Las víctimas de falsos positivos exigen llegar hasta el final de la línea de mando: “Era el padre de mis hijos, no un guerrillero”
Familiares de asesinados presentaron observaciones ante la JEP sobre las versiones de 100 militares, entre ellos seis generales
El de falsos positivos es uno de los peores eufemismos de Colombia: ejecuciones extrajudiciales de civiles a manos de militares para mostrarlos como bajas en combate. El país tiene fresco en la memoria los casos de los jóvenes de Soacha, ciudad aledaña a Bogotá, que fueron trasladados y asesinados a 600 kilómetros de sus casas, o los de campesinos humildes de Sucre, pero poco se conoce de los asesinatos del Huila, una región ubicada al sur de Colombia, donde las víctimas fueron re...
El de falsos positivos es uno de los peores eufemismos de Colombia: ejecuciones extrajudiciales de civiles a manos de militares para mostrarlos como bajas en combate. El país tiene fresco en la memoria los casos de los jóvenes de Soacha, ciudad aledaña a Bogotá, que fueron trasladados y asesinados a 600 kilómetros de sus casas, o los de campesinos humildes de Sucre, pero poco se conoce de los asesinatos del Huila, una región ubicada al sur de Colombia, donde las víctimas fueron recolectores de café, el lechero de un pueblo y agricultores. Después de los actos de reconciliación en los que militares de diferentes rangos reconocieron haber asesinado a inocentes, hay aún muchas verdades que los familiares de víctimas de falsos positivos esperan de los victimarios. Durante dos días, 96 personas presentaron ante los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) una serie de demandas de verdad a las versiones entregadas por 47 soldados, 33 suboficiales y oficiales, ocho tenientes coroneles, cinco coroneles y seis generales.
Los testimonios son un rosario de sufrimientos y humillaciones a las víctimas. El de la señora Elsa Díaz, esposa de Saúl Ortiz, a quien mataron como ella contó “en el patio de su casa”, estremeció la sala. El 22 de marzo de 2006 se despertaron a las seis de la mañana con sus dos hijos menores de dos ycuatro años. Los mayores no estaban aquel día. “Saúl entró a la cocina y mientras hablábamos disfrutaba de sus niños, los cogió en brazos y bailó con ellos. Minutos más tarde, a las siete se escuchó un disparo en la parte de arriba (de la vereda)”. Como no supieron qué había pasado, siguieron con su vida y Saúl, cuenta la señora Elsa entre lágrimas, se disponía a trabajar con su padre, en la finca frente a su casa.
“Cuando iba saliendo para el trabajo apareció un soldado, lo agarró y cuando él estuvo de frente, le disparó. Salí corriendo y otro soldado me agarró la cabeza para que no mirara lo que estaba ocurriendo. Me dio dos patadas en la parte trasera y me echó a la cocina. Yo sentía que me estaba muriendo en vida cuando llegó un soldado y me tiró a los niños como si fueran basura, arrastraditos me los tiró”, recuerda la señora y estalla en llanto. Por su caso son investigados varios militares del Batallón Magdalena. “Luego fue muy duro que en los medios de comunicación dijeran que habían dado de baja dos guerrilleros en un combate, ¡cuál combate si estábamos nosotros dos y los niños! Era el padre de mis hijos, no un guerrillero”.
Como Elsa, las víctimas que estuvieron en la audiencia repitieron una pregunta que exigen que los militares respondan. ¿por qué los escogieron a ellos si eran campesinos, recolectores de café, ayudantes de construcción, comerciantes o artistas que no tenían ningún tipo de vínculo con grupos ilegales?
De acuerdo con la JEP, que lleva el macrocaso muertes ilegítimamente presentadas en combate por agentes del Estado, con 6.402 víctimas, en Huila se estima un universo de cerca de 130 crímenes perpetrados entre 2005 y 2008, que afectaron a 255 familias. En esta región, afirmó Jairo Acosta, el procurador delegado ante la JEP, los militares mataron civiles bajo dos modalidades: una fue la ubicación de las víctimas en el área de operaciones de los pelotones implicados usando “informantes u orientadores en el terreno”; la segunda fue el uso de frecuentes reclutadores que conducían a las víctimas mediante engaños a los lugares donde eran asesinados. Ubicar a esos civiles, además de conocer la cadena de mando dentro del Ejército es una de las principales demandas de las víctimas.
“Yo quiero que el nombre de mi hijo quede limpio, que esto no le siga sucediendo a nadie. Es doloroso, este hijo era el que veía por nosotros, era nuestra mano derecha para todo”, dijo Dioselino, padre de Dagoberto Charry, quien fue asesinado en un falso retén militar que el mismo calificó como una “emboscada”.
Hasta ahora la JEP ha escuchado 100 versiones de miembros de la fuerza pública que se acogieron al sistema de justicia creado tras el Acuerdo de paz con las FARC. Los militares deben aportad verdad a cambio de penas alternativas, la JEP debe corroborarlas y las víctimas pueden exigir que se vaya más allá, como en este caso. “Nunca pensé que tuviera que estar parada aquí, pero tampoco pensé que nuestro Ejército nos iba a poner en esta situación. Desde cuando era niña les dábamos agua a los soldados y nos pagaron derramando la sangre de nuestros familiares”, dijo María Ortiz, hermana de Ovidio Ortiz, el lechero de la vereda Grandia, de Gigante.
Los familiares de los asesinados en Soacha y del Catatumbo, que ya tuvieron un reconocimiento de parte de algunos militares, han abierto camino exigiendo que se llegue a determinar quién dio la orden, que se llegue a la línea más alta del mando, que se le retiren los ascensos y las condecoraciones que han recibido esos militares. Las de Huila apenas están recorriendo el camino de escucha y contrastación de la información entregada por los militares. Sin embargo, sus exigencias tienen el mismo espíritu.
“Cómo es posible que Felipe Andrés Ramírez Gómez, quien comandó el asesinato de mi hermano, ya vaya en ascenso para coronel”, dijo Mauricio Aguirre Macías, hermano de Juan Carlos Aguirre, a quien desaparecieron después de ofrecerle un trabajo. Cuatro años después, su cuerpo apareció en un cementerio.
Otra de las exigencias es que, debido a todo lo sufrido, los familiares no tengan que prestar el servicio militar, que es obligatorio. La realidad en Colombia es que hasta ahora incluso una víctima del Ejército tiene que trabajar para el Ejército. El hijo mayor de la señora Elsa aún lo padece. “El mayor y el que tenía dos años cuando el Ejército ejecutó a su papá prestaron el servicio militar. El mayor, por falta de estudios y por la necesidad de sueldo fijo, ahora está en el Ejército, es un trabajo duro y tengo miedo de que le pase algo. Siempre les decía que jamás vayan a hacer lo que nos hicieron a nosotros”, afirmó la mujer.
Los relatos de estas víctimas reflejan también el daño emocional y las dificultades que han enfrentado para seguir adelante tras los asesinatos. Muchos se endeudaron para pagar los funerales y los hijos tuvieron que dedicarse a otras labores para solventar las necesidades económicas. “Esta es una oportunidad para que ustedes le cuenten al país lo que pasó en Huila, los daños que esto causó, lo que se necesita para reparar ese daño, lo que esperan de este proceso, de los comparecientes y de la sociedad”, les dijo el magistrado Alejandro Ramelli durante la audiencia.
La investigación de estas ejecuciones extrajudiciales va más allá de los militares. De acuerdo con el procurador Acosta, hubo también encubrimiento de delitos que “incluyó la simulación del combate, la elaboración de informes de patrullaje donde se consignaba información falsa de un supuesto combate, así como la selección y preparación de personal designado para declarar en las investigaciones penales y disciplinarias para ocultar la verdad y desviar la investigación”, dijo. Además, aseguró que se pagaron recompensas “con el fin de dar apariencia de legalidad a los pagos efectuados con dineros del erario a los civiles que participaron en los asesinatos”.
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