El calor que viene por nosotros
¿Por qué no estamos preparándonos para el calor extremo por venir? Por un lado están los negacionistas que no creen que haya nada de qué preocuparse y por el otro están los activistas comprometidos con evitarlo
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Estamos atravesando la temporada más calurosa de la historia moderna. A lo largo de junio y julio, el promedio global de la temperatura ha superado todos los récords precedentes. Se han sufrido prolongadas olas de calor alrededor del mundo, el agua del Atlántico norte es un caldo insólito (se teme que una de sus corrientes marinas cruciales colapse antes de lo previsto) y la Antártida, en pleno invierno austral y con el Niño apenas comenzando, ha tenido extensiones de hielo marino muy por debajo de lo normal.
En México, han muerto más de doscientas personas por golpes de calor este verano. La noche del 14 de junio, tres miembros de una familia perdieron la vida en Tabasco (un Estado costero del golfo de México) porque no había electricidad en su colonia y decidieron pasar la noche en su auto, con el motor encendido para tener aire acondicionado. Las cifras actuales de fatalidad térmica pueden parecer poco alarmantes comparadas con las de fenómenos como la violencia y la pandemia, pero estas condiciones son un modesto adelanto de lo que nos espera.
¿Se acuerdan cuando se discutía sobre el calentamiento global causado por las emisiones de gases de efecto invernadero? En algún momento se tomó la sospechosa decisión de hablar más bien de “cambio climático”, que es un término más abarcador, pero también más etéreo, técnico, inofensivo. En efecto, el clima está cambiando de muchas formas, pero la primera y más tremenda manifestación de ese cambio es el calor, un calor que la especie humana nunca ha experimentado y que, por lo tanto, no está preparada para enfrentar.
En 2021, la editora Sandra Barba me recomendó leer El Ministerio del Futuro de Kim Stanley Robinson, una novela de ficción climática que comienza con una escena de horror térmico: una multitud de personas busca refugio dentro de un lago durante una ola de calor en la India que causa más de veinte millones de decesos. Debo confesar que en su momento me pareció un escenario exagerado (a pesar de que yo también estaba escribiendo una novela que comienza con una ola de calor futurista, en la que el agente destructor no es la temperatura sino el fuego). Hasta entonces, yo nunca había oído hablar de la temperatura de bulbo térmico, una situación de extrema humedad en la que 35 grados resultan insoportables para el cuerpo humano, por lo que no imaginaba lo cerca que estamos del precipicio.
Otro libro recién publicado me confrontó con la dimensión de esta amenaza. El título apela justificadamente al sensacionalismo: The heat will kill you first, de Jeff Goodell, combina reportajes con capítulos de divulgación científica para comunicar lo vulnerables que somos ante los extremos de calor que el cambio climático ya está provocando. Al comienzo de la obra hay una lista de datos contundentes, entre los que rescato uno muy relevante para América Latina: en la actualidad, alrededor de 30 millones de personas viven en zonas de calor extremo (cuya temperatura anual promedio alcanza los 30 grados); en 2070 serán 2.000 millones. Este cálculo no significa que la población aumentará en esos lugares, sino que las regiones tórridas se extenderán muchísimo, ocupando la mayor parte de la India, el Sudeste asiático, el Sahel y la América tropical. Además del perjuicio a la salud y la calidad de vida de casi una cuarta parte de la población mundial, esto comprometerá la productividad agrícola, lo cual propiciará la migración climática y la crisis sociopolítica.
De acuerdo con un estudio publicado en 2020 sobre el futuro del nicho climático humano, la situación puede ser aún más extrema: la temperatura experimentada por el ser humano cambiará más en las próximas décadas que en los pasados seis mil años, y alrededor de 3.500 millones de personas se enfrentarán a una temperatura anual promedio mayor a 29 grados. Estas condiciones actualmente se experimentan en menos del 1% de la superficie continental, principalmente en el Sahara, pero en 2070 podrían encontrarse en cerca del 20% de la superficie continental del mundo, incluida buena parte de Latinoamérica.
En mi país, por ejemplo, las zonas más afectadas serán las costas del golfo de México y la península de Yucatán, en la que se ha experimentado una urbanización explosiva en las últimas décadas, motivada sobre todo por el auge turístico de la riviera maya. Hace un milenio, la región centroamericana ya experimentó el colapso civilizatorio de las ciudades mayas asociado con un calentamiento que, desde el punto de vista europeo, es llamado Óptimo Climático Medieval, aunque no tuvo nada de óptimo para los habitantes de Mesoamérica. Este antecedente debería servirnos como advertencia.
Hablando de optimismo eurocéntrico, Bjorn Lomborg, un crítico danés del alarmismo climático, ha declarado recientemente que el aumento de las temperaturas salvará vidas, ya que se reducirán las muertes por el frío. Este enfoque positivo del calentamiento es una tergiversación del fenómeno, ya que sólo es pertinente para países nórdicos y no para las zonas asiáticas, africanas y americanas donde vive la mayor parte de la población mundial.
Me incomoda apelar al apocalipsis maya porque temo que el catastrofismo propicie la negación y la parálisis en vez de la movilización colectiva. A estas alturas, me gustaría contar un chiste para liberar un poco de tensión, pero no se me ocurre ninguno. He pasado este verano bajo un domo de calor brutal que ha deteriorado tanto mi calidad de sueño que tengo el sentido del humor achicharrado.
¿Por qué no estamos preparándonos para el calor extremo por venir? Por un lado están los negacionistas que no creen que haya nada de qué preocuparse y por el otro están los activistas comprometidos con evitarlo. Los sucesos de este año ponen en ridículo la postura despreocupada y son un llamado urgente a organizarnos para frenar el calentamiento y ayudar a quienes ya lo están sufriendo más.