La encrucijada mexicana
Para que estas elecciones sean un parteaguas, gane quien gane, las dos candidatas deberían abrir juntas una auténtica discusión sobre cómo salvar a México de la barbarie en la que sus aliados lo han sumido
Claudia Sheinbaum. Xóchitl Gálvez. Jorge Álvarez Máynez. Una brillante científica experta en temas ambientales —de origen judío: una rareza en la política latinoamericana—, convencida militante de izquierda. Una ingeniera y empresaria hecha a sí misma —en este caso, con ascendencia indígena: otra extrañeza, al menos desde Benito Juárez y Porfirio Díaz—, que en varias ocasiones se ha definido de centroizquierda. Y un jov...
Claudia Sheinbaum. Xóchitl Gálvez. Jorge Álvarez Máynez. Una brillante científica experta en temas ambientales —de origen judío: una rareza en la política latinoamericana—, convencida militante de izquierda. Una ingeniera y empresaria hecha a sí misma —en este caso, con ascendencia indígena: otra extrañeza, al menos desde Benito Juárez y Porfirio Díaz—, que en varias ocasiones se ha definido de centroizquierda. Y un joven internacionalista de un pequeño partido que se ubica en la socialdemocracia. Hasta aquí, el caso mexicano luce como una anomalía en un mundo cada vez más escorado a la derecha y cuya vertiente ultra ocupa espacios cada vez más relevantes: la victoria de un Milei o un Bukele aquí resulta, por el momento, impensable. Por el contrario, los tres candidatos se identifican más o menos con el mismo espectro ideológico —al menos de palabra—, prueba de la escalofriante desigualdad que el país no ha logrado vencer desde su accidentada transición a la democracia y a la que se suman sus inauditos niveles de violencia, la fragilidad de su Estado de Derecho y la corrupción de sus élites.
Hasta aquí, los millones de ciudadanos que acudirán a las urnas el 2 de junio parecerían contar con tres programas de gobierno con prioridades concomitantes: convertir a México en una sociedad más igualitaria, justa y honesta. Por desgracia, ni las candidatas —en todas las encuestas ocupan los primeros lugares— ni el candidato se bastan a sí mismos. Cada uno es, en cambio, el frontispicio de una historia —casi diría: de una ecuación insoluble— que los sobrepasa y complica la posibilidad de elegir entre ellos.
Sheinbaum es la candidata de Morena, el movimiento fundado por Andrés Manuel López Obrador, así como de dos pequeños partidos que en los hechos son negocios al servicio de sus dirigentes (el más cínico de ellos, el Verde Ecologista, en el pasado apoyó a la derecha). Por si no bastara, pocos meses antes del inicio de la campaña, el presidente decidió, en un acto de machismo sin precedentes, imponerle su propia agenda, la cual ella ha seguido al pie de la letra para no perder su apoyo. Su propuesta incluye un caudal de medidas que ni remotamente podrían juzgarse de izquierda: proseguir con la militarización de las instituciones —hoy el Ejército no solo controla la seguridad pública, sino la construcción de infraestructura y labores tan disparatadas como la gestión de aduanas y aeropuertos o una línea aérea—, la destrucción de los órganos autónomos que supervisan al Ejecutivo, el sometimiento del Poder Judicial, una política punitivista en materia de drogas que busca castigar severamente el narcomenudeo o la ampliación de la prisión preventiva oficiosa, una clara violación a los derechos humanos por la que México ya ha sido condenado por organismos internacionales.
El caso de Gálvez no es mejor. A ella la apoyan el Partido Acción Nacional (PAN) y, en particular, los operadores del expresidente Felipe Calderón —es decir, quien lanzó la guerra contra el narco en 2006: la principal causa del aumento de la violencia y el introductor, por cierto, de la prisión preventiva oficiosa—; el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que, tras regresar al poder en 2012, se caracterizó por una corrupción desmedida; y los últimos reductos de la vieja izquierda atrincherados en el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Furiosos enemigos por décadas, a estos tres organismos solo los une su animadversión contra López Obrador, lo cual ha impedido que Gálvez cuente con una agenda mínimamente coherente.
Por último, Álvarez Máynez, de Movimiento Ciudadano —un partido manejado a su antojo su fundador, Dante Delgado, antiguo aliado del presidente—, es el sustituto, tras una operación rocambolesca, de su primer candidato, Samuel García, el polémico gobernador de Nuevo León que en ninguna medida encarna una opción de izquierda, sino una fatuidad de corte populista semejante al de otras figuras de su agrupación.
Si los perfiles de Sheinbaum, Gálvez y Álvarez Máynez resultan atractivos, el lastre de sus coaliciones y compañeros de ruta los desfigura. De pronto, debemos escoger entre una ecologista que defiende la militarización o la prisión preventiva oficiosa; una empresaria de centroizquierda que ha dejado de pronunciarse a favor del derecho a decidir de las mujeres, cambia de discurso cada día y, al confrontar la militarización o la corrupción actuales, se hace acompañar por quienes iniciaron la primera y se beneficiaron de la segunda; y un político cuyo partido incorpora entre sus filas tanto a candidatos progresistas como ultraconservadores.
¿Cómo elegir en este panorama desolador? ¿Obviar que Sheinbaum promete cumplir los dictados más autoritarios y caprichosos de López Obrador y confiar en que al cabo se desmarcará de él cuando obtenga la victoria? ¿Olvidar que los dirigentes más impresentables del PRI y del PAN controlan la campaña de Gálvez e imaginar que se desprenderá de ellos si gana el 2 de junio? ¿Optar por Álvarez Máynez a sabiendas de que, más allá de las contradicciones de su partido, su participación es casi testimonial?
Como en tantas partes, en México la discusión pública se ha enconado a tal extremo —en buena medida por la tozudez populista de López Obrador de descalificar a cada uno de sus críticos—, que cualquier muestra de sensatez ha quedado arrinconada. Para los simpatizantes de las dos candidatas (en este dilema, Álvarez Máynez se torna irrelevante), el triunfo de su rival anuncia el apocalipsis: la destrucción de la democracia mexicana—como insistió hace poco un grupo de intelectuales— o el regreso del elitismo y el pillaje que caracterizaron a los regímenes del PAN y del PRI. Sus intercambio de acusaciones —Sheinbaum y Gálvez se rehusaron a darse la mano en los debates— les impide aceptar que el país que aspiran a gobernar ya está brutalmente destruido por culpa de quienes las apoyan.
Desde el 2000, las tres grandes fuerzas políticas se han sucedido en el poder y las tres son responsables de que México tenga un número de muertos y desaparecidos propio de una guerra civil —casi medio millón de muertes y decenas de miles de desaparecidos— y de que la impunidad sea absoluta: menos del uno por ciento de estos crímenes se ha resuelto. Tanto el PAN y el PRI como Morena nos han precipitado en este abismo: creer que la llegada de una u otra cambiará de pronto las cosas es una fantasía. Lo que Sheinbaum y Gálvez deberían tomar en cuenta, igual que sus iracundos valedores, es que ningún lugar con la gravedad de los problemas que arrastra México —un país que es un cementerio— ha avanzado en materia de violencia o desigualdad sin un mínimo consenso entre sus distintas fuerzas políticas, sobre todo si —como es deseable— ninguna obtiene la mayoría calificada en el Congreso.
Para que esta elección se convierta en un parteaguas, no bastará con celebrar el triunfo de una mujer. La verdadera —e imprescindible— novedad consistiría en que, sin importar quién obtenga la victoria, estas dos mujeres pudieran dejar atrás la terquedad, la soberbia y el machismo de Calderón y López Obrador —los presidentes que más daño le han hecho al país en décadas y que en el fondo se parecen como dos gotas de agua— y pudieran abrir juntas una auténtica discusión pública sobre cómo salvar a México de la barbarie en la que sus aliados lo han sumido.
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