Enloquecer la brújula
En esta entrega de ‘Letras Americanas’, el boletín sobre literatura latinoamericana de EL PAÍS América, Emiliano Monge se pregunta si es posible la existencia de una narrativa continental antes que regional, y ensalza al argentino Sergio Chejfec como su máximo exponente
En la entrega inicial de esta newsletter, como recordarán sus primeros lectores, se prometió que éste sería un espacio dedicado a las literaturas latinoamericanas.
Desde entonces, Letras americanas se ha dedicado a hablar de lo que se escribe en nuestra actualidad, además de a recorrer las tradiciones que nos han traído hasta el presente, partiendo de la idea de que lo local, en nuestra región, no es más que una pieza en un rompecabezas complejo, grande y vivo.
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En la entrega inicial de esta newsletter, como recordarán sus primeros lectores, se prometió que éste sería un espacio dedicado a las literaturas latinoamericanas.
Desde entonces, Letras americanas se ha dedicado a hablar de lo que se escribe en nuestra actualidad, además de a recorrer las tradiciones que nos han traído hasta el presente, partiendo de la idea de que lo local, en nuestra región, no es más que una pieza en un rompecabezas complejo, grande y vivo.
En esta entrega, sin embargo, se busca responder a otra pregunta: ¿las piezas que conforman ese rompecabezas, además de tener un origen espacial preciso, pueden tener uno ubicuo? Es decir, ¿es posible que, antes de ser, por ejemplo, rioplatenses o andinas o norteñas, puedan ser primariamente latinoamericanas? En otras palabras: ¿hay escrituras capaces de enloquecer la brújula con la que buscamos movernos por el mapa de nuestras letras?
Entre el antes y el ahora
Para no volver demasiado en el tiempo —la novela de la revolución es mexicana y después latinoamericana, así como la gauchesca es argentina y luego latinoamericana—, pensemos en el Boom, que más allá de filias y fobias fue el primer movimiento que trató de ser una literatura continental, aunque lo hizo sumando piezas que se asumían, primero, locales y, solo después, transfronterizas. García Márquez, Donoso, Fuentes o Vargas Llosa, a pesar de dialogar con tradiciones distintas a las de su entorno inmediato —es famosa la historia del día que Mutis le lanzó a García Márquez un ejemplar de Pedro Páramo, diciéndole: “Léase esto, para que aprenda”—, fueron escritores, desde el fondo pero también desde la forma, colombianos, chilenos, mexicanos y argentinos, antes que latinoamericanos.
En todos ellos —quizá porque eran demasiado conscientes de lo que buscaban o porque lo buscaron con respecto a la publicación, antes que a la escritura— lo latinoamericano fue una consecuencia, de modo que la anulación de fronteras no fue más que una estrategia de marketing: las piezas del rompecabezas seguían teniendo un encaje claro y evidente. Lo interesante, porque la historia de la literatura también es, a fin de cuentas, una historia de instantes, es que, al tiempo que el Boom buscaba disfrazar la pieza transfronteriza de realismo mágico, aparecieron los autores que, sin tener una hoja de ruta editorial y sin necesidad de etiquetas pensadas para el consumo, sentaron las bases de eso que, antes que transfronterizo, deberíamos llamar ubicuo; ubicuidad que, para enloquecer a las brújulas, debía resultar de la forma de la escritura, antes que de las historias: Ribeyro, Garro, Di Benedetto, Vicens, Vilariño, Fernando Vallejo, Puig, Armonía Somers, Wilcock, Adolfo Couve o Albalucía Ángel son algunos y algunas de esas primeras escritoras tan latinoamericanas como peruanos, mexicanas, argentinos, chilenas o colombianas.
Es sobre las bases que sentaron esas escritoras y escritores —a cuyos nombres, evidentemente, se podrían sumar muchos otros que tampoco necesitaron de prótesis políticas o coloniales para escribir con una mano anclada en su entorno (la mano del fondo) y la otra suelta (la mano del estilo), para preconfigurar pues la pieza ubicua de la que hablo, una pieza que debe más, por ejemplo, a los exilios que a los bautismos del mercado—, que habrían de aparecer —insisto, sin anhelos de linajes autoimpuestos y sin la mira atada a las ventas— los escritores que, por primera vez, serían latinoamericanos antes que de un paraje o ámbito preciso: las piezas comodín del rompecabezas de nuestra tradición, en tanto que pueden ocupar, espacialmente, varios sitios.
Bolaño y los ubicuos
Aunque el epígono de estos escritores es Bolaño, que no es ni un escritor chileno ni mexicano ni mucho menos español, sino latinoamericano en toda la longitud —épica: los temas de sus libros van de Juárez hasta la pampa— y latitud —lírica: su estilo enhebra lanas de todo el continente— de la palabra, es importante nombrar —de pronto me parece urgente, querido lector, pero no solo porque me parezca urgente invitarlos a leerlos, sino porque esto será fundamental en nuestra próxima entrega— aunque sea a algunos de entre aquellos que se sientan a esa mesa en cuyo centro enloquece la brújula.
A pesar de que se trata de escrituras, de literaturas disímiles y alejadas entre sí —o precisamente por esto, pues quizá esta sea otra de las razones de la ubicuidad de la pieza comodín, curiosamente: una cierta excepcionalidad o, más bien, una singularidad radical—, debo entonces mencionar a María Moreno, Fabio Morabito, Diamela Eltit, Daniel Sada, César Aira, Cristina Rivera Garza, Tomás González, Pedro Lemebel, Mario Levrero, María Luisa Puga, Gilda Holst, Juan José Saer, Mario Bellatin, Hebe Uhart y Sergio Chejfec.
Sergio Chejfec: de pronto, mira por dónde, querido lector, me doy cuenta de que esta newsletter no solo ha sido escrita por lo que has leído hasta este punto o para dar pie a la siguiente, sino por lo que estás a punto de leer: todo esto, también, ha sido escrito para él, para Chejfec, para decir, pues, que él es el verdadero epígono de los ubicuos, la pieza comodín que debería exhibirse en los museos como ejemplo de los suyos y del enloquecimiento de la brújula.
Para poder escribir, pues, acaso esto: que él, Sergio Chejfec, el más singular, excepcional y transfronterizo de los escritores de su época —en este texto, queda claro, no se habla de generaciones sino de épocas, momentos, incluso instantes—, ha dejado, tras su muerte, en el mapa de nuestras literaturas, un agujero que ninguna otra pieza podrá ocupar, porque son muchos agujeros.
Y todo ellos, todos eso agujeros, que son latinoamericanos en toda la longitud —ya habíamos dicho que acá hay que pensar en el fondo— y latitud —como acá hay que pensar en la forma— de la palabra, irán mostrando su profundidad real con el paso del tiempo.
Por suerte, en todos esos agujeros, sus lectores de años y sus lectores de fechas recientes, podremos seguirnos metiendo y perdiendo, una y otra y una vez más.
Al igual que sus lectores futuros. Que, por esto, al final, también he escrito esta newsletter.
Para invitarte a brincar dentro de Chejfec, pero ya.
Coordenadas
Para entrar al agujero Chejfec, claro, hay incontables libros, pero acá enumero los que, a mí, personalmente, me gustan más: El llamado de la especie, Boroni: un viaje, Modo linterna, Teoría del ascensor, Últimas noticias de la escritura, 5, Hacia la ciudad eléctrica, La experiencia dramática y Mis dos mundos. De la mayoría de estos libros hay ediciones de Alfaguara, pero también se encuentran ediciones de Candaya, Entropia, Jekyll & Jill, Kindberg y Erdosain Ediciones.