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Los hijos que la migración dejó atrás: el difícil rescate de los niños víctimas de la violencia en México

Fabiola Mancilla, fundadora de Pueblos y Comunidades Indígenas Transfronterizos, ha llevado a Estados Unidos a 25 menores separados de sus padres y en situaciones vulnerables

A child immigrant sleeps on the floor in Tapachula, Chiapas in 2021.
Un niño migrante duerme en el suelo, en Tapachula (Estado de Chiapas), en 2021.Nayeli Cruz

Eva Clemente nació en Cuba Libre, un lugar de poco más de 700 habitantes donde “las mujeres no son libres”. No lo digo yo, lo dice Eva, a quien su padre vendió por comida cuando tenía 12 años a otra familia del municipio de Xalpatlahuac, en el Estado mexicano de Guerrero, y quien solo pudo regresar a casa el día en que su padre murió, luego de que se le permitiera asistir a los funerales. Ahora, en el cuarto de su nuevo apartamento en El Bronx, la única foto que cuelga de la pared es la de su padre, un señor mayor, con sombrero y camisa de cuadros, a quien Eva, pese a todo, parece comprender.

“Mi papá quiso encontrarme un lugar para cuando él no estuviera”, dice. “Quiso dejarme en buenas manos, pero no fue así, me dejó en las manos de unas personas que no valen nada. Unas personas que me desgraciaron la vida desde los 12 hasta los 26 años”.

Por eso el día en que su suegra la llamó a Nueva York desde México y le dijo que iba a vender a su hija de 14 años, Eva Clemente planeó la fuga de la niña y la de su hijo de cinco, a quienes había dejado al cuidado de la abuela el día en que se fue a Estados Unidos. En el pueblo Ñuu Savi, el “pueblo de la lluvia”, la familia paterna tiene todas las facultades para decidir qué hacer con sus mujeres. “Yo fui una sirvienta de su casa, yo no fui la nuera”, cuenta.

Diecisiete años después, Eva recordará la sensación cortante del chile de árbol el día en que su padre la vendió. Le dieron a moler un puñado y así la estaban probando, examinado, confirmando que se trataba de una buena mujer para sus hijos. “Es muy difícil de moler el chile de árbol, porque es bien picoso”, cuenta. “Tuve que esconderme para no llorar delante de la señora”.

Nadie vio a Eva llorar a causa del ardor del picante y por tanto se mudó a la casa de la nueva familia. Al tiempo se juntó con uno de los hijos, dos años mayor que ella. Luego salió embarazada. “Pensamos que las cosas iban a ir muy bien, pero no fue así”, dice. “El papá de mi hija vino para los Estados Unidos, me dejó embarazada. Yo lo esperé. Respeté mi relación”.

Su pareja regresó después de nueve años, un tiempo en que había vivido en Nueva York mientras Eva permanecía bajo el mando de la suegra, quien tiraba los calderos al piso si la comida se quemaba, o no le permitía visitar la casa de sus padres. Un día, cuando Eva estaba en la cocina, oyó que su niña lloraba a gritos.

“El papá le estaba pegando con un cable”, recuerda. “Eso no me gustó, yo fui a defender a mi hija. Ella tenía diez años. Yo le quité a mi hija de sus manos, le dije no le pegues, si quieres pégame a mí, pero con ella no te metas. Ahí la abuela llegó y dijo no te metas tú, que ella es su hija. Me di cuenta de que nada iba a funcionar con él”.

Una mañana, su suegra le pidió que preparara tortillas para un viaje. Eva preguntó de qué viaje se trataba. Su suegra le respondió que su hijo se regresaba a Nueva York. Eva estaba embarazada por segunda vez. “Él nunca me dijo o me avisó que se iba, que se marchaba. Me dijo que se iba porque no tenía dinero. Le dije que el dinero va y viene, que aunque comamos tortilla con sal lo importante es la familia, pero él se quería ir, ya no estaba acostumbrado a estar allá. Le dije: está bien, dale”.

Cuando el menor de los hijos de Eva tenía unos dos años, su pareja le exigió que se fuera a Nueva York. Y Eva hizo la misma travesía que han recorrido tantos, después de pasar noches llorando y oír a su hija diciendo “mami, no te vayas, qué será de nosotros, no te vayas”.

Eva llegó en el 2021 a Nueva York, la primera ciudad que visitaba en toda su vida. Llegó a vivir a un apartamento de El Bronx, donde también compartía renta con otra mujer con la que su pareja mantenía una relación. Unas tres veces, en el apartamento, Eva los vio juntos. “Al principio me puse mal, me puse triste, decepcionada. Lloraba. Fue demasiado duro”, confiesa. “Un día le dije hasta aquí llegamos y no le gustó”.

Una noche, cuando su pareja llegó borracho a la casa, la golpeó hasta dejarla inconsciente. Tuvo que dejar de ir una semana al trabajo que tenía como limpiapisos de una familia judía de Brooklyn. “Me marcó demasiado, me hinchó la cara, me dejó los ojos llenos de sangre. Me amenazaba y me decía: si vas con la policía, no vas a volver a ver a tus hijos. ¿Quién no se va a asustar con eso?”

Otro día su pareja la tiró contra una mesa, y cuando Eva dijo basta, él le respondió que se fuera de la casa, que no la quería y le advirtió que nunca volvería a ver a los hijos. Desde México su suegra emprendió una guerra mayor: la llamó prostituta y solo la dejaba hablar por teléfono con sus hijos si mandaba dinero cada semana. Le dijo también que si alguien venía por la niña, “la iba a dar” a quien la pidiera. Eva trabajó todo lo que pudo para llevarse a sus hijos: limpiando pisos de siete de la mañana a doce de la noche, o en un salón donde cobraba muy poco, o como repartidora de comida en la ciudad. Su hija, muy seriamente, le pidió que la ayudara a marcharse.

En algún momento de la conversación, Eva agarra el celular para comprobar si su hijo está bien en el bus que lo recoge en la escuela y lo deja muy cerca del apartamento de El Bronx. Los niños llegaron hace un año, cuando Eva conoció a Fabiola Mancilla, la directora y fundadora de la organización Pueblos y Comunidades Indígenas Transfronterizos (PUCOMIT), un proyecto que desde 2023 ayuda con la reunificación de menores que son víctima de violencia. El pasado año, con la ayuda de la iniciativa Al Otro Lado, lograron acompañar hasta Estados Unidos a 20 menores de entre dos y 17 años con la autorización de sus padres. Hasta septiembre de 2024 han reunido a 25 niños que permanecían en situaciones vulnerables.

“Esto no es un juego”

Fabiola Manclilla asegura que todos los niños beneficiados con su proyecto tienen “una condición especial”. “Hay hijos de defensores que fueron asesinados en Guerrero. Otra cosa que pasa mucho con las comunidades migrantes es que emigran la mamá y el papá. Hay que ver que en comunidades indígenas, a pesar de lo romántico que los académicos lo quieren ver, cuando te casas como mujer eres pertenencia de la familia del esposo. En estos casos los menores se quedan a cargo de la familia del esposo y se ejerce violencia vicaria contra ellos. Los niños se convierten en un objeto de intercambio de dinero, porque tú en Estados Unidos eres el triunfador, y tú me vas a tener que dar dinero para que yo libere a tus hijos”, dice.

Fabiola también ayudó a trasladar desde la montaña de Guerrero a Nueva York a los hijos de Raúl Rivera, un activista y vendedor de flores en Bushwick, quien emigró hace 13 años a Estados Unidos, tras ser víctima de un robo a mano armada mientras trabajaba como taxista en Tlapa. Después del incidente, Rivera asegura que trató “de llevar una vida normal” en su pueblo, pero no fue posible. Recibía constantes amenazas. Luego de un tiempo, su esposa también emprendió la travesía hacia el norte, y sus hijos, de entonces cuatro y siete años, quedaron a cargo de la abuela con la promesa de regresar a buscarlos.

“La meta era poder sacarlos de allá y darles una mejor vida”, dice Rivera. “Pero mi familia se opuso a que trajéramos los niños. Mi madre dijo que cómo pensábamos ponerlos en riesgo de esa manera, que la frontera era peligrosa. Fue un rotundo no. Cuando ella estuvo en vida, fue imposible que los soltara. En parte la entendía”.

Cuando su madre murió, sus hijos ya no tenían a nadie que los cuidara. “Era tanta la desesperación que pensé en regresarme”, dice. Los niños llegaron con la ayuda de PUCOMIT y Al Otro Lado en febrero de 2023 después de que autorizaran a Fabiola para su traslado. “Migración me llamó, me pidieron los datos básicos. Una trabajadora social estuvo asegurándose de que los niños estuvieran bien, si tenían una cama, comida en el refrigerador”, cuenta. “Verlos llegar fue lo mejor que me sucedió en la vida, no lo creía posible. Cuando se dio ya no eran los niños que dejé, pero afortunadamente pude recibirlos todavía con su inocencia de niños. Aunque no tengo suficiente tiempo para jugar con ellos como yo quisiera, me siento tranquilo de llegar por las tardes y saber que están aquí, que están bien”.

También llegaron de manera similar Luz Felipe Narcizo, 24 años, en compañía de su hermano de nueve años, paciente de VIH-SIDA. El niño estuvo tres meses sin recibir los medicamentos de su enfermedad, a pesar de que a su hermana le hicieron firmar documentos que aseguraban que sí los estaba tomando. “La doctora me decía que no llegaban, que era imposible que alcanzara para tantas personas. Eso pasaba muy seguido. El niño se empezó a enfermar, sangraba mucho por la nariz, tenía mucha calentura”.

Tras contactar con Fabiola, Luz y su hermano se entregaron a los agentes de CBP One. Ahora viven con su madre en Nueva York. “Desde que llegamos el niño ya no sangra por la nariz, no tiene fiebre”, dice Luz.

Recientemente el Gobierno de Estados Unidos admitió que desconoce el paradero de más de 32.000 menores de edad, pero el número podría ser mayor, ya que unos 290.000 todavía no tienen cita para acudir a los tribunales. Se ha dicho que parte de esta situación ha sido provocada por el mal trabajo de actualización y seguimiento de los casos del Servicio de Inmigración y Control de Aduana (ICE).

“Yo le explico a las madres, los padres y los niños de lo difícil que es nuestro trabajo y lo cuidadosos que tienen que ser”, explica Fabiola. “Hay casos que piensan que esto es un juego, que es una visa de turismo, y no es así. Lo que se tienen que preguntar los padres es dónde está mejor el niño y si vale la pena hacer este tránsito tan traumático. Los menores en frontera lloran, hay que entregarlos a una persona desconocida, que habla otra lengua. Hay que valorar si eso es mejor que estar en su comunidad. Esto no es un juego”.

“Las mujeres no somos nada en México”

“Fabiola me ayudó demasiado”, dice Eva. Una mañana, cuando sus hijos iban rumbo a la escuela en el poblado de Cuba Libre, la mamá le ordenó a la mayor que agarrara un taxi y se trasladara a la ciudad de Tlapa. Con la ayuda de unas personas que Eva contactó, llegaron al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, abordaron un avión y arribaron a Tijuana, donde permanecieron en un albergue hasta ser entregados unos días después a los agentes de CBP One. Ya para entonces la abuela se había dado cuenta de que algo pasaba y mandó a activar una alerta AMBER. Un abogado llamó a Eva y le preguntó por los niños.

“Le dije que no sabía de qué me estaba hablando”, dice Eva. “Luego, en la tarde, me llamaron y le dije al abogado que yo tenía todo el derecho de tener a mis hijos. Me dijo que si no se los entregaba, antes de las 24 horas iban por mí. Ahí le dije sí, vengan por mí”.

Los hijos de Eva llegaron a Estados Unidos a finales de mayo de 2023, después de permanecer una semana bajo custodia de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR), que tiene un programa para menores no acompañados (UC) desde 2003 y que desde entonces ha brindado atención o encontrado patrocinadores a más de 700.000 menores. En el año fiscal 2023, el programa recibió a 118.938 niños, de ellos el 76% tenían más de 14 años y el 61% eran varones provenientes en mayor medida de Guatemala (42%); Honduras (28%); El Salvador (9%); México (8%) y otros (13%). Hasta septiembre de 2024, unos 6.448 niños permanecen bajo cuidado de las autoridades, según cifras del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS).

Una vez fuera de las instalaciones de ORR, los menores, a quienes se les da en un primer momento un parole, pueden aplicar luego de seis meses al estatus de Inmigrante Juvenil Especial (SIJ), que luego allana el camino hacia la residencia permanente legal.

Cuando Eva tuvo a sus hijos en Nueva York se fijó en lo “flaquito” que estaba el niño, cuántos piojos tenía y que llevaba rota una costilla. “Mis hijos vivieron tantas cosas con la abuela. Cuando llegaron tenían eso en la mente. El niño llegó y decía vámonos, que si no vamos a la casa de la abuela nos va a pegar. Lo agarré y le dije, no, estás conmigo, nadie te va a hacer nada porque estás conmigo. Es por eso que los traje”.

Su hija mayor está asistiendo a terapias. La abuela la vigilaba y tampoco dejaba que visitara a su otra abuela. “Las mujeres no somos nada en México, se sufre mucho”, dice Eva, quien tuvo un bebé hace tres meses con su nueva pareja. “Estoy bien, estoy tranquila, sin nadie que me grite, que me amenace o que me golpee o que diga que haga esto o aquello. Es duro cuando te dan chiquita, tienes a tu bebé con 12 o 13 años. Somos niñas en esa edad. Y son las mismas mujeres quienes te pisotean. Eso fue lo que sufrí allá de parte de esa señora. Ahora quiero tranquilidad, paz y vivir feliz con mis hijos”.

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