Las batallas políticas del fútbol
Hay que hablar del uso del fútbol para lavar la imagen de un régimen represivo donde rige la sharía
De manera que este domingo comienza otro mundial de fútbol. Para los futboleros, los que dedicamos mucho más tiempo del conveniente a este deporte que es una metáfora de tantas cosas, será una experiencia extraña. Por varias razones. Primera, el mundial tendrá lugar en un país que nunca ha jugado un mundial. El único caso previo es el de Italia en 1934, pero no se puede decir que sea lo mismo: sólo se había jugado un mundial antes, el de Uruguay en 1930, que boicotearon casi todas las selecciones europeas por razones prácticas (Uruguay quedaba demasiado lejos y el viaje era demasiado caro). Y ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
De manera que este domingo comienza otro mundial de fútbol. Para los futboleros, los que dedicamos mucho más tiempo del conveniente a este deporte que es una metáfora de tantas cosas, será una experiencia extraña. Por varias razones. Primera, el mundial tendrá lugar en un país que nunca ha jugado un mundial. El único caso previo es el de Italia en 1934, pero no se puede decir que sea lo mismo: sólo se había jugado un mundial antes, el de Uruguay en 1930, que boicotearon casi todas las selecciones europeas por razones prácticas (Uruguay quedaba demasiado lejos y el viaje era demasiado caro). Y segunda razón: por primera vez en la historia, el mundial tendrá lugar a finales de año. Desde ese remoto 1930 se había jugado en junio y julio, pero eso es impensable ahora, pues en esos meses la temperatura en Qatar puede subir a 50 grados centígrados. Lo saben bien los trabajadores, siempre llegados de otras partes y siempre para trabajar por sueldos risibles en uno de los países más ricos del mundo, pues durante doce veranos infernales se han jugado la vida levantando este decorado inmenso, y algunos la han perdido como consecuencia de esas condiciones inhumanas.
No sabemos cuántas son aquellas víctimas, pero el periódico inglés The Guardian ponía sobre la mesa la cifra espeluznante de seis mil, y eso habrá de darle cierta perspectiva triste a la emoción de (casi todos) los hinchas. Éste no es el único problema con el mundial de Qatar, desde luego. Hay otros, y hay que hablar de ellos: hay que hablar del uso del fútbol para lavar la imagen de un régimen represivo donde rige la sharía, de manera que será necesario suspender el código penal para que los asistentes puedan tomarse una cerveza; un régimen donde las mujeres necesitan la autorización de un hombre para casarse y a veces para trabajar; un régimen donde se persigue y se castiga penalmente la homosexualidad (y esto no es ajeno al mundial: uno de los embajadores del campeonato declaró que la homosexualidad es un “daño en la mente”). Visto todo aquello, no es ilegítimo preguntarnos si el resultado de esta operación descomunal de lavado de imagen no será más bien manchar la del fútbol, que bastante ha sufrido en los últimos años.
Ha sufrido, en parte, por la corrupción que lo cruza y lo ha cruzado durante años en todas sus esferas: la que se sospecha que existe, por ejemplo, detrás de la elección de Qatar como sede de este mundial. En un reportaje sin desperdicio, Natalia Junquera recuerda la votación controvertida que eligió a Qatar por encima de Estados Unidos, Corea y Japón; recuerda que nueve días antes de la votación, en el Elíseo, el presidente francés Nicolas Sarkozy se reunió con el actual emir qatarí, el presidente de la FIFA (Joseph Blatter) y el presidente de la UEFA (Michel Platini). Después de la reunión ocurrieron las siguientes cosas: un fondo del emirato rescató al PSG, Nicolas Sarkozy vendió unos aviones de guerra a Qatar y Qatar fue elegido para organizar el mundial. También pasaron otras cosas: Sarkozy, Blatter y Platini han sido investigados por corrupción. Aunque no por las mismas causas. En otra parte leo que 16 de los 22 miembros del comité ejecutivo de la FIFA, cuyos votos entregaron el mundial a Qatar, también están siendo investigados por corrupción o cargos similares.
Así que vuelvo a lo del lavado o maquillaje. En los medios de lengua inglesa se ha puesto de moda una palabra, sportswashing, para nombrar este concepto: la utilización del deporte para limpiar la imagen pública (no hay otra, por supuesto: en nuestros tiempos, la imagen privada no existe) de una institución cualquiera. Se habla de sportswashing –¿cómo lo traduciríamos? ¿Lavado deportivo? ¿Lavado por medio del deporte?– como si la novedad de la palabra significara la novedad de lo que describe. Y claro, no es así: el deporte lleva décadas sirviendo para lo mismo, y sólo hay que pensar en los juegos olímpicos de 1936, organizados en Berlín, para ver las dimensiones que puede tomar este asunto. Lo de Berlín fue una gigantesca operación de propaganda nazi, y se diseñó hábilmente para distraer a eso que llamamos opinión internacional de las acusaciones que ya comenzaban a susurrarse tímidamente contra el régimen de Hitler; y todos llevamos en la retina el documental de Leni Riefensthal, esa especie de himno a la superioridad de la raza aria, así como recordamos la imagen de los deportistas negros cuya presencia en los podios le daba al nazismo –a su racismo inherente– la respuesta que no dieron las democracias del mundo.
Lo que es cierto de los juegos olímpicos lo es mucho más del fútbol de selecciones, que siempre ha sido una especie de termómetro social, de lugar de concentración de las emociones colectivas, de reflejo distorsionado pero no impreciso del inconsciente de un país. Y por eso no puede sorprender a nadie que haya pasado también por la manipulación y la propaganda, a veces de manera abierta y otras, acaso las más, de manera soterrada. Pero uno puede hablar, por ejemplo, del mundial de 1934, que organizó Italia y ganó su selección (compuesta en buena parte de italianos repatriados de Argentina y Uruguay), y que le sirvió a Mussolini como inapreciable golpe de propaganda para su régimen fascista. O de la dictadura de Videla en Argentina, cuyo papel en el mundial de 1978 seguimos debatiendo los que crecimos con los goles de Kempes y Bertoni. O del pasado mundial en Rusia, que ya nos puso a muchos a preguntarnos hasta dónde puede el mundo del fútbol llevar la complicidad o la ceguera, y que ahora estaremos –imagino yo– leyendo en una clave distinta que hace cuatro años.
Hace apenas unos días, la FIFA mandó a los participantes una carta firmada por su presidente y su secretaria general. Allí les pedía que se “concentren en el fútbol” y “dejen que el fútbol ocupe el escenario”, lo cual, traducido al lenguaje de verdad, quiere decir que no hablen de política: ni de derechos humanos ni de la falta de ellos. Y luego la carta hacía esta petición maravillosa: “No permitan que el fútbol se vea arrastrado a cada batalla política o ideológica que exista”. Ya es demasiado tarde para eso. El fútbol es el más político de los deportes, y el mundial, el más político de los campeonatos de fútbol: para bien y para mal y para todo lo que haya en medio. En un campo de fútbol siempre están pasando muchas cosas más de las que son visibles, y eso puede no ser la razón por la que el fútbol nos gusta, pero sí la razón por la que a veces nos importa. En Qatar pasarán muchas cosas: unas muy visibles y otras menos, algunas iluminadas con luces de colores y otras voluntariamente escondidas. Y es bueno que lo sepamos.
Juan Gabriel Vásquez es escritor.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.