Las muertas más vivas
No hay una sola escena en la serie Netflix de ‘Las Muertas’ que no transpire tanto la esencia inigualable del novelista con el ánimo inconfundible de un cineasta reconocido y reconocible
Escribió José Moreno Villa que en México el pasado no ha pasado. Aquí perviven todos los muertos y no pocos colectivos se saben muertos en vida y de los héroes o villanos del pretérito mejor ni hablamos. También lo supo Jorge Ibargüengoitia, no solamente al satirizar los revolucionarios relámpagos de principios del siglo XX o las atrevidas andanzas de un cura independentista a principios del siglo XIX,...
Escribió José Moreno Villa que en México el pasado no ha pasado. Aquí perviven todos los muertos y no pocos colectivos se saben muertos en vida y de los héroes o villanos del pretérito mejor ni hablamos. También lo supo Jorge Ibargüengoitia, no solamente al satirizar los revolucionarios relámpagos de principios del siglo XX o las atrevidas andanzas de un cura independentista a principios del siglo XIX, sino cuando decidió convertir en novela verídica la escandalosa historia de las hermanas Gómez Valenzuela, madrotas de una socorrida cadena de prostíbulos en Guanajuato y Michoacán que sacudieron el morbo y horror internacional a principios de la sexta década del siglo pasado, al parecer una terrorífica trama de prostitutas muertas y sepultadas en patios traseros de sus casitas de muñecas.
Las muertas fue el título que asignó Ibargüengoitia a su novela ejemplar, pues habiendo leído con lupa el enredado y surrealista expediente judicial del alarmante caso, lo tradujo al español de a pie, lo contextualizó magistralmente para que todo lector (de cualquier idioma) se percate de los entresijos de la corrupción mexicana y la dolorosamente enigmática dicotomía de que aquí incluso lo trágico se vuelve risible. Más allá de refinar el simple humor negro, Ibargüengoitia narró en sepia las desgracias inmensas de mujeres esclavizadas por una férrea lápida de lenocinio donde cuatro hermanas y sus fabriquitas provincianas del alterne con tacón dorado dispersaban placeres al pago sin evadir los peligrosos abismos de lo criminal.
Lo de Jorge es una obra maestra donde las frases palpables que repetimos a diario se vuelven aforismos inmortales en boca de personajes ridiculizados llanamente por ellos mismos y así la increíble y triste historia de la putita Blanca (que era negra) pasa de la euforia por gastar sus ahorros prostituidos en dientes de oro al desgarrador destino de una dentadura que se ha de arrancar con pinzas cuando la niña queda planchada como cadáver y así el tragicómico romanticismo de una madrota capaz de matar a un amante (panadero de pueblo polvoso) a quien simplemente no puede olvidar y justificar su rabia en tanto que ella “no tiene la culpa de ser tan apasionada” y así también un militar corrupto hasta las gafas que intenta imponer una disciplina militar entre las prostitutas alebrestadas.
Con el antecedente de que su padre llevó al cine la novela Maten al león de Ibargüengoitia (por lo que supongo que lo llegó a ver en persona), Luis Estrada (de cuyo apodo no puedo acordarme) ha llevado ahora a Las muertas a las pantallas de la casa Netflix. Con una maestría madurada a través de su ya consagrada filmografía, Luis Estrada ha cuajado una obra ejemplar como juego de espejos: la novela dialoga a través de los capítulos de la serie con el doble sortilegio para quien habiendo leído la novela en papel procura la relectura instantánea como acto de memoria e inesperada verificación y así también para quienes jamás habían oído hablar de Ibargüengoitia (desgracia que parece insólita, pero más de un senador lenguaraz, empresario chueco, padrecito libertino o anónimo provinciano confirman ese vacío) la serie seguramente augura nuevas ventas de una novela que deberíamos considerar indispensable.
No hay una sola escena en la serie Netflix de Las Muertas que no transpire tanto la esencia inigualable del novelista con el ánimo inconfundible de un cineasta reconocido y reconocible. Su extraordinario equipo de colaboradores de luengo tiempo, su tino con la baraja de actrices y actores magníficos, el minucioso trabajo de localizaciones, escenarios y vestuario complementan la encomiable fidelidad a la novela, y al hacerlo parece Estrada clonar la propia cocción que transpiró Ibargüengoitia en convertir en literatura pura un escandaloso esperpento que no es más que la crónica palpable del Mal con mayúscula: una atroz sucesión de crudezas y crueldades con los labios pintados, falditas hasta el huesito que de día llevan rebozos como fantasmas de Juan Rulfo y de noche taconean la venta de sus besos en desvencijadas camas de latón… y es así como lo hilarante de los primeros párrafos del libro o episodios de serie pasan de pronto al lúgubre madrazo del enredo sangriento, las telarañas de los menjurjes judiciales, el imperio de la mentira. ¿No basta con ello confirmar que Las Muertas es novela y ahora serie de un México más vivo que nunca?
Para todo sabihondo habrá que añadir con orgullo que lo hecho por Ibargüengoitia (novelar con pincel de genio la realidad que impacta a todo el mundo con su brocha gorda) supera a mi parecer la muy respetable y cacareada In Cold Blood, novela verídica de Truman Capote. Los hechos despiadados que signaron los asesinos A sangre fría hipnotizaron (o enamoraron) a Capote más o menos en los mismos años en que las hermanas Gómez Villanueva se internacionalizaban como Las Poquianchis, pero aunque pasó poco más de una década para que se convirtieran en las hermanas Baladro de la novela Las muertas, eso que llaman el approach de Jorge parece más veraz que el de Truman (aunque el nombre implica Hombre de verdad). Lo digo porque la pluma de prosa en ficción debe ecualizar si no es que equilibrar el afán por narrar lo crudo con la habilidad de ridiculizarlo por sus propias contradicciones y una cosa es la novela sin ficción que se acartona en deliberación moral o judicial y otra -mucho más carnavalesca y cervantina- la narración a secas de todo eso que decimos (víctimas y victimarios) que inevitable y dolorosamente mueve a risa. Cuévano se vuelve entonces un escenario más epidérmico (ahora pantalla táctil) que una gélida celda en Iowa donde el enigmático silencio de todas las disyuntivas que genera el crimen o el asesinato se decantan como en confesionario con susurros de voz tipluda del propio Capote a contrapelo del vendaval de mexicanísimos exabruptos que desfilan por las páginas de Ibargüengoitia y la pantalla de Estrada con el tonito de Guanajuato, los insultos cantaditos, los gemidos ya por orgasmos fingidos o asfixia pre-mortem.
Aquí sigue vivo en un guiño de gran clase el propio Ibargüengoitia (hacia el final de lo filmado y sin afán de spoiler) y late con vitalidad la gran cinematografía de Luis Estrada y todo el circo de actores y actrices, figurinistas, maquilladoras, camarógrafos, adláteres y extras… todos los que salen a cuadro y nosotros todos en el inmenso escenario del México descarnado y entrañable, el paisaje perfecto de cerros ensangrentados y las miles de costosas caricias del amor impostado… y sí, aquí siguen las anónimas meretrices y las abuelas cariñosas, las niñitas de la trata de blancas (como Blanca, la negrita) y las ancianas que trabajan de sol a luna, las parientes y paisanas, las desaparecidas, heroínas y criminales. Todas nuestras muertas… más vivas que nunca.