El nacimiento (sin querer) de uno de los fondos de ‘Quijotes’ más importantes de América
El coleccionista Franz Mayer no pretendía reunir un acervo de obras de Cervantes, pero llegó a sumar más de 600 ediciones. EL PAÍS visita la biblioteca donde se conservan los ejemplares
La primera edición del Quijote que quiso comprar el coleccionista Franz Mayer fue una publicada por la Real Academia Española en 1780. Es una edición de lujo encuadernada en piel y papel de color verde y con detalles dorados. En el interior, tiene 33 grabados de artistas destacados de la época, como Antonio Carnicero, comentarios que anteceden la obra y una breve semblanza del autor, Miguel de Cervantes. “Solo me interesa de la forma en la que me interesan todas las cosas bellas”, le escribió Mayer a su marchante de arte en 19...
La primera edición del Quijote que quiso comprar el coleccionista Franz Mayer fue una publicada por la Real Academia Española en 1780. Es una edición de lujo encuadernada en piel y papel de color verde y con detalles dorados. En el interior, tiene 33 grabados de artistas destacados de la época, como Antonio Carnicero, comentarios que anteceden la obra y una breve semblanza del autor, Miguel de Cervantes. “Solo me interesa de la forma en la que me interesan todas las cosas bellas”, le escribió Mayer a su marchante de arte en 1942 y él se la consiguió. Sin pretenderlo, el coleccionista empezó así a formar uno de los fondos de Quijotes más importantes de América.
Ese ejemplar de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, impreso por primera vez en 1605 por Juan de la Cuesta, es hoy uno de los más preciados del museo Franz Mayer. Corresponde a la primera parte de la novela, en la que el hidalgo ha perdido la razón por leer libros de caballería y se arma “para desfacer agravios y enderezar entuertos”. Cervantes publicó diez años después, en 1615, la segunda parte de la obra. En vida, Mayer consiguió reunir alrededor de 600 ediciones de ambos tomos. Más de la mitad, unos 400, se los compró al cervantófilo catalán Juan Sedó. Cuando Mayer falleció, empezaron a llegar donaciones y hoy el fondo resguarda 736 copias en más de 1.000 volúmenes publicados entre el siglo XVII y el siglo XXI en una veintena de idiomas.
Todos se conservan en la biblioteca del museo. Pisos, paredes, barandas, muebles, casi todo en estas salas está hecho o recubierto de madera barnizada. El olor a ese material es intenso. El espacio está iluminado con lámparas LED y, aunque afuera es mediodía y hace más de 27 grados, el interior se mantiene fresco; así se conservan mejor los libros más antiguos. La edición de 1780 que hizo la RAE está sobre una de las mesas. Tania Vargas, encargada de los acervos documentales del museo, la enseña este jueves a EL PAÍS. Normalmente, el tomo reposa en una de las estanterías del primer piso bajo llave con el resto de ediciones. Todos los usuarios pueden verlas a través de los cristales, pero solo los investigadores que expliquen en una carta sus intenciones están autorizados a consultarlas.
Vargas ha desplegado frente a ella algunas de las ediciones más singulares del museo. Usa guantes de látex azules para no dañar las obras. Las manos le tiemblan, pero no es porque esté nerviosa. Manipula los libros con seguridad. Parece, más bien, emocionada. “Aunque la obra es una sola, la cantidad de ediciones es gigante. El Quijote es muchos”, señala la conservadora, de 34 años. Vargas muestra, por ejemplo, un tomo de cantos rojos ya pálidos encuadernado en pergamino. Fue impreso en 1607 en Bruselas. “Es la primera edición que se publica fuera de España”, indica. Después, toma otro ejemplar de cubierta roja y cantos dorados: “Esta es de 1612. Franz Mayer la adquiere sabiendo que le faltan las primeras tres páginas porque es la primera edición en inglés, con traducción de Thomas Shelton”.
El más preciado, sin embargo, es un ejemplar retacón de 1605, publicado en la imprenta del valenciano Pedro Patricio Mey cuatro meses después de que saliera la primera edición. Es el más antiguo que resguarda el museo y solo hay nueve como este en el mundo, según los registros. El pergamino que cubre la tapa está ya cuarteado y percudido. En el lomo, se desdibujan las letras del título. “Una de las particularidades es que lleva la primera imagen que conocemos del Quijote”, cuenta Vargas. Tiene también un ex libris que indica que la obra perteneció a un hombre llamado John Murray y notas “con observaciones para mejorar futuras ediciones”. Este ejemplar no se expone con el resto de las ediciones, sino que está protegido dentro de una caja fuerte donde el museo también conserva incunables del siglo XV.
Los libros tienen avalúos por valores que el museo no precisa. Es posible hacerse una idea del valor de mercado de estos ejemplares si se compara con la subasta más reciente que se hizo en Francia de dos tomos de la obra. En diciembre, la firma Sotheby’s vendió una tercera edición de la primera parte —impresa en 1608— y una primera edición de la segunda parte —impresa en 1615— por 504.000 euros (casi 10 millones de pesos). El museo no persigue, sin embargo, adquirir nuevos ejemplares (ni vender los que tiene), sino que las incorporaciones hechas tras la muerte de Mayer provienen de donaciones. La más reciente: una edición contemporánea en tailandés hecha por el Gobierno del país asiático.
Vargas muestra ahora las ediciones que incorporan las primeras ilustraciones en el texto. Una de 1662 con grabados de Jacob Savory; otra de una década después con dibujos ―casi idénticos― de Diego de Obregón, el primer ilustrador español de la novela. “Estas primeras ediciones van a dictar líneas en torno a qué capítulos son dignos de ser ilustrados”, señala Vargas. “La obra de Cervantes es tan evocativa que nos permite imaginar los escenarios. El propio autor dijo que la obra sería interpretada por la escultura, por la pintura, por el grabado… Yo creo que al Quijote lo conocemos más por las imágenes que por lo que Cervantes escribió”, agrega.
Cuando Vargas piensa en el Quijote, piensa en los grabados Gustave Doré, el ilustrador más famoso del siglo XIX. “La imagen que que hoy tenemos es la imagen que él construye”, señala y abre un ejemplar de tapa roja con gofrados en negro y dorado. El libro, impreso en Milán en 1880, tiene más de 120 láminas dibujadas por Doré con escenas fantásticas. La primera muestra al hidalgo sentado en un sillón con la mirada ausente, la boca abierta y el brazo en alto asediado por personajes que sobrevuelan a su alrededor. El segundo tomo de esta edición jamás se abre porque está más dañado. La colección sigue e incluye, por ejemplo, una edición de 1967 con dibujos del ilustrador español Lorenzo Goñi o una de 1979 con imágenes a color pintadas por Salvador Dalí.
Una gusto estético
“El gusto de Franz Mayer por Don Quijote no se debe tanto a una afición por la literatura, sino más bien a un gusto estético”, explica Vargas, y continúa: “Aunque él dijo que no le interesaba hacerse con un gran fondo [de Quijotes] acaba formando una de las colecciones más importantes de América, no solo por la cantidad, sino también por las ediciones raras o únicas en su tipo que incluye”. Vargas la compara con el acervo de la Hispanic Society de Nueva York o con el fondo donado por el coleccionista Carlos Prieto al Tecnológico de Monterrey. La primera cuenta con más de 41 ediciones publicadas antes de 1700 ―entre ellas, cuatro de 1605― y la segunda reúne 303 ediciones del Quijote.
Vargas se mueve por la biblioteca con un manojo de más de 10 llaves que abren los libreros del segundo piso, donde está la mayor parte de los ejemplares que resguardan. Los libros están ordenados cronológicamente. Hasta hace dos años, los visitantes no podían llegar hasta allí. Pero Vargas decidió hacerlo accesible para que el público pudiera verlos. “Antes prevalecía una idea de conservación antigua, en la que la idea era que los ejemplares se preserven para siempre y por siempre idénticos. Mi idea es que la conservación no solo es material, sino que también tiene que ser de memoria. Conservar la memoria es poder transmitirla”, señala.
Franz Mayer tuvo una idea similar cuando quiso que su colección, que está enfocada, sobre todo, en artes decorativas, se convirtiera en museo tras su muerte. Dos años después de que abriera el museo, en 1988, se inauguró la biblioteca que conserva los cientos de Quijotes que llegó a juntar. Pero eso no podía saberlo en 1942, cuando le escribió a su marchante de arte pidiéndole que adquiriera esa edición de tapas verdes que lo atraía: “Si usted cree que esta edición representa el valor de la obra, incluso para un hombre cuya comprensión de los libros es mediocre, por favor, compre algunos para mí. Esperaré a ver cuándo se presenta la oportunidad de regalarlo, y mientras tanto no me importa echarle un vistazo de vez en cuando”. Es sabido que al final no la regaló; el ejemplar reposa de lado en una de las estanterías, detrás del cristal.
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