Bolaño, el profeta de un México al que nunca quiso volver
Amigos y seguidores del escritor latinoamericano comparten con EL PAÍS recuerdos y fragmentos de su obra por el 20 aniversario de su muerte
Si Bolaño levantara la cabeza y viera el entusiasmo unánime que generan su obra y su figura, se elevaría desde el fondo del Mediterráneo solo para pronunciar un sonoro: “Qué asco”. Contestaría la ovación, el enaltecimiento y cada uno de los elogios. También estas líneas y todo lo que vendrá a continuación, pero el hígado que le debemos impedirá que eso suceda y desde aquí, siguiendo la mejor tradición bolañesca, nos permitimos contestar su contestación e invocarle una vez más, con algunos de sus conocidos y amigos, para recordar que hoy ...
Si Bolaño levantara la cabeza y viera el entusiasmo unánime que generan su obra y su figura, se elevaría desde el fondo del Mediterráneo solo para pronunciar un sonoro: “Qué asco”. Contestaría la ovación, el enaltecimiento y cada uno de los elogios. También estas líneas y todo lo que vendrá a continuación, pero el hígado que le debemos impedirá que eso suceda y desde aquí, siguiendo la mejor tradición bolañesca, nos permitimos contestar su contestación e invocarle una vez más, con algunos de sus conocidos y amigos, para recordar que hoy hace 20 años que murió este ilustre latinoamericano que rompió los códigos de la literatura en español.
La obra de Roberto Bolaño (1953-2003) crece con cada lectura, y a esa gozosa labor se han empleado a fondo algunos de sus allegados y seguidores en estos días de relamerse las heridas. “He releído bastantes poemas estas semanas y, caray, me encuentro un escritor por el que no pasa el tiempo, así como él tenía su Ciudad de México y su México conservados en ámbar”, cuenta Mauricio Montiel, escritor mexicano y amigo de Bolaño, que recuerda cómo el chileno le dijo más de una vez que no volvería a México “ni con los pies por delante”. Su cuerpo cumplió la promesa, pero su mirada siempre estuvo dirigida al lado izquierdo de los mapas como una desviación incorregible.
“Yo prefiero guardar los olores, los colores, las sensaciones de mi México, y recuperarlos a través de la escritura”, pone Montiel en boca de Bolaño. “Era fascinante la memoria milimétrica que tenía de la cultura popular mexicana. No le hizo falta venir acá para cotejar su México con el actual”, reflexiona. Y a esa reflexión se suma también la periodista argentina Mónica Maristain, a quien Bolaño concedió su última entrevista, hoy un regalo insustituible: “Estando lejos empieza a recordar y da en el clavo con muchas cosas. En 2666 anuncia lo que después se dio como la famosa guerra contra el narco, y no se lo podía imaginar. Sin embargo, está en la novela”.
El legado de Bolaño está en ese gran sin embargo que se estira para abarcar una realidad que no vivió pero intuyó con lucidez e imaginación. Su literatura es la de los viajes, la memoria de una juventud perdida, el humor feroz, el eterno desarraigo y un destierro que no es solo físico sino también espiritual. En aquel tiempo yo tenía veinte años / y estaba loco. / Había perdido un país / pero había ganado un sueño. / Y si tenía ese sueño / lo demás no importaba, escribió en Perros románticos (1994). Ahí se vio reflejada una legión de lectores que sigue sumando gente a sus filas y que vuelve una y otra vez a él esperando encontrar nuevas respuestas.
El Bolaño poeta, a pesar de todo, no encontró un lugar en el podium junto al Bolaño narrador hasta tiempo después. “Cuando ganó el Rómulo Gallego con Los detectives salvajes todo el mundo decía, también los críticos, que no era buen poeta, era buen narrador, y lo fuimos asumiendo así. Ahora, releyendo sus poemas, que son maravillosos, empiezas a darte cuenta de cómo su poesía se relaciona muchísimo con la narrativa”, considera Maristain, cuya amistad con Bolaño se fraguó entre correos electrónicos. Entonces bromeaban con que saldría de la operación cantando como Camilo Sesto, que también tuvo problemas en el hígado y recibió un transplante.
Por lo mismo que Maristain, su colega infra, el también poeta Bruno Montané, recomienda leer siempre sus novelas en compañía de su lírica. Ellos compartieron “el tiempo de los poetas y la poesía y, más tarde, el purgatorio de la narrativa”, en sus palabras. De esa época todavía queda el eco de aquel “impulso crítico y surreal”. La expresión no es de Montané, sino del reportero mexicano Diego Enrique Osorno, que trasladó al periodismo la esencia de aquel movimiento del que se quedó prendado en cuanto leyó al chileno universal. “Lo que me emocionó es la devoción tan, tan, tan radical y tan profunda que tenía por la figura del poeta en tiempos tan antipoéticos. Me generó una reflexión sobre la necesidad de un pensamiento utópico, de una creación desde la búsqueda de la belleza”, resalta.
Le llegó la noticia de su muerte a través del correo de un amigo muy querido que estaba en Barcelona. Él estaba recorriendo los pueblos de Tamaulipas tratando de reportear las masacres de aquellos años cuando lo leyó. “Me mandó un poema de él que me encanta, que se llama El burro, y que alguna vez habíamos leído en alguna parranda”, recuerda con cariño. Bolaño evoca en él a su mejor amigo, el poeta Mario Papasquiaro: A veces sueño que Mario llega / con su moto negra en medio de la pesadilla / [...] Y mientras el sueño me transporta / de un continente a otro / a través de una ducha de estrellas frías e indoloras, / veo la moto negra, como un burro de otro planeta, / partir en dos las tierras de Coahuila.
Osorno achaca la recuperación de su obra poética a la “niñez de tantos lectores que se quedaron ávidos de buscar más cosas” y que “escarban” donde pueden para encontrarlas. 2666 es la novela “más importante” que ha leído, una devoción a la que se suman Maristan y Montiel. “Cuando ya has escrito una obra así, ¿qué vas a hacer a continuación?”, se pregunta el último: “Lo que hizo Roberto fue morirse”.
La obra del latinoamericano, en realidad, ha sido muy prolífica desde que murió. Quiso ser escritor desde los 17 años, pero no empezó a publicar hasta los 43. De ese gran intervalo de silencio forzado por el rechazo editorial, se conservan casi 15.000 páginas, 84 libretas y en torno a un millar de cartas que aún no han conocido otro lector que no sea su familia cercana, heredera de unos derechos de autor que han sido fuente de fuertes disputas con Anagrama, la editorial con la que decidieron romper.
Para el escritor que sustituyó el gentilicio nacional por el latinoamericano, la patria siempre fueron, sin embargo, sus hijos, Lautaro y Alexandra. “No hay absolutamente nada más fuerte que tener un hijo. Y si es una hija, bueno, debe de ser la rehostia”, le escribió a Montiel en un e-mail de felicitación por el nacimiento de su niña. Era septiembre del 2000 y él todavía no había tenido a la suya. “Cuando nació Lautaro, yo creía que lo había vivido todo, y no tardé más de treinta minutos en darme cuenta de que no había vivido nada”, completó.
A Osorno le conmueve esa vocación paternal que mantuvo hasta el final y que le diferencia de tantos otros genios de la palabra. El Bolaño humano, quizá, no está tan lejos del poeta, el narrador y el mito. Alguno de esos tres o todos al tiempo definieron la poesía en su célebre entrevista en La belleza de pensar como “un gesto del adolescente frágil que apuesta lo poco que tiene por algo que no se sabe muy bien qué es y que, generalmente, pierde”. En ese gesto Bolaño se dejó el hígado y finalmente la vida. Pero ni siquiera ahí lo perdió todo. Aún queda el océano de lectores que lo darían todo por una página más, una línea más o, tan solo, una última palabra.
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