Treinta días

Acaso la mayor tragedia mexicana consista en que el político que con mayor ahínco convirtió la lucha contra la corrupción en su divisa, Andrés Manuel López Obrador, haya terminado por corromperse

El presidente de México, Andrés manuel López Obrador durante su 6° Informe de Gobierno en la Plaza de la Constitución, Ciudad de México. El 1 de septiembre de 2024.Mónica González Islas

“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. A lo largo de nuestra atribulada historia, el implacable dictum de Lord Acton se ha verificado sin remedio. Y lo mismo ha ocurrido con su continuación, bastante menos citada: “Los grandes hombres casi siempre son hombres malvados, incluso cuando lo que ejercen es influencia y no autoridad, más aún cuando uno agrega la tendencia o la certeza de ser corrompido por esa autoridad”. Acaso la mayor tragedia mexicana de los últimos tiempos consista en que justo el político que con mayor ahínco convirtió la lucha contra la corrupci...

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“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. A lo largo de nuestra atribulada historia, el implacable dictum de Lord Acton se ha verificado sin remedio. Y lo mismo ha ocurrido con su continuación, bastante menos citada: “Los grandes hombres casi siempre son hombres malvados, incluso cuando lo que ejercen es influencia y no autoridad, más aún cuando uno agrega la tendencia o la certeza de ser corrompido por esa autoridad”. Acaso la mayor tragedia mexicana de los últimos tiempos consista en que justo el político que con mayor ahínco convirtió la lucha contra la corrupción en su divisa, Andrés Manuel López Obrador, haya terminado por corromperse, no en virtud de sus ansias de riqueza —algo que lo distingue de sus pares y enemigos—, sino de su obsesión por el poder absoluto.

El control total que ejercerá sobre el país —hoy lo tiene en la palma de su mano— habrá de prolongarse durante un mes: treinta días que le bastarán para someter o liquidar a los últimos contrapesos institucionales que subsisten a su dramática remodelación de nuestro sistema político. Una vez completada la tarea —ya nada parece capaz de detenerla—, se la confiará a su sucesora, en quien parece confiar cada vez menos, esperando que cuanto él ha dejado atado y bien atado le garantice el único anhelo que desfigura a un ser humano más que el poder: su desesperada ansia de inmortalidad.

A lo largo de su frenética carrera, López Obrador se batió como pocos para alcanzar la presidencia, convencido —como cualquier gran hombre, como cualquier hombre malvado— de que solo él podía transformar una nación desigual y corrupta en un lugar mejor. Siempre fue un idealista que, en la irritante estirpe de Platón, se empeñó en ajustar la realidad a su propia e inescapable verdad. Razones no le faltaban: México era —y sigue siendo— una democracia de ficción. Un país diseñado para que unos cuantos se aprovechen de los demás al amparo de unas leyes que jamás se cumplen.

En su lúcido diagnóstico, el México construido durante setenta años por el PRI y apenas remozado por el PAN jamás persiguió otra cosa que asegurar los privilegios de sus élites y fingir que las elecciones, primero, y las instituciones, después, servían para enmascarar la maniobra. Se erigió así una inmensa pirámide —resulta desolador que esta manida metáfora siga siendo precisa después de un siglo— ensamblada a partir de la más rocambolesca ingeniería jurídica. Un sinfín de ordenamientos e instituciones que jamás sirvió para acotar la inequidad o procurar un mínimo de justicia: la abrumadora maquinaria nunca fue más que un artilugio para ocultar la rapiña. En efecto: ni la división de poderes ni los órganos autónomos funcionaron correctamente porque ninguno tenía como sustento un Estado de Derecho real.

Paradójicamente, el único instrumento eficaz que México supo construir, al costo de innumerables esfuerzos, fue un sistema electoral confiable. Un modelo que permitió, a lo largo del último cuarto de siglo, el constante recambio de las élites: del PRI al PAN y otra vez al PRI, hasta que López Obrador y su movimiento al fin supieron utilizarlo a su favor. A partir de ese instante, la Cuarta Transformación se aprovechó de sus fisuras como solo lo habían logrado los priistas clásicos y se empeñó tenazmente en modelar las condiciones indispensables para ya no abandonar el poder.

López Obrador tuvo innegables aciertos, en particular al colocar a los más pobres en el centro de su discurso, aumentar los salarios mínimos o generar un alud de apoyos directos a sectores vulnerables —si bien financiados con una política neoliberal de recorte al gasto y no mediante la redistribución de una reforma fiscal progresiva—, pero muy pronto se olvidó de que la única forma de acabar con la corrupción y mejorar de forma permanente las vidas cotidianas de los ciudadanos, en un país desfigurado por la violencia, era mediante un firme Estado de Derecho.

Como buen antihéroe, López Obrador prefirió acumular más y más poder —auspiciando un desmesurado culto a su persona—, hasta que las pasadas elecciones le concedieron —o al menos así lo mira él, desdeñando a su propia candidata—, casi todo el poder. O peor: el poder necesario para obtener todo el poder. Los últimos obstáculos en su camino son el Poder Judicial y lo que resta de los órganos autónomos. No nos llevemos, sin embargo, a engaño: ni uno ni otros son ejemplares. Apenas el 0,4% de los delitos que se denuncian son resueltos por nuestro enclenque sistema de justicia, mientras que la mayor parte de los órganos autónomos son lerdos e ineficientes o han permanecido ligados a los intereses de las élites opositoras. Defenderlos sin pruritos —pocas consignas más inoportunas como “Todos somos el Poder Judicial”— constituye un sinsentido equivalente a arrasarlos de tajo.

Por desgracia, mejorar nuestra salud institucional jamás le interesó a López Obrador. Ninguna de sus reformas, ninguna, busca el desarrollo de un auténtico Estado de Derecho. En el mejor de los casos, crean nuevos problemas —el enredo de elegir miles de jueces, como si ello fuera a disminuir la impunidad— y en el peor exacerban la discrecionalidad y el autoritarismo: el aumento de supuestos para la prisión preventiva oficiosa es una de las mayores violaciones a los derechos humanos impulsadas por presidente alguno, al tiempo que la militarización arrasa por completo con nuestra vida civil.

Ciego protagonista de una tragedia, López Obrador se apresta a transformarse en lo que siempre detestó: un autócrata cuya única obsesión es él mismo. Ya nada le importa —ni el país, ni los pobres, ni siquiera la presidenta electa o el futuro de su propio movimiento—, nada excepto su verdad, en cuyo túmulo inmolará a cualquiera que lo critique. A estas alturas, su hybris ha contaminado a la mayor parte de sus seguidores, dispuestos a justificar la mayor sinrazón en su nombre. No se necesita ser un ladrón o un pillo, como buena parte de sus antecesores, para emularlos. Con su perverso desinterés hacia la justicia y el Estado de Derecho —que implica un dramático desdén hacia los desfavorecidos—, López Obrador se suma a la larga nómina de gobernantes mexicanos que terminaron corrompidos hasta la médula. Este será el saldo de treinta días de poder absoluto.

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