Diario del ágrafo
Escribir es un acto de amor que ha de cuajar si y solo sí se completa con el milagro de leer
Ése que anda a la distancia es el espectro del sí mismo… que no sigue a décadas de distancia. Difícil que lo alcance, el autobiógrafo sabe que sus canas podrían alertarle a la sombra lo que le queda por delante, los tropiezos y caídas, los amores contrariados y un párpado a media luz, mientras él mismo joven ni se imagina que su sombra lo delata y delinea, más bien: deletrea. De joven, leías los cuadritos de las aceras y volabas en autobuses rojos que se han azuleado, en la claridad inasible de una Gran Vía que se estrecha con los años...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Ése que anda a la distancia es el espectro del sí mismo… que no sigue a décadas de distancia. Difícil que lo alcance, el autobiógrafo sabe que sus canas podrían alertarle a la sombra lo que le queda por delante, los tropiezos y caídas, los amores contrariados y un párpado a media luz, mientras él mismo joven ni se imagina que su sombra lo delata y delinea, más bien: deletrea. De joven, leías los cuadritos de las aceras y volabas en autobuses rojos que se han azuleado, en la claridad inasible de una Gran Vía que se estrecha con los años y vuelve peatonal el sueño de todos los mismos días, así pasen los lustros y se vayan sumando tus lutos.
Camina sin libreta el necio que va escribiendo en silencio las páginas que han de leerse décadas después, iluminadas por un claro verde de ojos inasibles, cabellera enredada en las manos blancas de una sonrisa que parece alargar la quijada en un murmullo que se vuelve carcajada. Camina escribiendo en gerundio el joven de barba y pelo largo, con botos camperos anacrónicos y pocas pesetas en la gastada cartera que ahora intenta ahorrar en euros; es uno y el mismo espectro que busca la rara música de un sótano en Malasaña y sortea los peligros que habitaban Chueca, asistiendo a diario a una universidad en blanco y negro, consignas trasnochadas y la eterna tercera república en espera de un pendón morado. Camina redactándose a sí mismo que ya es el tiempo en que las cartas no tardan dieciocho días en volar sobre el mar, ahora taquicardia de instantes en 140 caracteres y el otoño vuelve al engañoso clima de un calor insípido, al filo de que sueñas la nieve que ha de volver sobre tus canas y esa barba que parece de cineasta obeso.
Anda y mira las caras de los niños hechos hombres, la música que transpiran las yemas de sus dedos y el eco de un ritmo que flotó desde Andalucía a los callejones del Puerto de Veracruz, en un zapateado sobre nubes. Escribe a lápiz el ritmo que se convierte en tinta de estilográfica vieja, oro oxidado como las gafas de manubrio que sigues portando para que las dioptrías te aclaren esa neblina de años y tantos párrafos con los que sigues intentando nutrir una novela, novelando en gerundio lo que ya no vale como puro cuento, contando con las pocas almas con las que cuentas, para intentar dibujarte minúsculo en medio del inmenso universo y que conste –a pasos y párrafos—que escribir es un acto de amor que ha de cuajar si y solo sí se completa con el milagro de leer; que escribe el que lee y va leyendo su andar al escribir lo que redacta en silencio de murmullos apenas audibles al filo de una oreja perfecta que parece escuchar más que oír y mirar más que ver.
Así que enfoca catalejos al lejano paso que llevabas hace años por el mismo sendero donde un inmenso microscopio te revela grandezas invisibles; afina el telescopio de la melodía inaudible y no dejes nunca de caminar sobre cada página que son jornada de calendario en el inexplicable diario del ágrafo. Ése que anda a la distancia es el espectro del sí mismo… que no sigue a décadas de distancia. Difícil que lo alcance, el autobiógrafo sabe que sus canas podrían alertarle a la sombra lo que le queda por delante, los tropiezos y caídas, los amores contrariados y un párpado a media luz, mientras él mismo joven ni se imagina que su sombra lo delata y delinea, más bien: deletrea. De joven, leías los cuadritos de las aceras y volabas en autobuses rojos que se han azuleado, en la claridad inasible de una Gran Vía que se estrecha con los años y vuelve peatonal el sueño de todos los mismos días, así pasen los lustros y se vayan sumando tus lutos.
Camina sin libreta el necio que va escribiendo en silencio las páginas que han de leerse décadas después, iluminadas por un claro verde de ojos inasibles, cabellera enredada en las manos blancas de una sonrisa que parece alargar la quijada en un murmullo que se vuelve carcajada. Camina escribiendo en gerundio el joven de barba y pelo largo, con botos camperos anacrónicos y pocas pesetas en la gastada cartera que ahora intenta ahorrar en euros; es uno y el mismo espectro que busca la rara música de un sótano en Malasaña y sortea los peligros que habitaban Chueca, asistiendo a diario a una universidad en blanco y negro, consignas trasnochadas y la eterna tercera república en espera de un pendón morado. Camina redactándose a sí mismo que ya es el tiempo en que las cartas no tardan dieciocho días en volar sobre el mar, ahora taquicardia de instantes en 140 caracteres y el otoño vuelve al engañoso clima de un calor insípido, al filo de que sueñas la nieve que ha de volver sobre tus canas y esa barba que parece de cineasta obeso.
Anda y mira las caras de los niños hechos hombres, la música que transpiran las yemas de sus dedos y el eco de un ritmo que flotó desde Andalucía a los callejones del Puerto de Veracruz, en un zapateado sobre nubes. Escribe a lápiz el ritmo que se convierte en tinta de estilográfica vieja, oro oxidado como las gafas de manubrio que sigues portando para que las dioptrías te aclaren esa neblina de años y tantos párrafos con los que sigues intentando nutrir una novela, novelando en gerundio lo que ya no vale como puro cuento, contando con las pocas almas con las que cuentas, para intentar dibujarte minúsculo en medio del inmenso universo y que conste –a pasos y párrafos—que escribir es un acto de amor que ha de cuajar si y solo sí se completa con el milagro de leer; que escribe el que lee y va leyendo su andar al escribir lo que redacta en silencio de murmullos apenas audibles al filo de una oreja perfecta que parece escuchar más que oír y mirar más que ver.
Así que enfoca catalejos al lejano paso que llevabas hace años por el mismo sendero donde un inmenso microscopio te revela grandezas invisibles; afina el telescopio de la melodía inaudible y no dejes nunca de caminar sobre cada página que son jornada de calendario en el inexplicable diario del ágrafo.