Una mancha en el espejo
Se ha ido David Huerta, el hijo del gran lagarto, del inmenso Poeta Efraín Huerta que siendo Sol no hizo sombra a las letras de su hijo
Abrazo a Verónica Murguía de un lado al otro del mar. Deseo que la distancia nos dé el ancho para el abrazo que le debo. Me enteré por unas aves de atardecer en Madrid que con exactamente siete horas menos se iba de este mundo David Huerta. Ha muerto un poeta inmenso; es decir, hoy se apaga una estrella en algún pedazo del terciopelo del Universo, pues no solo hereda la grandeza de no pocos de sus poemas, sino el recuerdo intacto de una erudición absolutamente alejada de la pedanter...
Abrazo a Verónica Murguía de un lado al otro del mar. Deseo que la distancia nos dé el ancho para el abrazo que le debo. Me enteré por unas aves de atardecer en Madrid que con exactamente siete horas menos se iba de este mundo David Huerta. Ha muerto un poeta inmenso; es decir, hoy se apaga una estrella en algún pedazo del terciopelo del Universo, pues no solo hereda la grandeza de no pocos de sus poemas, sino el recuerdo intacto de una erudición absolutamente alejada de la pedantería. Sabía tanto de Góngora que Huerta se ha ido sin el merecido Premio Cervantes que sellaría la estatura de cada sílaba propia y ajena, cada ensayo, cátedra o comentario de sobremesa con las que David Huerta transpiraba la entrañable vocación de iluminar la inteligencia de los demás con el sutil contagio de su sabiduría.
Se ha ido el Poeta con mayúsculas que escribió que El mundo es una mancha en el espejo y ahora comprendo al verme la cara con ojos de agua salada que la mancha en el espejo es la sonrisa del propio David Huerta que –sin exageración ni rodeos—tuvo a bien salvarme la vida, levantarme de una de las cornadas terribles del alcohol y mostrarme el sereno sendero de la sobriedad. Abrazo aquí a la selecta cofradía del Konditori, a la legión de Arcángeles Anónimos vivos y muertos que conformaban con David Huerta algo más que una tertulia literaria. Una hermandad que destilaba David cuando se presentaba como Cuca la telefonista ante mis hijos chiquitos, al filo de que ebriedad me expulsara del hogar y se decía así a sí mismo (valga la heterodoxa redundancia) porque David Huerta siempre llamaba por teléfono, tres veces al día, siete veces a la semana, en el instante de mayor ansiedad o en los bajones de personalidad para alzarme del lodo, orientarme con libros prestados, lecturas tatuadas, películas prestadas y esa voz que parecía caricia.
Se ha ido el hijo del gran lagarto, del inmenso Poeta Efraín Huerta que siendo Sol no hizo sombra a las letras de su hijo. David de niño, en las piernas de Efráin cuando a su padre se le ocurrieron los Poemínimos (antecedente de mi atrevimiento por escribir Cuentínimos) y como su padre era de Silao, David se partía de risa contagiosa cada vez que me pidió imitar el acento de mi familia de Guanajuato y contarle las inmensas hazañas tan triviales de mi cuadrilla cuevanense. Nos unía el recuerdo intacto de su padre y de no pocos paisanos que parecían invento de Jorge Ibargüengoitia y compartimos uno o dos partidos de fútbol cuando el Atlante era aún el equipo del pueblo y fuimos a dos o tres corridas de toros en faenas donde un torero parecía convertirse en porcelana con mantel bordado como capa.
Tenía el don de hacernos aprender de lo mucho que aprendió en su vida: ya como editor en Fondo de Cultura Económica, al frente de La Gaceta o en los talleres invaluables que coordinó e impartió en Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México o la Fundación Octavio Paz y también en la Fundación para las Letras Mexicanas. A ver si ahora le escuchan sin uniformes verde olivo los versos con los que David Huerta supo rendir honor y luto a los muertos de Ayotzinapa y a ver si ahora volvemos a leer cualesquiera de los libros que suman más de una veintena y quiénsabecuántos poemas como nubes, constelaciones de sílabas que hacen chillar, gritar o murmurar al mismísimo silencio.
La mancha en el espejo es hoy el mundo donde andaré sabiendo que no podré cruzarme con David Huerta en un hundido parque de la Ciudad de México donde extremaba la gentileza de escuchar al prójimo como si fuera un hermano mayor y en la mancha se escucha la música, toda la música, que nos entrelazaba las ánimas y sobre la bruma del espejo se reflejan tantas anécdotas que nos hicieron reír juntos y tantos autores que me regaló leyéndolos y releyéndolos… la mancha de euforia generalizada entre sus lectores cuando ganó el Premio Xavier Villaurrutia o el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México, o la levitación colectiva de tantos y tantos lectores, pero también poetas colegas y escritores de pura prosa que lo celebramos en hombros por la puerta grande de la FILGuadalajara cuando obtuvo merecidamente el Premio que antes llevaba el nombre de Juan Rulfo.
La mancha en el espejo es la impagable deuda de gratitud por limpiarme el ánimo etílico y banal, pero también por haber estado no solo a mi lado sino apoyarme en tinta como columna de mármol cuando la estulticia y estiércol de la burocracia dizque transformadora siendo no más que trastornada intentó cornearme indebida y traicioneramente: David como Padrino (no de Corleone, sino del Alma) escribió algo más que una defensa de la razón y la cordura, tal como siempre fue Padrino como Padre ante la mínima tentación de recaer en el infierno de la bebida o la irresponsabilidad de la conciencia.
Abrazo a Verónica Murguía desde el otro lado del mar. Si nota que tiemblo, digamos que son las olas y que todas las aguas se turbian en cuanto notan la ausencia de un astro. Si nota que tiemblo será porque intento darle el abrazo que ya no pude darle a David Huerta… y sí, estoy temblando tan lejos de México porque estoy llorando de pura tristeza.
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