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¿Tiene Estados Unidos vocación de superpotencia?

Nadie cree que las tácticas de mano dura de Trump, el acoso y la humillación de otros líderes vayan a cesar. Pero su enfoque depredador supondrá un enorme coste en credibilidad y fiabilidad para Estados Unidos, impropio de una superpotencia seria

El presidente Donald Trump en el Capitolio de Estados Unidos, en Washington, el 12 de marzo de 2025.JIM LO SCALZO (Pool/EFE)

Como estadounidense que defiende los principios fundacionales de mi país de una república constitucional, los primeros meses del segundo mandato de Donald Trump han sido muy duros. Siguiendo un manual autoritario, las rápidas acciones de Trump han socavado la legitimidad de las normas e instituciones democráticas en Estados Unidos. También han dañado la reputación y la imagen de mi país y de su pueblo en todo el mundo.

Al rechazar los principios clave del sistema de gobierno estadounidense, Trump está demostrando que carece de vocación para liderar una superpotencia que defiende los intereses nacionales. Promover los valores fundamentales es más que una fantasía liberal. Es el cimiento de la influencia global de Estado Unidos, que está destruyendo sus principales fuentes de su poder en el mundo.

No es sorprendente que el desdén de Trump por los valores liberales y su postura agresiva en la escena mundial hayan reavivado las referencias a El americano feo, una novela política de 1958 sobre la política estadounidense en el sudeste asiático. El libro critica duramente a los arrogantes funcionarios y diplomáticos estadounidenses que despreciaban las lenguas y costumbres extranjeras, lo que les alejaba de las poblaciones locales.

En ningún lugar ha sido más dramática la disipación de la buena voluntad hacia Estados Unidos que en Canadá, donde los absurdos aranceles e insultos de Trump han encendido las pasiones nacionalistas. El periódico canadiense The Globe and Mail ha publicado títulos como “El regreso del americano feo.”

Escribiendo en The Atlantic, la periodista Anne Applebaum sugirió que el “americano feo” puede ser demasiado benigno y que, de hecho, estamos presenciando un nuevo tipo, el “americano bruto,” no solo arrogante, sino cruel. La humillación de Trump y el vicepresidente J. D. Vance al presidente Volodímir Zelenski en la Casa Blanca el 28 de febrero marcó un punto bajo, al menos hasta ahora.

El antiamericanismo tiene una larga y desgraciada historia en América Latina. Cuando viví y estudié en Colombia hace medio siglo, percibí una fuerte corriente antiamericana, derivada no solo de la implicación de Estados Unidos en múltiples golpes de Estado en la región, sino también de la guerra de Vietnam y de la injusticia racial en Estados Unidos. En la década de 2000, la guerra de Irak inspiró un sentimiento antiestadounidense en América Latina, al igual que la política estadounidense hacia Israel y Gaza más recientemente. Lo cierto es que la imagen de Estados Unidos lleva tiempo erosionándose, no solo en muchas partes del mundo, sino en el propio país, donde muchos estadounidenses han perdido la confianza en sus instituciones y dirigentes.

Trump ha explotado astutamente la crisis de confianza de muchos estadounidenses, y se ha beneficiado de ello. Mientras que las administraciones anteriores no dieron a la democracia y a los derechos humanos la importancia que merecían —abundan los ejemplos de hipocresía—, Trump ha adoptado una postura extrema, con un perfil desagradable, centrada en “América primero” y en sus propios intereses personales.

El alejamiento radical de Trump de los métodos tradicionales ya ha tenido consecuencias de gran alcance.

Bajo la dirección de Elon Musk y el DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental), la administración ha recortado indiscriminadamente la burocracia gubernamental. Es difícil ver cómo los recortes contribuyen a “America First.” Los costes humanos han sido enormes. Y se ha instalado una atmósfera de incertidumbre y miedo.

La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) ha sido desmembrada, eliminando uno de los principales instrumentos de “poder blando” que Estados Unidos podía desplegar por todo el mundo. En 1961, el presidente John F. Kennedy, muy influido por El americano feo, creó la USAID. Kennedy propuso un nuevo enfoque, centrado en el fomento de la sensibilidad cultural, la participación directa a nivel popular y la asistencia a los pobres y desfavorecidos.

La idea de proyectar una cara más simpática de la diplomacia estadounidense también pretendía reforzar la seguridad nacional de Estados Unidos. Esto significaba contrarrestar el comunismo y, en América Latina, la Revolución Cubana. Kennedy, un anticomunista acérrimo, quería demostrar que la reforma, y no la revolución, era la respuesta. Hoy, cuando Estados Unidos trata de contrarrestar la creciente influencia de China y el despliegue de su propio “poder blando” en América Latina, el desmantelamiento de la ayuda exterior estadounidense es contraproducente. El estereotipo de estadounidense retratado en la novela de 1958 tiene nombre y rostro.

Además de destruir la ayuda exterior estadounidense, el otro elemento radical e inesperado del segundo mandato de Trump es su apetito por expandir el territorio estadounidense, que se remonta al siglo XIX. Su promesa de retomar el control del Canal de Panamá —destacada en el discurso inaugural de Trump y repetida en su primer discurso ante el Congreso— inspiró más temor cuando recientemente ordenó al ejército estadounidense que desarrollara opciones.

No se trata, sin embargo, de un revival de la Doctrina Monroe de 1823, que se ha convertido en una abreviatura para mantener alejados a actores externos —en este caso, China— de América Latina. Pero las ambiciones de Trump van más allá de América Latina. También quiere apoderarse de Groenlandia, convertir Gaza en un balneario y hacer de Canadá el estado número 51.

Buscar una “doctrina Trump” es una tarea en vano. Después de todo, “doctrina” implica cierta coherencia que es inconsistente con la impulsividad y la toma de decisiones erráticas de Trump. Es posible, sin embargo, discernir algunos patrones sobre cómo Trump tiende a tratar con países grandes y fuertes como Rusia y China, en contraste con países pequeños y más débiles en, por ejemplo, América Central. Se mueve por el poder y el dinero, recompensando la lealtad y castigando a quienes se niegan a acceder a sus demandas.

Lo que más llama la atención del regreso de Trump al poder es la ruptura de la alianza transatlántica. La ruptura de Trump con las potencias europeas tuvo su reflejo más chocante en el discurso de Vance en la Conferencia de Múnich en febrero. Vance dijo a Europa que su principal debilidad es interna, derivada de la falta de valores democráticos. Utilizó la plataforma para inmiscuirse en la política nacional y apoyar a los movimientos de extrema derecha en Europa. Es probable que durante el resto de su mandato Trump trate a Europa con la indiferencia que ha marcado el enfoque estadounidense hacia América Latina.

Tras la primera semana de Trump en el cargo, algunos sugirieron que América Latina sería una prioridad en política exterior, para bien o para mal. Señalaron la sorprendente relevancia de la cuestión del Canal de Panamá, el enfrentamiento con el presidente colombiano Gustavo Petro, la amenaza de aranceles a México (y Canadá) y el hecho de que Marco Rubio, el primer secretario de Estado latino, hiciera su primer viaje a Centroamérica y la República Dominicana.

A estas alturas, sin embargo, está claro que la política latinoamericana de Estados Unidos bajo Trump sigue un patrón familiar. En los rankings de prioridades, la región está más o menos donde suele estar. Las guerras de alto riesgo en Ucrania y Gaza, y China a nivel mundial, tienen prioridad.

Nadie cree que vayan a cesar las tácticas de mano dura, el acoso y la humillación de Trump a otros líderes. La mayoría de los gobiernos regionales intentarán evitar una pelea con Trump. Pero su enfoque depredador supondrá un enorme coste en credibilidad y fiabilidad de Estados Unidos —en América Latina y en el mundo— impropio de una superpotencia seria.

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