Paco Ignacio Taibo II: “Soy un apache: arremeto, insulto”

Excesivo, visceral, el escritor y director del Fondo de Cultura Económica habla de la culpa como motor vital, de la hora de comer y del reencuentro literario con su padre, fallecido hace ahora 13 años

Paco Ignacio Taibo II, en la sala de su casa, en Ciudad de México.Monica Gonzalez

Desde lejos, a 15, 30 o 100 metros, Paco Ignacio Taibo II parece un fenómeno meteorológico, una tormenta de arena, un chaparrón veraniego: rápido, intenso, inevitable. Da miedo acercarse, igual que dan miedo los truenos. Verle fumar es atestiguar un incendio. Se mueve y la tierra tiembla. Hasta el último pescador de Acapulco se para entonces y se acerca a mirar: “¿Qué pasó, qué dijo Taibo?”.

Popular, excesivo, vehemente, pocos escritores atraen a las masas en México como lo hace él. Quizá Benito, su hermano. ...

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Desde lejos, a 15, 30 o 100 metros, Paco Ignacio Taibo II parece un fenómeno meteorológico, una tormenta de arena, un chaparrón veraniego: rápido, intenso, inevitable. Da miedo acercarse, igual que dan miedo los truenos. Verle fumar es atestiguar un incendio. Se mueve y la tierra tiembla. Hasta el último pescador de Acapulco se para entonces y se acerca a mirar: “¿Qué pasó, qué dijo Taibo?”.

Popular, excesivo, vehemente, pocos escritores atraen a las masas en México como lo hace él. Quizá Benito, su hermano. Director del Fondo de Cultura Económica, una de las editoriales públicas más importantes del mundo, ha empeñado su prestigio en convertir al país en una “república de lectores”. Triunfará, seguramente. Y si no quedará cerca. Solo hay que darse una vuelta por alguna de las decenas de ferias del libro que organiza cada año en cada uno de los rincones de México. Siempre llena. Siempre.

La tormenta se toma un descanso estos primeros días de noviembre. No es que no trabaje: lo hace desde la cama. La Feria del libro del Zócalo destruyó su espalda y la de su mujer, Paloma Sáiz, directora del evento. Así que ahora ambos adaptan su vida a la horizontalidad del lecho, espacio donde el escritor no puede fumar. De ahí la tos que sufre esta tarde, argumenta incomprensiblemente, espasmos violentos que disparan marejadas en sus mejillas. “No tengas miedo, no es mortal”, asegura. Pero ya es tarde.

La cercanía contiene al escritor, que recuerda alguno de sus últimos libros, caso de La Libertad / La Bicicleta, publicado en 2018. Ahí, Taibo (Gijón, 72 años) rescata la afición de su padre periodista por las vueltas ciclistas en los años de la España franquista. De repente, el tono es sobrio, tranquilo, reflexivo. Pero es solo un espejismo, porque a la mínima se desata y carga contra un enemigo más o menos reconocible, que él llama “kultura con ka”. Y dice: “¿Sabes lo que le molesta más a la inteligencia del viejo régimen, los de kultura con ka? Que soy un apache: arremeto, insulto”.

Pregunta. ¿Qué es eso de kultura con ka?

Respuesta. Lo que llamaría Andrés Manuel el sector pirrurris de la inteligencia del viejo régimen. Les pone nerviosos que soy un apache, pero soy un apache culto. Lo mismo puedo empezar una diatriba contra el América de fútbol citando a Dostoyevski.

P. ¿Eso lo ha hecho hace poco o se le acaba de ocurrir?

R. Frecuentemente.

P. Y, ¿cómo es?

R. Ah… No, espera. La última vez me metí en un problema por hablar de futbol. Se me ocurrió decir que la cultura tradicional progre-inútil establece el antagonismo entre el libro y cualquier otra forma de diversión. Y yo: ¡no! Entré con hacha y martillo a decir que no, futbol sí y libros también.

P. Pero ese dilema huele ya un poquito, ¿no?

R. Tú eres de otra generación, debías oírlo.

P. Hombre ya, pero eso era hace 30 o 40 años.

R. Tú crees que los dinosaurios se extinguieron. Eres un inocente, colega.

P. Leí hace poco un libro de su padre, Breviario de la Fabada.

R. En mi familia solíamos comer así una vez a la semana. Fabada, cocido… Mi madre, gran cocinera, mi tía abuela, gran cocinera, mi otra abuela, gran cocinera. En una familia de cocineras, papá gastrónomo. Mi padre no sabía freír un huevo.

P. No me diga.

R. Los freía a distancia. Pero tenía un tratado sobre la fabada, un tratado sobre el chilindrón, un libro de gastronomía sobre la conexión de la comida prehispánica y la de la conquista.

P. ¿Y respetaban la receta de la fabada que decía él? Porque en el breviario apunta que la fabada debe llevar fabes, chorizo, morcilla, lacón, tocino, hueso de jamón, azafrán, sal y agua.

R. ¡Qué va, era pura invención! Mi padre era un sociólogo de primera. Y un narrador de hábitos y costumbres excelente. Primero fue novelista, periodista desde que lo conocí: tenía yo dos meses y papá ya era periodista. Y llegaba a las cinco de la mañana, porque tenía horario de cierre. Yo lo esperaba debajo de la mesa escondido. Veía a mi padre en las madrugadas. Así tengo el sueño distorsionado que he tenido toda la vida.

P. ¿Su mamá no le decía nada?

R. Mamá dormía cada vez que podía. Siempre fue de sueño pesado y largo. Entonces, nada. Era cosa de padre e hijo. Llegaba él derrumbado y tenía un ritual. Se iba a la cocina, una esquina de la casa en Gijón. Y en esa esquina ponía una toalla sobre una mesita de mármol. Y sobre la toalla su Remington. Escribía de noche sus cosas.

P. ¿De madrugada?

R. Sí, y entonces yo me arrastraba subrepticiamente debajo de la mesa. No me veía. Y ahí me echaba el último sueño, bajo la mesa, arrullado por las teclas. ¡Qué iba a ser yo de mayor, un niño que se arrullaba con una Remington!

P. En La Libertad / La Bicicleta habla usted de sus enfermedades infantiles. Hay una página en la que cuenta que en un solo año pasó hepatitis negra, escarlatina, dos veces anginas, sarampión, gripe, paperas y media docena de catarros.

R. Y tos ferina. Y más, bronquitis también, dos veces.

P. ¿Por qué se enfermaba tanto?

R. Pregúntaselo a los médicos. Yo qué cojones voy a saber si tenía siete años, ja, ja.

P. Bueno, pero luego se lo habrá preguntado, ¿no?

R. No, lo que hice fue reconocer los grandes tiempos de felicidad que me permitieron volverme un gran lector a los cinco años. En una sociedad donde lo más emocionante que podía suceder era que Joselito cantara en la radio “es un toro enamorado de la luna” o “doce cascabeles tiene mi caballo”, sin tele, en una ciudad provinciana como Gijón… Lo mío era Dick Turpin y Sandokan. Me volví un lector feroz. Y llegó un momento en que inventaba enfermedades.

P. ¿Para leer qué libro se inventó usted enfermedades?

R. Para todos. Pero mi máximo fue la batalla por La Pimpinela Escarlata. Para poder leer los siete tomos tuve que inventar una bronquitis y aprendí a toser, líquido y seco. Hasta la fecha.

P. A ver si resulta que ahora está usted fingiendo.

R. No, no, ahora ya no necesito pedir permiso para leer lo que me sale de los cojones. Lo que sí es que mi padre me descubrió y me dijo, ‘¿quieres los 21 tomos de Les Pardaillan? Y yo, ‘¡sííí!’ Entonces, dijo, ‘pues no te enfermas en este mes’. Y yo, ‘puta madre’. Para poderlos conseguir no me enfermé ese mes.

Taibo, en el balcón de la casa, al atardecer. Monica Gonzalez

P. Dentro de semana y media se cumple el aniversario de la muerte de su padre. El 14 de noviembre.

R. Lo que pasa es que si no me lo dices no me entero. Porque no me quiero enterar.

P. Me preguntaba cómo lo recuerda ahora, después de varios años.

R. Yo creo que conforme envejezco me reconozco en más cosas de él. Y en otras… Leíste el libro, ¿no? La Libertad / La Bicicleta. Para volver a estar sentado escribiendo al lado de papá, tuve que reconstruir la historia de la bicicleta, que era una de las más emotivas de mi infancia. Nunca supe por qué a mí el ciclismo me resultaba tan atractivo. Yo, que nunca me he subido a una bicicleta. En eso me parecía a mi padre. Supongo que me resultaba tan atractivo el hombre ante el esfuerzo supremo, ante sí mismo, la pasión de mi padre. Fíjate qué curioso, cuando salió de España nunca volvió a escribir de ciclismo. Nunca.

P. En el libro escribe que eso es porque aquí en México encontró otras libertades.

R. Y porque ya no necesitaba del ciclismo para ir a París. El franquismo no creas que era broma… Ay, no. ¡Era un país cerrado, cerrado! Traté de meterme en él [su padre], un hijo de la revolución de octubre y la guerra civil.

P. ¿Y dice que cada vez hace más cosas que le recuerdan a las suyas?

(Se rasca la cabeza)

P. ¿Rascarse el cogote?

R. No de cualquier manera.

(Se rasca otra vez)

R. ¿A quién viste?

P.

R. ¡Stan Laurel! El Gordo y el Flaco. La próxima vez que los veas fíjate. Y yo digo, ¿de dónde coño saqué esto? Es de papá.

P. ¿El recuerdo, las cosas que le vienen a la cabeza de él, se han modificado con el tiempo?

R. No lo sé. Me quedo con que no recuerdo haber tenido una bronca él y yo. Fuerte. Algunos agarrones nos dimos, sobre todo en momentos en que él tenía miedo por mi seguridad y me apretaba.

P. En el 68.

R. Y en el 71, los años de clandestinidad y trabajo obrero.

P. ¿En qué momento se puso bravo con usted?

R. El 30 de septiembre de 1968 me mandó en un avión a España. Yo no viví el 2 de octubre.

P. Y para el Halconazo, ¿ya había vuelto?

R. Sí, claro, en cuanto leí lo del 2 de octubre, regresé. Tres días después. Cambié el billete y vámonos. A vivir con culpa durante año y medio.

P. ¿Qué hizo con la culpa?

R. Me la tragué, compadre. Hay dos disparadores en la vida de la gente. Uno es la culpa y el otro es el descrédito de la autoimagen. Yo creo que como disparadores son cabrones. La culpa es cabrona. Siempre es irracional, ¿por qué ellos sí y yo no, por qué los mataron y a mí no, por qué están en la cárcel y yo en la calle?

P. ¿Su imagen perdió crédito ante sí mismo?

R. Ja, ja, no, pero es un buen tema de conversación.

P. ¿Con quién?

R. Con quien sea, colega, yo no desperdicio posibilidades. Un escritor es alguien que convierte el diálogo con otros y el diálogo consigo mismo en diálogo con los lectores. Practica sociología instantánea. Vas por la calle y ves a un hombre con traje y corbata pero sin calcetines. Tiene la mirada huidiza y conviertes esa imagen en palabras. Porque si no lo verbalizas se lo lleva el viento. Conversar es una manera de preservar en palabras algo que luego podrás o no usar. Pero ya lo preservaste. No creo demasiado en las imágenes fotográficas, pero sí en las imágenes vueltas palabras.

P. Hablando de eso, su padre escribió una columna muy divertida en El Universal, en 2005. Por algún motivo le obligaron a armar un curriculum y escribió: “Si algo pervivió entre tanta minucia es el recuerdo de lo que nunca supe contar”.

R. Mi padre era plenamente consciente de que las enormes virtudes del periodismo se ocultan y desvanecen en medio de la rutina periodística. Papa decía cosas como, ‘si quieres ser buen novelista, deja el periodismo, que te envilece el lenguaje. Dedícate a ser zapatero, oficios que no envilezcan el lenguaje’. Era contradictorio en cierto sentido, porque papá fue toda la vida un gran defensor del periodismo como género. Él y mi tío abuelo decían cosas que eran verdaderas losas en la espalda cuando las hacías tuyas. Como ‘el periodismo es la voz de los ciegos’. ¡Coño!

P. Sí... Periodismo útil, periodismo envilecedor.

R. Usaste palabras que papá jamás hubiera usado. No, no es útil, ¡es glorioso, huevón, glorioso! Útil es para los oficios nobles, panaderos, carpinteros.

P. ¿Ha experimentado la sensación de no saber contar algo alguna vez?

R. No. De que me tome más tiempo, sí. De que rebote contra el muro de la página en blanco, no. La imagen del escritor que combate la página en blanco me resulta aburrida, molesta, tediosa. Me interesa el escritor que cuando encuentra la página en blanco cambia de tema. Toda mi vida he trabajado así. En estos momentos tengo siete novelas empezadas, un libro de cuentos, dos de crónica y un ensayo biográfico. ¿Qué escribo cuando me pongo a escribir? ¿Ese no quiere? Querrá otro.

P. Lo decía en realidad por la gastronomía. Viendo lo de la fabada y repasando su bibliografía, no veo libros de comida.

R. Eso es gourmetismo. Mi padre decía, ‘yo soy el gourmet, él es un tragón’.

P. ¿De usted?

R. Sí, claro, y tenía toda la razón del mundo. Pero yo sé freír huevos cojonudos, a diferencia de mi padre. ¡Yo sí cocino!

P. ¿No se le antoja?

R. ¿Ponerme a cocinar? De vez en cuando...

P. No, no, escribir de comida.

R. No, ahora tengo temas mucho más interesantes. ¿Qué te lleva a escribir un libro sobre el gueto de Varsovia? Yo sí sé. La obsesión, la culpa, la identidad y los lectores.

(Se refiere a su último libro, Sabemos cómo vamos a morir, un “reportaje histórico” sobre un grupo de rebeldes durante la ocupación nazi).

P. ¿Cuál culpa?

R. ¡Joder, si no tienes culpa por eso...!

P. Pero, ¿por qué tiene culpa por el gueto de Varsovia?

R. ¿Por qué no? ¿Por qué te puedes escapar de ella? ¿Hay una parte del género humano de la que no me hago responsable o qué?

P. No, pero no tiene que ver personalmente con usted.

R. A que sí, verás que sí. Es algo que no había contado y debía contar.

P. Por esa regla de tres debería sentirse culpable por un montón de cosas que no ha contado.

R. Y tengo bastantes culpas.

P. Qué autoexigencia…

R. No, no. La culpa es motor.

P. Déjeme que sea un poco impertinente, ¿el libro sobre su padre y el ciclismo nace también de la culpa?

R. No, del reencuentro. Quería volverme a sentar con papá a la mesa, de la manera que fuera, yo abajo de la mesa y él arriba escribiendo. Porque nunca escribimos juntos.

P. Los ciclistas que menciona, Loroño, Bahamontes... En Alimentar a la Bestia, Al Álvarez, poeta y editor de poesía del Observer, cuenta la historia de Mo Anthoine, un escalador británico de los años 60 y 70. No era una primer figura de la escalada, disfrutaba el trayecto, no de llegar. Ambas lecturas hacen pensar en la épica.

R. Épica y montañismo. En algún momento de un libro que ya escribí, que estoy escribiendo o que escribiré, gloso la frase de ceremonia de Edmund Hillary, el conquistador del Everest, cuando le preguntaron ‘y, ¿por qué?’ Y contestó, ‘porque está ahí, because it’s there’. Y me pregunto, ¿bueno y el sherpa Tenzing, que fue el que llegó con él a la cima? Él ya sabía que estaba ahí. Lo conquistaron dos personas no una. Tenzing ya sabía que estaba ahí, esa es una frase para la épica europea. ¿Dónde está la épica? Si eres populista de izquierda como yo, tomaría el punto de vista de Tenzing. Pero no puedo tomar el punto de vista del sherpa. No soy populista de raíz profunda, no puedo ponerme a hablar a nombre de, o dentro de.

P. Pero, ¿por qué no? Si se va a investigar allí…

R. ¿Tú crees que tengo mucho tiempo como para irme al Himalaya?

P. No… Pero una cosa es que no quiera y otra que no tenga tiempo.

R. Ni tiempo ni ganas. Y además… Me desviaste otra vez. ¿Qué dijo García Márquez? Dijo, ‘uno trabaja con sus desaciertos no con sus fortunas’. Si eres mal dialogador, no dialogues, si eres pésimo descriptor de paisajes urbanos, no uses paisajes urbanos.

P. ¿Quiere decir que es usted un pésimo usurpador de sherpas nepalíes?

R. Que me resulta más fácil adoptar el punto de vista imperial de Hillary, el punto de vista de la épica europea, pero adoptarlo críticamente. La épica... La elección de temas, el lado desde donde cuentas, el punto vista político está ahí. No domina, ni condiciona al 100% lo que escribo, pero lo marca. Soy el que soy.

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