¿A quién se le quema el mar?
Nadie ha acusado al Gobierno mexicano de incendiar voluntariamente el gasoducto, pero no hay manera de restarle responsabilidad: la degradación del funcionamiento de sus entidades lleva muchos años produciéndose
El incendio provocado por una fuga en un gasoducto submarino de Pemex en el Golfo de México, frente a las costas de Campeche, nos deparó el pasado viernes un espectáculo asombroso: el océano en llamas. Aunque el incidente fue controlado unas horas después, la imagen resultó tan poderosa y disruptiva (pruebe usted a verla) que ha levantado críticas de todos los colores, tanto nativas como internacionales.
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El incendio provocado por una fuga en un gasoducto submarino de Pemex en el Golfo de México, frente a las costas de Campeche, nos deparó el pasado viernes un espectáculo asombroso: el océano en llamas. Aunque el incidente fue controlado unas horas después, la imagen resultó tan poderosa y disruptiva (pruebe usted a verla) que ha levantado críticas de todos los colores, tanto nativas como internacionales.
Desde Bernie Sanders a Greta Thunberg, desde grupos ambientalistas a opositores, el manejo que le da el Gobierno a la política energética y ambiental fue puesto en entredicho. “¿A quién se le incendia el mar?”, es la pregunta retórica que se lanza y que se contesta así: “A quien no tiene la menor idea de lo que está haciendo”. El agua en llamas es una imagen digna del surrealismo y equivale a los dislates propuestos por aquella vieja canción sentimental navarra que dice: “Soñé que la nieve ardía” (línea que el chileno Antonio Skármeta convirtió en el título de una novela no menos sentimental).
Se habla de negligencias, de descuidos, de poca inversión en mantenimiento y modernización y, por si fuera poco, de terquedad en seguir explotando las energías no renovables, a contrapelo de las tendencias globales y el sentido común. Nadie ha acusado al Gobierno de incendiar voluntariamente el gasoducto, ni tampoco, hasta donde he podido revisar los medios y las redes, se han hecho imputaciones de sabotaje o cosa similar. Es decir, que se reconoce el carácter accidental y fortuito del incidente, pero, aun así, lo que llena el aire son una serie de lecturas desoladoras del entorno en que ocurre un episodio semejante. Porque, claro, la cosa debe estar terrible para que transitemos, en unas pocas semanas, por el colapso del metro, la inundación de Dos Bocas, el desabasto de medicinas, los apagones generalizados y el incendio de un gasoducto. Lo dicho: ¿a quién se le incendia el mar?
No hay manera de restarle la responsabilidad al Estado mexicano en estos acontecimientos. La degradación del funcionamiento de sus entidades y servicios lleva muchos años produciéndose, sí, y desde hace sexenios hemos visto menguar y decaer la salud, la seguridad y la educación públicas, por ejemplo, sin que haya un remedio a la vista. Casi podría decirse que no existe una sola área de las operaciones del gobierno federal que no se encuentre de algún modo revuelta o en crisis. Pero la actual administración, a pesar de sus promesas y su discursos que se pretenden renovadores, no ha conseguido revertir de ningún modo ese declive del Estado en su conjunto, sino que acaso, aferrada como está a sus ideas singulares de “austeridad” y ahorro (o, mejor dicho, a redireccionar el dinero a áreas electoralmente promisorias, como los subsidios y las becas), la ha ahondado.
El Estado derrochador de los años setenta acabó financiera y políticamente quebrado en los ochenta, y su “modernización” neoliberal de los noventa y primeros dos miles se hizo a costa de privatizaciones amañadas, de corrupción, de renuncias inexplicables y de abandonos flagrantes del deber. Todo eso es verdad. Pero, más allá de los incesantes discursos y promesas, nada de eso está cambiando con el Gobierno actual. La austeridad a rajatabla no es sino empobrecimiento. Y los servicios y operaciones federales crujen por todas partes. El Estado mexicano está oxidado, envejecido, en muchas partes rebasado. Como proveedor de servicios, productor y administrador, es un desastre. Sus salarios, sus equipamientos materiales, sus instalaciones, sus lineamientos, la concepción misma de su trabajo, y, por si fuera poco, sus políticas y narrativas, se notan obsoletas, superadas, ineficaces. ¿A quién se le quema el mar? Pues a quien no tiene estrategia, recursos o capacidad para evitarlo.
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