Contra el insulto

Creo que entre los aciertos hay rasgos del obradorismo que traicionan a sus propias banderas. A estos claroscuros he dedicado mi columna estos años, aunque ello implique incomodar a unos y a otros

El periodista y escritor mexicano Jorge Zepeda PattersonSAÚL RUIZ

Hace algunas semanas mi nombre ingresó a un directorio de alguno de los motores dedicados a la batalla política en las redes sociales. Alguien juzgó que mis textos pecaban de obradoristas, supongo, lo cual obligaba a desacreditar o descalificar al autor. Súbitamente las reacciones a mis columnas se multiplicaron por cien, pero todas en el mismo sentido: uno o dos tuits cargados de insultos a partir de lo que supuestamente afirmé, pero sin un enlace para que remita a lo que escribí; en cuestión de minutos se apersonan a retuitear “multitud” de usuarios, la mayor parte de los cuales, curiosament...

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Hace algunas semanas mi nombre ingresó a un directorio de alguno de los motores dedicados a la batalla política en las redes sociales. Alguien juzgó que mis textos pecaban de obradoristas, supongo, lo cual obligaba a desacreditar o descalificar al autor. Súbitamente las reacciones a mis columnas se multiplicaron por cien, pero todas en el mismo sentido: uno o dos tuits cargados de insultos a partir de lo que supuestamente afirmé, pero sin un enlace para que remita a lo que escribí; en cuestión de minutos se apersonan a retuitear “multitud” de usuarios, la mayor parte de los cuales, curiosamente, solo tienen uno o dos seguidores. Con todo, logran su cometido: nadie o pocos leen el texto, solo queda la abrumadora y colérica reacción a las supuestas abominaciones allí escritas.

El precio a pagar, asumo, por participar visiblemente en la conversación pública en estos tiempos de cólera política. Desde luego no soy el único, ni mucho menos el más aquejado. Mis colegas de la acera de enfrente lo han pasado bastante peor al ser exhibidos en listas negras construidas y difundidas desde Palacio Nacional. Justamente hace algunos meses, escribí un texto respecto a la lamentable y desmemoriada actitud del presidente Andrés Manuel López Obrador frente a Carmen Aristegui y lo mucho que ella había aportado a la crítica de los gobiernos anteriores o en dar voz a los desatendidos.

Pero más allá de los casos personales, habría que dar cuenta del acelerado proceso que ha ido reduciendo el espacio para cualquier forma de pensamiento que no se acoja a una trinchera incondicional del obradorismo o del anti obradorismo. En la polarización que vivimos, desde las dos aceras se dinamitan todos los puentes que intentan construir una conversación entre los argumentos de uno y otro. Toda nota y toda opinión es recibida exclusivamente en términos de un solo filtro: defiende a López Obrador o exhibe sus defectos y errores.

La polarización asfixiante obedece tanto a causas naturales como a estrategias diseñadas. Naturales porque, en efecto, se disputan el poder dos visiones encontradas de país por vez primera en mucho tiempo. Una que intenta priorizar la causa de los dejados atrás en la expansión de las últimas décadas, otra empeñada en continuar la democratización institucional y la modernización del país. Una busca cambiar las prioridades sociales del sistema, otra considera que habría bastado con algunas mejorías. Claramente la primera es apoyada por amplios sectores populares a los que el presidente ha buscado representar; la segunda, en cambio, habita en sectores medios y altos, alrededor de un tercio de la población, más próspero e ilustrado.

A mi juicio los dos proyectos están obligados a escucharse, porque uno no puede desembarazarse del otro, por no hablar del hecho de que ambos poseen argumentos atendibles y también ambos tienen versiones dignas y decentes, además de las impresentables. La parte próspera no puede ignorar el hecho de que la mayoría expresó su deseo de cambio a través del voto y muy probablemente volverá a hacerlo dentro de dos años. Por más convencidos que estén de que continuar el modelo beneficiará más a los pobres que cualquier aventura populista, el problema es que las mayorías no piensan lo mismo. Asumir que la desesperación que lleva a tantos a pedir un cambio es producto de la manipulación o la ignorancia, equivale a cegarse frente a un México profundo que experimenta una realidad radicalmente distinta a la que vivimos los sectores medios y altos.

Pero el obradorismo tendría que estar igualmente urgido de construir consensos en lugar de ampliar las diferencias. Los puentes y las convergencias son imprescindibles para construir el ambiente político y económico que permita la creación de empleos y la inversión; sin ellos todo proceso de redistribución social queda condenado a la beneficencia pública. Es decir, a un paliativo. En México el sector público es responsable del 25% del PIB; el 75% es generado por el sector privado. Por esa razón me parece que la polarización a la que se ha entregado López Obrador camina en su contra: ayuda a ganar elecciones, pero dinamita la posibilidad de construir un cambio viable en favor de los sectores sociales que intenta mejorar.

Puedo entender que, una vez instalada la polarización, se genere una inercia en la que resulta imposible tomar heridos y obligue a discutir a tumba abierta. Los obradoristas asumen que toda crítica es inadmisible en momentos en que los adversarios intentan por todas las vías desbarrancar el proyecto de cambio; “no se vale darle municiones al enemigo, ni es el tiempo de fijarse en minucias frente a lo que está en juego”. Pero esa actitud podría entenderse quizá como estrategia para ascender al poder, pero no ayuda para construir la paz necesaria que propiciaría una sociedad mejor. Y, peor aún, nada daña mas a un proyecto que la intolerancia, la incondicionalidad o la ausencia de crítica que permitiría autocorregir y mejorar.

Por su parte, los críticos de la 4T consideran que toda coincidencia con las banderas de López Obrador o con el hecho de reconocer un acierto, termina siendo cómplice de un proyecto político que está destruyendo al país. Una tesis que acaba por ocultar que los desajustes y desequilibrios del modelo, fue lo que produjo los votantes en contra; y mientras siga creyéndose que todo es resultado de la perversidad de López Obrador, los sectores críticos o la oposición no estarán en condiciones de construir una idea de país en la que los desfavorecidos se sientan realmente incluidos.

En un espacio público alimentado por dos bandos obsesionados en la mutua satanización, toda voz que intenta introducir matices o considerar los claroscuros de uno y otro, termina por ser incómoda. Y la incomodidad se resuelve imponiendo una etiqueta categórica y definitiva que elimine el esfuerzo de considerar argumentos o razones; basta calificar de vendido, entregado, corrupto al portador de la tesis irritante. Nada que ponga en riesgo la comodidad que otorga el desprecio, el odio y las propias certezas. Aunque eso nos condene a vivir de espaldas a la convivencia otros ocho años.

En lo que a mi respecta, coincido con muchas de las banderas que enarbola el presidente, porque en efecto me parece que tanto por prudencia (el riesgo de inestabilidad social) como por razones éticas, era el momento de mirar por los pobres. Pero también creo que entre algunos aciertos hay rasgos del obradorismo que traicionan a sus propias banderas. A estos claroscuros he dedicado mi columna estos años, aunque ello implica incomodar a unos y a otros. No sostengo que debamos ser neutrales ante la polarización prevaleciente; es inevitable estar más cerca de una acera que de la otra. Pero habría que pelear con los dientes la necesidad de mantener los puentes que permitan considerar los argumentos del otro, intercambiar pareceres y no solo insultos.

@jorgezepedap

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