—Llevo cuarenta y ocho horas en Bogotá. ¿Le parece que tengo autoridad para recomendarles algo a los colombianos? Nadie, ningún asesor extranjero, ningún burócrata de la ONU, ningún intelectual iluminado, puede ofrecer respuestas a los problemas de Colombia. Las respuestas sólo las pueden encontrar entre ustedes. En eso consiste la mayoría de edad.
Por supuesto, no todo fue política. Nos contó que le gustaban los árboles de la sabana, en particular los encenillos; manifestó su asombro porque el librero Hans Ungar tuviera en su casa del barrio Rosales la colección completa de Die Andere Bibliothek y celebró, como tantas veces en su vida, a fray Bartolomé de las Casas y al barón de Humboldt.
(Die Andere Bibliothek —La Otra Biblioteca— es una colección de libros de bibliófilo que empezó a salir en 1985 y finalizó en 2004. Enzensberger, y su diseñador, Franz Greno, la concibieron bajo la premisa de que “el lujo no es un crimen”. Cada mes lanzaban al mercado un título impreso en tipografía móvil de plomo, en papel exento de acidez, encuadernado en cuero y numerado individualmente. Contra lo esperado, el proyecto tuvo tanto exito que les permitió a Enzensberger comprarse un departamento en Múnich).
En ese año de 1999, fecha de la segunda visita de Enzensberger a Colombia, yo ya había leído muchos de sus libros y seguí haciéndolo hasta el año antepasado, cuando apareció Desorden, todavía no traducido al español pero sí al inglés. Es difícil sintetizarle a un neófito la literatura de Enzensberger, porque el escritor alemán deambuló entre una multitud de formatos: desde la poesía, el cuento y la novela hasta el aforismo, la divulgación matemática, el guion radiofónico y el libreto de ópera. Buena parte de ese material es un portento de inteligencia e ironía, pero si se tratara de resaltar el título más emblemático, el que mejor pinta a Enzensberger, el que nos permite formarnos una idea más nítida de su aguda forma de ver el mundo, yo me inclinaría por Mis traspiés favoritos, seguidos de un almacén de ideas.
De manera muy típica, Enzensberguer publicó ese libro cuando cumplió ochenta años, una edad en la que a los artistas exitosos les llueven sobre todo premios e incienso. Pero, en vez en regodearse con las cimas alcanzadas a lo largo de su vida, Enzensberger opta en ese extraordinario conjunto de ensayos no sólo por describir las muchas piedras con que se topó en el camino, sino en reflexionar sobre el valor pedagógico del fracaso. El triunfo, nos dice en el prólogo, jamás deja ninguna enseñanza; los fiascos, en cambio, permiten afinar el propio punto de vista y sortear los espejismos y las enfermedades profesionales de la gente creativa (el delirio de grandeza, por ejemplo).
En un contexto cultural marcado a partes iguales por el exitismo y la fracasomanía —sí, Enzensberger tenía muchas en común con Albert O. Hirschman—, esa lúcida observación debería recordarnos que, incluso para quienes como él saborearon las mieles de la Diosa Fortuna, la lista de reveses y frustraciones abarca todos los ámbitos y suele ser, en la casi totalidad de los casos, bastante más abultada que la de los triunfos.
Ya algo de eso había avanzado en la rueda de prensa que nos congregó en 1999. Cuando uno de los asistentes le preguntó que cómo lidiaba con el hecho de ser un autor reconocido, Enzensberger lo interrumpió para decirle:
—Mire, yo agradezco que mis libros se lean. Pero al final lo que cuenta no es nuestra suerte en el mundo, sino que alguien, en quinientos años, encuentre en una librería de segunda el libro que escribimos y se maraville con nuestro inolvidable arte inútil. Para quienes juntamos palabras, eso es lo único que importa.
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