Una noche de angustia a las puertas del pozo de Coahuila: ni rastro de los 10 mineros atrapados
Los familiares de los trabajadores no entienden por qué los buzos del Gobierno aún no entran a rescatarlos cuatro días después y proponen que sean los compañeros de la zona los que bajen
La noche en Coahuila es casi tan negra como el carbón que dibuja cicatrices sobre la cara de Sergio Martínez, después de haber pasado todo el sábado peleando con la tierra, el sol y el agua para salvar a su hermano pequeño, Jorge Luis. Las estrellas salen sobre la mina de las Conchas, en Sabinas. Y con ellas, él acaba otro turno en uno de los equipos que contra toda probabilidad tratan de rescatar con vida a los 10 mineros atrapados desde ...
La noche en Coahuila es casi tan negra como el carbón que dibuja cicatrices sobre la cara de Sergio Martínez, después de haber pasado todo el sábado peleando con la tierra, el sol y el agua para salvar a su hermano pequeño, Jorge Luis. Las estrellas salen sobre la mina de las Conchas, en Sabinas. Y con ellas, él acaba otro turno en uno de los equipos que contra toda probabilidad tratan de rescatar con vida a los 10 mineros atrapados desde el miércoles bajo el derrumbe del pozo tres. Martínez enciende un cigarro, las manos gruesas y callosas de trabajador manual tiznadas por el mineral que en esta región es sustento y a la vez condena, pero se olvida de fumarlo. Las brasas se consumen hasta que todo lo que queda es un hilo de ceniza que cae con suavidad sobre el polvo del desierto.
—La verdad, quisiera ir a un lugar y gritar. Desahogarme. Ya llamé a mi hermano pozo por pozo. Pensar que está ahí dentro, si respira, la agonía… Si uno supiera cuando alguien se va a morir para poder despedirse…
Martínez (36 años) llora lágrimas contenidas que al caer por sus mejillas arrastran el polvo acumulado. Clava la mirada en los pozos y deja sobre una nevera portátil en la que sus familiares almacenan agua fría el casco blanco, el chaleco naranja, la linterna. Junto a él, otro puñado de parientes que se niegan a irse a casa se han congregado en vigilia en un campamento improvisado con una pequeña carpa y unas cuantas sillas de plástico. Esperando estoicos en la noche están su hermana; su esposa; su hijo adolescente; la esposa de Jorge Luis, Carolina Álvarez (33 años) y la hija mayor de ambos, Alison, de 16.
La situación no es halagüeña y esta espera que se siente eterna está desquiciando a los familiares. En contra de la versión oficial, los rescatistas comentan entre ellos que el nivel de agua que inunda los pozos —lo que provocó el derrumbe— se mantiene todavía por encima de los 30 metros en un pozo de 60 metros de profundidad. Los túneles colapsados están a apenas unos metros de la mina de Las Conchas, que llevaba casi 40 años abandonada y llena de agua por su cercanía con el río Sabinas. Aunque varias bombas están drenando, a medida que achican el líquido vuelve a filtrarse.
Las familias de los hombres atrapados bajo tierra no entienden por qué los buzos que han venido desde Ciudad de México no actúan. Entre ellos comentan que son los mineros de la zona los que van a entrar a los pozos a buscarlos. Casi 60 trabajadores de esta pequeña comunidad que han acudido a socorrer a sus compañeros. Muchos son familia. El presidente del Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, ha señalado que está analizando si acudir a la mina para mostrar su apoyo: “Estamos valorando la situación para decidir, porque está bombeándose mucha agua, mucha, mucha agua”.
Alison Martínez mira con ojos húmedos hacia el pozo. Su madre la abraza y le acaricia el pelo. No se ha ido a casa desde que llegó y a su cara se asoma el cansancio. Ha dormido en unos catres habilitados en el interior del perímetro de seguridad del Ejército alrededor de los pozos, donde solo pueden entrar los familiares más cercanos. En torno al cerco militar, el resto de parientes descansa como puede, algunos sobre mantas en el suelo, entre cactus y alacranes.
El viento de la noche no cesa de soplar y levanta polvaredas, que a la luz blanca y quirúrgica de los focos se ven como si la niebla hubiera descendido sobre la mina o como una tormenta de arena a medio gas. Proyectan sombras alargadas entre los arbustos; claroscuros caprichosos que dan un gesto grave a los rostros. Algunas personas dormitan en sillas de plástico unos metros más atrás, bajo los arbustos. Los que están despiertos hablan de la esperanza de volver a ver con vida a los mineros, aunque en el aire flota un aura como de velatorio. Pero de vez en cuando se oye una risa, a alguien que invoca la memoria de los obreros atrapados con una anécdota.
Sergio Martínez se encontraba fuera de Coahuila desde hace seis meses. Pero volvió corriendo el día que supo que el agua había inundado y derruido el túnel en el que Jorge Luis (34 años), minero desde adolescente, picaba en busca de carbón. Los últimos cuatro días todo su universo ha sido cargar tuberías y bombas de drenaje de un lado a otro, ayudar a los expertos a sacar todo el líquido de la mina.
Llegó el jueves por la mañana y no se fue a casa a descansar hasta el viernes. Ahora, en la noche del sábado, reconoce que está cansado, que apenas puede seguir caminando, que para él trabajar en estas condiciones es un peligro. Hace cuatro horas dijo que se iba a descansar y darse una ducha, pero algo le retiene en la mina. Una voz que le susurra al oído que en cualquier momento puede pasar el milagro que está esperando, que tiene que estar aquí cuando los mineros empiecen a salir.
Cuenta historias sobre Jorge Luis, recuerda los momentos compartidos: las últimas navidades, los bailes en pareja, las conversaciones entre cervezas hasta la madrugada. Sonríe un rato al rememorar, pero de la alegría pasa rápido a la tristeza cada vez que se escucha un ruido desde los pozos, cada vez que la linterna de otro rescatista alumbra entre la oscuridad. Y lamenta los seis meses que pasaron sin verse, que por sus diferentes horarios de trabajo no pudieran ni siquiera ponerse de acuerdo para hablar por teléfono. “Ahí abajo me están esperando”, dice señalando el pozo, “solo pienso en sacarlo con vida”.
Su madre tampoco quiere irse a casa. Vivía sola con Jorge Luis y no quiere pensar en volver y quedarse a solas con su cabeza, con la ausencia de su hijo. Prefiere dormir en la mina, rodeada del resto de familiares. Aquí las tragedias cuando llegan son colectivas y en colectivo se afrontan. “Ahora mi mamá está más calmada, ha podido respirar”, cuenta Martínez. “La vida nos ha golpeado fuerte los últimos años. Esto se siente feo”. Entonces levanta la cabeza y mira a los periodistas.
—¿Tienen hermanos?
—Una hermana—, responde el fotógrafo.
—Un hermano pequeño—, dice el reportero.
—Abrácenlos cuando los vean. Uno nunca sabe cuando va a tener que despedirse.
Las horas pasan y otros rescatistas llegan para tomar el relevo a sus compañeros. Intercambian algunas palabras, se cuentan las escasas novedades, dicen palabras de apoyo, comparten botellas de agua. Y se lanzan linterna en mano hacia la mina, donde el amanecer les encontrará, como los últimos tres días, con sudor en la cara y carbón en las manos.
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