Sí son iguales
La tragedia del metro en la Ciudad de México, el pésimo manejo de la pandemia o la creciente intolerancia ante la crítica muestran que López Obrador no es diferente de los políticos del pasado
Andrés Manuel López Obrador ganó en 2018 la presidencia de la República porque convenció a una mayoría de mexicanos de que “ellos no eran iguales”, es decir, que el presidente y, por una misteriosa extensión, los miembros de su partido político, no se parecían a los políticos profesionales del pasado. Esta expresión era la síntesis de la crítica a la clase política neoliberal a la que acusaba de ser corrupta, de propiciar la impunidad de los delincuentes y de los políticos, y de ser insensible ante las necesidades de los pobres. “No ser iguales” implicaba una superioridad moral, una diferencia...
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Andrés Manuel López Obrador ganó en 2018 la presidencia de la República porque convenció a una mayoría de mexicanos de que “ellos no eran iguales”, es decir, que el presidente y, por una misteriosa extensión, los miembros de su partido político, no se parecían a los políticos profesionales del pasado. Esta expresión era la síntesis de la crítica a la clase política neoliberal a la que acusaba de ser corrupta, de propiciar la impunidad de los delincuentes y de los políticos, y de ser insensible ante las necesidades de los pobres. “No ser iguales” implicaba una superioridad moral, una diferenciación radical respecto a la frívola y corrupta clase política que había gobernado México.
Pues bien, en estos dos años y medio de Gobierno hemos aprendido que sí son iguales. La tragedia del metro en la Ciudad de México, el pésimo e irresponsable manejo de la pandemia, el monumental despilfarro de los escasos recursos públicos en megaproyectos faraónicos no redituables ni sostenibles, la imposición de la hija del Toro Salgado Macedonio en la candidatura a la gubernatura de Guerrero, y la creciente intolerancia ante el menor atisbo de crítica han demostrado, para quien quiera verlo, que el presidente López Obrador y su partido son, en esencia, iguales a sus predecesores. El estilo personal de gobernar del presidente López Obrador es ciertamente diferente, pues ha desarrollado un populismo vernáculo que desde la época de Carlos Salinas -en versión tecnocrática neoliberal- no se veía en México. Pero las prácticas y los efectos del ejercicio de su Gobierno son los mismos que caracterizaron al régimen del PRI.
Especialmente vergonzosa ha sido la administración del trágico accidente de la Línea 12 del metro de la Ciudad de México. Lejos de dar la cara y asumir los costos políticos, el Gobierno ha desarrollado una administración de daños comparable a la que hizo el presidente De la Madrid ante el terremoto de 1985. No hay una sola renuncia o despido, a pesar de que la directora del metro de la Ciudad de México acumula ya tres accidentes mayúsculos en su breve gestión. López Obrador no se presenta en el lugar de la tragedia, no muestra empatía alguna por las víctimas, y se exaspera ante los periodistas que le reclaman su ausencia, argumentando que la época de “posar para la foto” ya pasó, aunque no se cansa de subir fotos a las redes de sus absurdas giras, de sus hazañas beisbolísticas y de sus triunfales entradas a Palacio Nacional (emulando la frivolidad peñanietista). La jefa de Gobierno de la Ciudad de México se atrave a disputar el concepto mismo que define la tragedia del metro, para decir que fue un “incidente”, minimizando la tragedia y burlándose, aunque no sea eso lo que pretenda, de las víctimas.
La impunidad política que implica esta reacción frente a la tragedia es semejante a la que intentó poner en acto el expresidente Peña Nieto después de la masacre de Ayotzinapa. Solo falta que López Obrador les diga los familiares de las víctimas “ya supérenlo”, como en la práctica les ha espetado en la cara a las decenas de colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada, a quienes ha ignorado una y otra vez en sus giras y a quienes no dedica ni una palabra de aliento en sus larguísimos soliloquios matutinos ni les ha pedido perdón por no hacer nada sustantivo a escala nacional por encontrar a sus familiares.
El criminal manejo de la pandemia ha costado cientos de miles de víctimas adicionales a las que que eran inevitables. No solo no se reconoció a tiempo la gravedad de la pandemia, lo que retrasó la generalización de medidas tan elementales como el uso masivo y obligatorio de cubrebocas, sino que se no atendieron con la urgencia del caso las necesidades del personal médico y del sistema de salud en general.
La campaña de vacunación ha sido lenta y caótica, y se intentó a nivel nacional -y se sigue haciendo donde se puede- manejar políticamente lo que es un deber del Gobierno con sus ciudadanos. Nada más fuera de lugar que el agradecimiento de muchas personas por haber sido vacunadas. Ese es el mínimo deber de un Gobierno responsable, y en el mundo la mayoría de los gobiernos de países de nuestro nivel de desarrollo han sido más efectivos y menos políticos en las campañas de vacunación. Aquí también hay una impunidad política intolerable. Dentro de muy pocos años habrá que establecer la responsabilidad política del presidente y sus funcionarios más cercanos en esta tragedia humanitaria.
El caso de la candidatura de la hija del Toro Salgado Macedonio a la gubernatura de Guerrero muestra otra contradicción de Morena y del presidente con su propio discurso. López Obrador ha criticado, con razón, el nepotismo que ha caracterizado a la clase política mexicana y al poder judicial. Él mismo ha alejado a sus hijos de puestos políticos. Pero en el caso de Guerrero se ha olvidado de estos principios y de otros muchos. Salgado Macedonio era de entrada impresentable como candidato por tener encima varias acusaciones de abuso sexual, por haber demostrado una completa falta de responsabilidad en el ejercicio de su cargo como alcalde de Acapulco y por su probada frivolidad en su comportamiento público. Pero, al igual que en casi todas las candidaturas a gobernador que Morena ha impulsado desde su creación criterios pragmáticos de popularidad o de cercanía con el presidente estuvieron por encima de las consideraciones morales que supuestamente hacían a los morenistas “diferentes”. Nada tienen de diferentes, o son peores que sus antecesores, Cuauhtémoc Blanco en Morelos, quien no gobierna ni tiene idea de la cosa pública; Cuitláhuac García en Veracruz, quien es un hombre honesto pero carece de las capacidades mínimas para gobernar, lo que ha conducido a que los que manden sean subalternos autoritarios; Adán Augusto López, de Tabasco, quien proviene de las más profundas redes priistas y gobierna con un equipo indiferenciable de la época pasada; Rutilio Escandón, de Chiapas, repite este cuadro.
Y las candidaturas actuales, las de 2021, son también de políticos profesionales que crecieron con el PRI o que, aun peor, son sospechosos de tener tratos con el crimen organizado y han sido condenados por corrupción, como es el caso de Ricardo Gallardo, el verdadero candidato oficial en San Luis Potosí, postulado por el Partido Verde para que este alcance el mínimo de votos que le permitan mantener su registro nacional. Por ello no extraña que la hija del Toro haya sido ungida como candidata en Guerrero, a pesar de no tener la más mínima preparación ni experiencia para el cargo. Una mera juanita, un rostro que no oculta que quien gobernará será su padre. No, los morenistas no son diferentes.
El colmo de la continuidad con las prácticas priistas es la intolerancia del presidente a la crítica, llevada al extremo en días recientes, cuando, en un acto que da pena ajena, envió una nota al Gobierno norteamericano reclamándole que financie a la ONG Mexicanos Unidos contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI). La agencia ha tenido en el pasado actos ingerencistas, es cierto, pero hace muchos años que se ha concentrado en el financiamiento de programas que atienden problemas prioritarios del orden democrático en el mundo, como las violaciones a derechos humanos y la lucha contra la corrupción, causas que supuestamente López Obrador defiende.
De hecho, el presidente debería estarle agradecido a MCCI, que denunció la escandalosa compra de la Casa Blanca de Peña Nieto y la famosa Estafa Maestra, una de las tramas de corrupción más graves del Gobierno pasado, además de muchos otros casos, entre otros el de Oderbrecht. Fue la incansable denuncia de la corrupción y de violaciones a los derechos humanos del Gobierno de Peña Nieto que desarrollaron ONG que reciben financiamiento internacional la que creó el ambiente público de hartazgo que le permitió a López Obrador ganar las elecciones de 2018. Sin esa labor de denuncia, López Obrador no habría tenido el apoyo masivo de las clases medias urbanas.
Pues bien, ahora López Obrador considera que las críticas fundadas realizadas por el MCCI y por Artículo 19, una ONG internacional que denuncian nuevos actos de corrupción y la opacidad del Gobierno, la primera, y la continuidad de los ataques a la prensa y de la violencia contra los periodistas, la segunda, equivalen a “ataques golpistas”. Es inconcebible que el presidente use esas expresiones contra dos pequeñas organizaciones profesionales que tanto han ayudado a la lucha por la democracia en México.
López Obrador se pone a la altura de Viktor Orban, de Rafael Correa, de Nicolás Maduro, de Vladimir Putin y de Donald Trump al hacer tales ataques. Aquí el único golpista es el propio presidente, pues al intentar controlar o destruir a los organismos autónomos, al cercar al poder judicial, al atacar a los medios y al pensamiento crítico y al militarizar al Gobierno está corroyendo los cimientos de nuestra frágil democracia. La democracia en el mundo en estos tiempos se está destruyendo poco a poco, paso a paso, desde los propios gobiernos, no desde la crítica y la protesta social.
El trasfondo de la intolerancia presidencial es la creencia de que el propio presidente es la única fuerza democratizadora y justiciera en este país. Todo lo que se le oponga va contra la “verdadera” democracia, que consiste en aceptar sin chistar sus dictados. Esta megalomanía se alimenta de una narrativa personal victimista y de un narcisismo exacerbado, propio de los líderes populistas, como el caso extremo de Trump demuestra. Pues bien, es tiempo de parar ahora antes de que el presidente pierda el control de sus pulsiones y termine, él sí, de destruir la precaria democracia mexicana. Lástima que el presidente y su partido no sean, en lo fundamental, diferentes a los otros.
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