The Dedazo Reloaded
Ricardo Monreal dio inicio a las hostilidades de las campañas pseudosecretas desayunando con otro de los protocandidatos, Marcelo Ebrard, cuando el gran dedo elector pareció señalar con su gesto a Claudia Sheinbaum
Durante la segunda mitad del siglo XX, antes de que se hiciera público quién sería el candidato presidencial del partido en el poder, los hombres fuertes de cada sexenio llevaban a cabo verdaderas campañas en la sombra.
Sabedores de que la elección recaía en un solo votante —el presidente de México y líder único del PRI—, las campañas de aquellos hombres de poder buscaban, por todos los medios, granjearse la palmada presidencial, al tiempo que intentaban mover el suelo de sus oponentes, sin importar que fueran sus correligionarios.
Analizadas en perspectiva, estas campañas pseudo...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Durante la segunda mitad del siglo XX, antes de que se hiciera público quién sería el candidato presidencial del partido en el poder, los hombres fuertes de cada sexenio llevaban a cabo verdaderas campañas en la sombra.
Sabedores de que la elección recaía en un solo votante —el presidente de México y líder único del PRI—, las campañas de aquellos hombres de poder buscaban, por todos los medios, granjearse la palmada presidencial, al tiempo que intentaban mover el suelo de sus oponentes, sin importar que fueran sus correligionarios.
Analizadas en perspectiva, estas campañas pseudosecretas permiten ver las pugnas intestinas del partido que gobernó nuestro país durante la mayor parte del siglo pasado, ubicar las alianzas y los enfrentamientos entre los distintos grupos de poder —desde el Ejército hasta los sindicatos, pasando por los empresarios— que componían al aparato y reconocer el peso de su piedra de toque: la obediencia y la disciplina.
La carrera por convertirse en “el bueno”, contra lo que muchos piensan, empezaba el día en que comenzaba el sexenio, con lo cual, aquellas campañas pseudosecretas daban comienzo con el nuevo Gobierno y duraban por ahí de cinco años, es decir, hasta que se hacía público el llamado dedazo. Cinco años en los que, además de la reverencia y el truco de mascota amaestrada, los candidatos silenciosos, de tanto en tanto, se atrevían a darle un pequeño calambre al sistema.
Por supuesto, no es que los hombres que competían por la elección presidencial fueran a criticar directamente al gran elector o a su gobierno, pero se permitían, sobre todo cuando se sentían o se veían arrinconados, extraviados o urgidos, señalar algún foco rojo, algún signo de alarma, alguna urgencia mayúscula en un país ciego o aparentemente ciego ante sus focos rojos, sus signos de alarma, sus urgencias mayúsculas. Dichos señalamientos, que en presente podían ser obviados porque estaban teledirigidos a un solo hombre, dicen mucho de nuestro pasado.
Así como las pugnas internas por la presidencia nos permiten analizar la estructura interna del sistema de partido único y el impacto de esta en la vida nacional, las salidas de tono de los protocandidatos nos permiten analizar las urgencias que nuestro país fue obviando a lo largo del tiempo: una mayor cobertura de los sistemas de salud, por ejemplo; mejoras en la red eléctrica o hidráulica, por ejemplo; incorporación de movimientos sociales a la estructura sindicalista, por ejemplo; derechos políticos para los miembros del clero, por ejemplo; renegociación de prebendas y beneficios para sectores específicos —médicos, maestros, transportistas—, por ejemplo.
No digo, claro está, que los protocandidatos estuvieran interesados, con sus salidas de tono, en imponer sobre la mesa de la discusión nacional uno u otro tema: está claro que buscaban llamar la atención del presidente, como está claro también que aquello con lo que buscaban llamar esa atención, la atención del gran dedo, era, casi siempre, un asunto que se tenía pendiente como país. Pero mejor pongo un ejemplo, un ejemplo que, además, no requiere ni siquiera de volver al pasado: hace poco menos de una semana, el senador Ricardo Monreal, en un video que a todas luces forma parte de su campaña en la sombra, denunció el horror de ciertas prácticas que la policía lleva a cabo y que, urgió, deben terminar lo antes posible.
El video del protocandidato Monreal —quien, por cierto, dio inicio a las hostilidades de las campañas pseudosecretas desayunando con otro de los protocandidatos, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, el mismo fin de semana en que el gran dedo elector pareció señalar con su gesto a la protocandidata Claudia Sheinbaum, a la cabeza en la mayoría de las encuestas para procesos internos que se han conocido y quien tiene a su favor los informes sobre la tragedia del metro— señala, por supuesto, un foco rojo —la crisis de la violación de derechos humanos por parte de los cuerpos policiales en nuestro país es atroz— pero es, también —porque está teledirigido a un solo hombre— un mantel puesto a la mesa del presidente.
El típico —escribo típico porque eso fue, como ya dije, lo que fue durante décadas, pero también porque eso, algo típico, parece ser de nueva cuenta— “esto está así, pero si usted quiere, se lo resuelvo”. Más aún: “Se lo resuelvo y, claro, lo hago como usted mismo lo haría o siguiendo la lógica que usted ha seguido hasta ahora”. Y es que, si uno mira con atención el video teledirigido del protocandidato Monreal, si uno lo mira, pues, con los ojos que lo miraron en Palacio, de lo que trata dicho video no es de las violaciones a los derechos humanos ni mucho menos de los supervivientes, sino de los policías y su incapacidad para hacer lo que deberían.
Es, pues, un video que, aunque pretende hablar de las víctimas, en realidad habla de la necesidad de profundizar la estrategia de la militarización de la seguridad pública del presente gobierno —no es casual que el mismo fin de semana del monrealazo, el Secretario de la Defensa (no me atrevo a señalarlo como protocandidato, pero no descarto que algún militar o exmilitar se atreva pronto a plantearse dicha idea como posible), invitara al pueblo, por primera vez en la historia, a sumarse a un proyecto político y no sólo al gobierno de dicho proyecto.
El video de Monreal —así como las palabras del general Cresencio Sandoval— sirve para reconocer las pugnas por la candidatura del partido en el poder, en el momento en que esta pareciera estarse definiendo —”basta de actos con Sheinbaum, que aún no está anunciada”, le mandaron decir desde Palacio a cierto funcionario cultural, apenas dos semanas antes del monrealazo—, pero también para reconocer dos focos rojos: la crisis de violaciones a los derechos humanos y la militarización.
La puesta en escena del protocandidato y el aplauso del secretario de la defensa, la felicidad del militar y la ansiedad del que ve que otra puede ser ungida —ansiedad que se evidencia en la reacción de los protocandidatos y sus seguidores ante una entrevista de la favorita, que excede incluso a la de la oposición—, es el calambre que subraya un problema que, al final, nos pone en riesgo a todos.
Y es que quien no entienda que un problema —la crisis de las violaciones a los derechos humanos— no se resuelve creando otro —militarizando la seguridad pública, con la Guardia Nacional—, debería leer Fuerzas especiales, la extraordinaria novela de Diamela Eltit, última ganadora del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.
En dicha obra, que trata la indefensión de los marginados ante las fuerzas del Estado en un país —Chile— en que la seguridad pública está, desde hace décadas, en manos de policías y militares, se lee, por ejemplo: “No lo sabemos porque hay que sumar las coimas que acumulan en los bloques, las mismas coimas que les pagan a los tiras porque ellos también le cobran a los bloques por el maltrato. Los pacos y los tiras juntan así una gratificación completa. Pero eso pasa en todos los contornos de la tierra, los portales lo proclaman y está el último juego coreano que arrasa en las redes donde los tiras y los pacos del mundo se atacan con todo por las minucias que recogen de los saldos en los bloques, en las villas, en los proyect y en la aglomeración de las favelas”.
O: “Mi hermana y yo oímos al vecino decirle a mi madre que un tira o un paco se llevó a mi papá, no se sabía con exactitud cuál de ellos, dijo. Y dijo que la noticia era confusa pero que se lo habían llevado, dijo, con bastante violencia, se lo llevaron a empujones, le pegaron uno o dos puñetes, dos combos, dijo, le pegaron unas patadas, lo golpearon bastante en el suelo, le sacaron sangre de los oídos, dijo”.
Y también: “Quiero volver a departamento para examinar unas fotos que conseguí imprimir y ratificar nuestra existencia ahora que los pacos y los tiras vuelan como moscardones o como abejas o como murciélagos o como sombras por mi cerebro”. No se necesita, por supuesto, más que atreverse a ponerse, a colocarse uno mismo en el lugar del otro, para entender que lo que Eltit escribe podría pasar en México. Igual que no se necesita más que un mínimo de imaginación, para entender por qué este artículo empieza con el PRI y acaba con Morena.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país