En busca de la oposición perdida
Los distintos actores y sectores opuestos a López Obrador no alcanzaron a comprender la profundidad de su atractivo en un país con enormes y ancestrales problemas de pobreza, desigualdad, marginación y discriminación
Hace poco más de dieciséis años, a finales del verano de 2006, un importante empresario mexicano celebraba — aliviado — la derrota de Andrés Manuel López Obrador. “Pasó cerca la bala”, dijo, y yo recuerdo haber pensado que la bala en realidad no había pasado, se quedó girando suspendida en el aire, como en una escena de película de policías y ladrones.
Y es que la proverbial bala, la victoria de la izquierda y en particular de Andrés Manuel, solo se evitó en ese momento, sin que l...
Hace poco más de dieciséis años, a finales del verano de 2006, un importante empresario mexicano celebraba — aliviado — la derrota de Andrés Manuel López Obrador. “Pasó cerca la bala”, dijo, y yo recuerdo haber pensado que la bala en realidad no había pasado, se quedó girando suspendida en el aire, como en una escena de película de policías y ladrones.
Y es que la proverbial bala, la victoria de la izquierda y en particular de Andrés Manuel, solo se evitó en ese momento, sin que los que llegaron entonces al poder hicieran nada — o al menos nada suficiente — para cambiar las condiciones políticas, económicas y sociales que habían hecho tan competitiva su candidatura.
Entonces, como ahora, los distintos actores y sectores opuestos a López Obrador no alcanzaron a comprender la profundidad de su atractivo en un país con enormes y ancestrales problemas de pobreza, desigualdad y marginación/discriminación.
Desde sus inicios en política, AMLO ha sido un personaje desconcertante. Además de su ya legendaria capa de teflón que hace que no se le pegue ni medio escándalo, sus aparentes defectos y debilidades en realidad terminan siendo fortalezas en términos de su popularidad y arrastre. Tal vez es por ello que cada vez que sus contrincantes celebran sus tropiezos, él sale fortalecido.
Tras poco más de cuatro años y medio en la presidencia, López Obrador ha sufrido un indudable desgaste: el ejercicio del poder errático y confrontacional, la parálisis económica, la pandemia y la cada vez más visible violencia y control territorial del crimen organizado, bastarían para desahuciar a cualquier gobierno en funciones: en otro país más convencional la derrota en las urnas del partido en el poder sería un hecho.
No así en México. En parte por los ya mencionados agravios históricos de la pobreza y la exclusión, en parte por el triste recuerdo que millones tienen de los gobiernos anteriores, López Obrador y su partido (mismo que sin él no se explica) no solo han avanzado electoralmente con pocos sobresaltos, sino que además lideran en las encuestas rumbo a dos elecciones estatales cruciales en 2023 y las presidenciales y legislativas de 2024.
Una parte de la razón de lo anterior se encuentra no en los méritos o las habilidades políticas del presidente, que vaya si las tiene, sino también en una fallida estrategia de la oposición que queda hoy doblemente evidenciada ante lo que parece ser el inminente e inevitable colapso de la alianza o coalición de Va por México.
De entrada, la estrategia opositora partió de supuestos erróneos: el primero y más grave fue no entender ni el por qué de la amplísima victoria de López Obrador en 2018 ni el por qué del rechazo de los electores a las dos opciones que tuvieron, la del PRI y la de una coalición entre PAN y PRD que buscaba mezclar el agua bendita con el aceite socialdemócrata.
Después, la así llamada alianza opositora reunió a los tres partidos derrotados sin que en ellos se observara mayor ánimo ni de autocrítica ni de renovación. Más allá de algunos nombres y cargos, lo que la gente vio fue al PAN, al PRI y al PRD de siempre, con las mismas caras, el mismo discurso y las mismas propuestas que ya habían fracasado en las urnas.
En tercer lugar, la comunicación partió de otra premisa no solo equívoca, sino suicida: la descalificación y satanización no solo del nuevo presidente y su gobierno (lo cual sería normal y comprensible) sino de sus votantes y simpatizantes (lo cual haría imposible recuperarlos).
Y es que llamar “pendejos” a treinta millones de ciudadanos que votaron por el ganador era todavía más aventurado (por no usar otra palabra) que cuando Hillary Clinton llamó “los deplorables” a los simpatizantes de Donald Trump. Si a eso se añade la decisión de acusar a cualquiera que no fuera crítico mordaz del presidente de “colaboracionistas”, “facilitadores” y “normalizadores” difícilmente les generaría simpatías o cambios de opinión entre ese sector que si bien no es numeroso sí tiene peso e influencia.
Entonces, tenemos que la alianza opositora no hizo autocrítica, no entendió por qué perdió, se aferró a los mismos de siempre, agravió a la mayoría de los votantes morenistas y a muchos de los moderados o escépticos.
Todo lo anterior nos daría material suficiente para un libro de texto de qué no hacer, pero los aliancistas no quisieron quedarse con medias tintas: animados por sus relativamente buenos resultados en las intermedias, endurecieron sus posturas y su agresiva comunicación sin considerar ni los niveles todavía altos de aprobación del presidente ni sus propias vulnerabilidades, comenzando por las más obvias: las de las colas largas que obligan a tener las lenguas cortas.
Una prominente priista me decía —con toda razón— que es nefasto que el Gobierno judicialice las disputas políticas con sus opositores. Ciertamente, es así, pero los opositores deberían también cuidar que sus dirigentes o candidatos no sean vulnerables judicialmente hablando.
Hoy asistimos a lo que podrían ser las exequias de la alianza opositora, uno de los más costosos proyectos políticos en la historia reciente de México. Aunque el desenlace pueda retrasarse, el actuar de la dirigencia priista no deja lugar a dudas de su maleabilidad, lo cual la hace bien poco confiable.
¿Hacia dónde ahora?. El presidente y el Gobierno se regodean con los pleitos internos de una oposición que no ha sabido encontrarse. Eso es de lamentarse porque no solo permite al presidente y a Morena salir airoso con muchas iniciativas cuestionables o deplorables, sino que también cierra caminos a otras alternativas opositoras, menos rabiosas, menos vociferantes, más reflexivas y pensantes.
Pierden, como siempre, la sociedad y los ciudadanos.
Los mexicanos nos merecemos un Gobierno, y una oposición, a la altura de estos tiempos.
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