Llora la pluma
Ha llegado a la yugular de un autor la daga que desenvainó hace más de tres décadas el fanatismo religioso
Al escribir estas líneas sigue en cirugía Salman Rushdie, herido en el abdomen y cuello con un cuchillo que llevaba años afilándose. No quiero saber el nombre del atacante demente ni los pormenores de su atrevido delirio; solo deseo que la anestesia permita que Rushdie imagine nuevas tramas y personajes que cuajará en su próxima novela o ensayo. También deseo –con necedad—que el episodio deje de ser tragedia y se convierta en vera advertencia de la gravedad ...
Al escribir estas líneas sigue en cirugía Salman Rushdie, herido en el abdomen y cuello con un cuchillo que llevaba años afilándose. No quiero saber el nombre del atacante demente ni los pormenores de su atrevido delirio; solo deseo que la anestesia permita que Rushdie imagine nuevas tramas y personajes que cuajará en su próxima novela o ensayo. También deseo –con necedad—que el episodio deje de ser tragedia y se convierta en vera advertencia de la gravedad imperdonable que conlleva cualesquier atentado a la libertad de expresión, a la iluminación de lo intangible. Es decir, a eso que llamamos Literatura con mayúscula y que es –grabado en piedra, papel o pantalla—lo único que nos salva.
Apenas ayer un demente murió abatido por intentar inmolarse en defensa del ya probado criminal, payaso y simulador Donald Trump, y a diario nos acosan bombardeos de pavorosa estulticia, desatadas mentiras, tormentosa violencia y demás desgracias, pero que haya llegado a la yugular de un autor la daga que desenvainó hace más de tres décadas el fanatismo religioso de una plebe enloquecida (que sin leerlo, ya lo condenaban) es una constancia inevitable de la barbarie que persiste en este mundo. El mismo mundo que hace 30 años no tenía ni teléfonos móviles ni la internet, apenas cajeros automáticos y faxes que jubilaban a los télex. Ese mundo donde cambió para siempre la vida de un escritor.
Ahora bien: ¡Leánlo! Ahora más que antes: ¡Leánlo! Quienes ya lo han hecho: ¡reléanlo!, como vigilia y homenaje, aliento y confirmación que no hay arma que derrote el universo mágico de la Literatura. No hablo de la exhortación Hello Kitty, buena ondita y ternurita de suponer que poniendo un libro en manos de los delincuentes –con abrazos y no balazos—se esfuma para siempre el clima sangriento y la desatada criminalidad; ¡no! Digo que hay que leer y releer precisamente porque hay terroristas y jefes religiosos que decretan la fetua por los versos que han leído, por el Libro sagrado que llevan como equivocada justificación para la Muerte. Hay que leer a Rushdie para conocer a un erudito sin pedanterías, una prosa iluminada por la gracia del humor (que no la payasada). Es un escritor que se ha preocupado por entender los puentes que cruzan las distancias entre culturas y paisajes… un lector voraz cuyos ensayos son puro pensamiento andante, puro y duro y una sonrisa inolvidable que en estos momentos solo merecen el silencio. Perdonen lo borroso, la pantalla parece inundarse porque la pluma está llorando.
Que lloren todas las plumas en este acalorado momento en que la voz hipnótica y la mirada cuasiestrábica de un bardo iluminan la noche como estrellas fugaces, como Perseidas en la negra noche de la demencia donde han de fertilizarse mejores días precisamente con el goteo de la tinta salada con la que uno solo intenta subrayar admiración y gratitud por todas las escritoras y tantos autores que entregan el alma en cada párrafo de sus cuentos y en cada verso de sus párrafos, el pentagrama de las líneas donde flota el ritmo cardíaco de un hombre de letras, sílabas y sonidos de silencio que jamás debió haber sufrido ni el mínimo acoso irracional ni el presente atentado por haber cuajado el elevado placer de escribir.
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