La noche que un alud se tragó a una familia en Naucalpan: “Por más que escarbamos no podíamos sacarlos”
Seis personas de una familia pobre mueren en un pequeño deslave en su casa, una infravivienda de láminas en un cerro no apto para edificar. Hay tres supervivientes y una comunidad que pide ayuda ante accidentes que se repiten en el tiempo
Donovan Bejarano todavía trabajaba cuando empezó a llover sobre Naucalpan. Fuerte, muy fuerte, cada vez más. Era la tarde del lunes, serían las seis o las siete. Alguien avisó de que el agua había arrastrado la tierra en el cerro.
—Váyanse pa allá arriba que se deslavó.
A esa hora Bejarano aún estaba tranquilo.
—Llévate pico y pala.
—No, no va a ser mucho.
La familia celebraba un cumpleaños en una casa a la que no se le puede llamar casa: alguna pared de ladrillo mal acabada y el resto palés de madera, láminas, plásticos, lonas, lo que sea que sirviera para apuntalar los endebles muros. El agua corría ladera abajo, desgajaba el suelo de lodo y malas hierbas. El niño bajó del cerro, sus padres lo mandaron a comprar a la tienda del señor Mariano. La tormenta se ensañaba contra La Raquelito, una de esas colonias que le han arañado espacio a la montaña, un valle por el que corre un río marrón entre dos montes grises a fuerza de construcciones de cemento que desafían la ley de la gravedad, descolgadas sobre el barranco, sin hueco para que corra el aire. Cuando el niño volvió de la tienda, un alud de tierra había tumbado una pared a la que no se le podía llamar pared. Su familia estaba bajo los escombros.
El niño corrió de vuelta a la tienda, pidió ayuda. El señor Mariano activó la alarma, instalada tiempo atrás como escudo contra la inseguridad. La calle se llenó de vecinos, alguno de ellos avisó a Bejarano. “Ni nos imaginábamos la gravedad. Cuando llegamos, por más que escarbamos no podíamos sacarlos, esa impotencia de estar rascando con las manos…; cómo hacíamos con las nopaleras, luego con el pasto enredado, lodo. Conforme fue llegando la gente fue más ayuda, pero aun así no pudimos hacer nada. Todavía cuando llegamos una de ellas reaccionaba, después ya no. No contestó. Cuando sacaron los cuerpos fue cuando ya me bajaron. Me puse mal. Eran mis sobrinas. Todo el peso las caía a ellas”. A Bejarano se le rompe la voz.
El lodo se tragó a seis personas que fallecieron sepultadas. Cuatro, entre ellas las sobrinas de Bejarano, eran menores de edad, de 10, 11, 13 y 15 años. La otra tenía 18. La última, unos 60. Tres más sobrevivieron: los padres, “un mecánico y una obrera”, y el niño que bajó a la tienda. No fue un gran alud, solo unos pocos surcos de tierra en un cerro que no debería aguantar construcciones, aunque fueran tan precarias como esa.
“Fue un deslave ligero, pero aun así logró matar a seis personas. Está cabrón, ¿no?”, pregunta Arturo Chávez, un albañil que vive a unos metros del derrumbe, mientras apoya la espalda en el muro de su casa, que él construyó. Una vivienda normal, edificada por profesionales y con las revisiones que por ley le corresponden, habría resistido la riada, pero la cabaña de materiales reciclados no aguantó. Los seis murieron por no poder pagar algo mejor. Murieron por ser pobres.
La gente subió al cerro con linternas, picos, palas, cubos. “Después llegó Protección Civil, la policía, los bomberos, pero en sí el trabajo lo hicieron todos los vecinos. Era desastrosa la situación”, narra Pablo César Rosas, otro albañil de 37 años que participó en los rescates. Sacaron a los tres supervivientes. Ellos dijeron que había más personas atrapadas. “Empezaron a sacar tierra, a sacar tierra, y fueron encontrando los cuerpos. Después llegó la policía con los perros y encontraron otros dos cuerpos. Se acabó todo a las 12.30″.
Los vecinos hicieron una cadena humana. Bajaron los cadáveres del cerro, los tumbaron sobre la hierba junto a la Escuela Primaria Emiliano Zapata. A la mañana siguiente, alguien había puesto velas en el lugar donde antes descansaban los cuerpos. En la misma calle en la que los niños que murieron bajo el alud solían jugar con otros críos del barrio. “Fue algo muy feo, la familia está destrozada. Era gente de bajos recursos y pues ahorita hay que apoyarlos”.
Perros y basura
Para llegar al deslave hay que trepar por calles casi verticales y desviarse por un sendero que se deshace bajo las botas. En la ladera del cerro quedan los árboles arrancados de raíz, la vegetación aplastada. Hay otras infraviviendas repartidas aquí y allá. El agua todavía se cuela por la cabaña que recibió el embiste. Tiene las habitaciones encharcadas, todo gotea, el suelo es barro. Los cubos que usaron para achicar tierra están tirados por decenas alrededor. El muro, colapsado, vencido por una lengua de lodo. Resiste sorprendentemente un techo de lona. Hay basura, cuadros de bicicletas oxidados, mantas y cobijas mojadas. Una manada de perros gruñe desde el interior, pero pronto se apaciguan. No es que no se le puede llamar casa. Es que siquiera se le puede llamar cabaña.
Rodrigo García Pérez, albañil, de 25 años, vive con su esposa en un edificio amarillo que construyeron sus padres hace más de tres décadas, justo debajo de la cabaña colapsada. No escuchó el alud —nadie lo hizo—. Descubrió que algo había pasado cuando el señor Mariano activó el botón del pánico. “Empezó a correr la gente con botes y todo, pero ya no se pudo subir más porque el cerro es resbaloso. De noche ya empezaron a sacar la tierra de allí para allá, pero el agua que corre de arriba me afectó todo acá abajo. Toda la noche estuvo con agua”. Su salón se encharcó, como pasa desde que se erigieron las viviendas irregulares sobre él. Toda la pared es una mancha de humedad.
El terreno en el que levantaron la casa accidentada no es de nadie, pero García asegura que el dueño de los edificios de al lado cobraba un alquiler por la infravivienda. Su hermano Saúl, de 38 años, apunta: “El deslave fue provocado al excavar para construir esas casas. Antes no pasaba”. “El señor sabía que eso no estaba bien y aun así lo dejó. No los conocía [a los fallecidos] pero sí había tenido una plática con ellos porque a mí me afecta y les había dicho que no podían estar ahí, que en cualquier momento se va a derrumbar, pero el señor nunca hizo caso. Para mí la solución es desmontar todo eso. Ya llevamos años aquí y nunca había pasado algo de este grado”, añade Rodrigo.
No es solo en casa de los García, casi todos los vecinos de La Raquelito se han acostumbrado a vivir entre riachuelos que se abren camino entre edificios, pequeños desplazamientos de tierra, humedades. Las colonias como esta del Estado de México, construidas irregularmente en montes, son especialmente vulnerables a deslaves, inundaciones o terremotos. Este martes, un bombero murió en otro alud en el mismo Naucalpan. El viernes, nueve personas fallecieron en un derrumbe en Jilotzingo. Ecatepec está inundado. Chalco lo estuvo. La gobernadora estatal, la morenista Delfina Gómez, se ha paseado por Naucalpan este martes, ha prometido ayudas y cubrir los gastos funerarios. Horas después, cuando la lluvia ha vuelto a arreciar, ha pedido a los vecinos que dejen el barrio y se refugien en albergues.
Tras el deslave de La Raquelito, se difundió en la prensa que la Escuela Primaria Emiliano Zapata había sufrido daños. En realidad, el alud casi no la rozó. Por encima tiene un jardín de infancia que hace las veces de barricada contra las riadas. Es un pequeño colegio de cemento, pintado con colores vivos, que acoge a 90 niños de entre tres y cinco años. La fuerza del agua y el barro ha agrietado las paredes. Las profesoras, como Erika Varela, de 46 años, disimulan las rajas con dibujos, la necesidad hecha virtud.
Varela no vive en el barrio pero es maestra allí desde hace una década. En un aula con un enorme dibujo de El Principito, el cuento de Antoine de Saint-Exupéry, señala una hendidura en el muro: “Eso cuando llueve es cascada. Tomen en cuenta el riesgo que es para nuestros niños. No hay medidas de protección. Este problema viene desde hace tiempo y se ha estado pidiendo apoyo [al Gobierno]. Vienen, revisan, toman fotos, anotan, pero no nos han dado una respuesta real. Estamos preocupadas porque no queremos que nos vuelva a pasar lo de anoche. Como pasó anoche el deslave, ¿ya nos van a tomar en cuenta? No es justo. Ya nos han tocado los incendios forestales. Los vecinos plantaron calabazas arriba y en algunas ocasiones se han caído y nos han cimbrado la escuela. Imagínate si una calabaza grande cimbra la escuela qué va a pasar con un deslave. La preocupación de las maestras es los niños. Si viene un deslave no nos da tiempo a sacarlos”.
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