Aquella diosa rodante
La relación de México con su pasado prehispánico es cambiante, problemática e intensa. Desde la colonia al ‘boom’ petrolero, el hallazgo de varias esculturas colosales así lo atestiguan
Pocas tragedias hay peores que olvidar los detalles de un buen recuerdo. O peor aún: ignorar que la nada se expande y que el territorio perdido trasciende poco a poco a los detalles, invadiéndolo todo. Es difícil saber qué piensa del olvido el arqueólogo Raúl Arana. Sería grosero preguntarle. La luz de la memoria alumbra con dificultad su gran tesoro, aquellos últimos minutos del 23 de febrero de 1978, cuando vio, por primera vez, el penacho de la Coyolxauqhui.
A sus 81 años, Arana vive con su mujer, la ...
Pocas tragedias hay peores que olvidar los detalles de un buen recuerdo. O peor aún: ignorar que la nada se expande y que el territorio perdido trasciende poco a poco a los detalles, invadiéndolo todo. Es difícil saber qué piensa del olvido el arqueólogo Raúl Arana. Sería grosero preguntarle. La luz de la memoria alumbra con dificultad su gran tesoro, aquellos últimos minutos del 23 de febrero de 1978, cuando vio, por primera vez, el penacho de la Coyolxauqhui.
A sus 81 años, Arana vive con su mujer, la también arqueóloga Carmen Chacón, en un edificio enorme construido en el sur de Ciudad de México, que parece salido de una mente obsesionada con Blade Runner y Le Corbusier. Sentados en una de las terrazas del ático, un guardia de seguridad vigila que los cubrebocas cubran porcentajes adecuados de piel. Arana habla y Chacón matiza, detalla, añade. El arqueólogo transita por la calle principal del recuerdo. La arqueóloga le apunta travesías y pasajes.
Redescubierto tras un exilio de 500 años, Arana fue el primer especialista que vio el monolito de la Coyolxauhqui, una enorme roca volcánica labrada en honor a una de las deidades principales de los aztecas. Ubicada en el subsuelo de la capital gracias a una obra de alumbrado público, su hallazgo precipitó el rescate de su recinto sagrado, el Templo Mayor, atrapado por siglos bajo el centro histórico. La recuperación del espacio ceremonial de los aztecas cambió la cara de la ciudad para siempre, además de un buen puñado de ideas sobre el pasado.
El arqueólogo Arana veló las ocho toneladas de la Coyolxauhqui durante una noche entera. Pocos habrán contado una misma historia tantas veces como él. “El ingeniero a cargo de la obra del alumbrado llevaba días buscando que le hicieran caso, pero siempre le mandaban a otro lado”, dice. Aletargados, funcionarios del Instituto Nacional de Antropología e Historia, INAH y otras dependencias, no sabían decirle quién podía hacerse cargo de una mole de piedra que ocupaba el espacio donde pensaba instalar unos transformadores. Al final, le mandaron a la coordinación de Salvamento Arqueológico del INAH. Allá estaba Arana. El arqueólogo escuchó al ingeniero y prometió ir en la noche, cuando los obreros, liberados del tráfico y el gentío del centro, podían trabajar.
En entrevistas anteriores, Arana ha dicho que sintió “magia”, que bajó al agujero que habían hecho los obreros y que vio el trozo de piedra destapada, apenas la mitad de la diosa, el penacho. “Es una sensación de perderse, de irse, de soñar”, dijo a la radio del INAH en 2013. El arqueólogo transita la calle principal del recuerdo. Su esposa le ayuda. De repente, evoca un detalle de manera muy parecida a como lo hizo aquella vez en la radio. “El ingeniero me dijo, ‘arqueólogo, ¿vale la pena?’ Y entonces le dije, ‘¿que si vale la pena? ¡No sabe usted!”.
Aunque pensó que sí, Arana tampoco lo sabía. Al menos no del todo. Durante las décadas anteriores, restos de viejas esculturas habían aparecido en la calle Guatemala, lugar del hallazgo de la piedra. También en vías aledañas. En 1914, el pionero Manuel Gamio había ubicado por fin parte de las escalinatas de la gran pirámide del Templo Mayor, sede de las capillas dedicadas a los dioses rectores mexicas, Tláloc, relacionado con la lluvia y la prosperidad, y Huitzilopochtli, señor del sol y la guerra. Antes y después, cualquier obra que se hacía en la zona, cualquier hoyo en el pavimento -en la calle Argentina, Donceles, Justo Sierra, Seminario, en la misma catedral, en conventos y hasta en la plaza del Zócalo- solía descubrir restos de un pasado desterrado hacía mucho tiempo.
Aquella noche del 23 de febrero de 1978, Arana avisó a sus jefes, que a su vez avisaron al director del INAH, que a su vez avisó al regente de la ciudad quien avisó, por último, al presidente, José López Portillo, un enamorado del pasado prehispánico. No en vano, el mandatario había publicado dos años antes un libro novelado dedicado a otro de los dioses principales del panteón mexica, Quetzalcoatl. En una época de nacionalismo creciente, con México encaramado en la cresta de la ola del boom petrolero, el hallazgo de un enorme monolito de piedra cerca de donde se sabía que yacía la vieja pirámide del Templo Mayor, resultaba tan importante como para importunar al presidente. Además, el día siguiente, 24 de febrero, era el día de la bandera, con sus desfiles en el zócalo. Los astros se alineaban.
Los arqueólogos aún tardaron varios días en desenterrar el monolito. Al principio, quizá influenciados por esa cercanía literaria entre el presidente y Quetzalcoatl, todos pensaron que era un dios masculino, recuerdan Arana y Chacón. Pero poco a poco, según descubrían partes nuevas del relieve, los especialistas descubrieron una figura distinta, una diosa desmembrada, decapitada, cuyo cuerpo parecía rodar, algo extraño en la escultura mexica, rica en seres pétreos, ajenos a la dinámica. Era la Coyolxauhqui, parte importante de uno de los mitos fundacionales de la cosmovisión azteca. Muchos aún piensan que si aquella estatua hubiera representado a otro dios, la historia podría haber sido distinta.
Santa Trinidad Mexica
En la sala mexica del Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, otra enorme mole de piedra domina el ambiente desde un altar. Es un espacio único en el museo, bondadoso con la colección azteca, que cuenta con 1.500 piezas expuestas y otras 8.000 guardadas en bóveda y bodegas. La pieza en el altar es la Piedra del Sol, también conocida como calendario azteca, un extraordinario artefacto de 24 toneladas rescatado durante la época colonial, pocos metros por debajo del piso del zócalo.
La curadora de la sala mexica, Bertina Olmedo, cuenta en entrevista que la disposición de las piezas tiene poco de inocente. La Piedra del Sol corona el palo de una cruz imaginaria que parte de la entrada, con dos colosos a ambos extremos del travesaño, a la izquierda la temida Cuautlicue, y a la derecha, Cihuacoatl, la serpiente de fuego. En el crucero figura la cabeza decapitada de la Coyolxauhqui, otra escultura de la misma diosa que custodió el arqueólogo Arana.
“La cabeza de la Coyolxauhqui es de mis favoritas, tan bien conservada… Todas estas figuras recogen el mito del nacimiento de Huitzilopochtli”, dice Olmedo. Según la cosmovisión mexica, la diosa Cuatlicue barría un día, en un pasado mítico y remoto, el cerro de la serpiente. Entonces -cosas de los mitos- una pluma cayó del cielo y la dejó embarazada. En su vientre divino empezó a crecer el señor de la guerra, pero la otra hija de Cuatlicue, Coyolxauhqui, celosa y guerrera, organizó un ataque contra su madre y su hermano. Belicoso, Huitzilopochtli se hizo con una serpiente de fuego y contraatacó, acabando con Coyolxauhqui, decapitada y desmembrada, que cayó ladera abajo. Así, la piedra del sol alumbra la santa trinidad mexica en el museo: la Cuatlicue, la cabeza de la Coyolxauhqui y la serpiente de fuego, emblema de su hermano victorioso.
Vistas en el museo, ajenas a su contexto original, resulta dificil pensar en estas piedras como parte de una parafernalia real. Olmedo explica que la gran escultura de la Cuatlicue, perfectamente conservada, formaba parte del atrezzo de la capilla de Huitzipochtli en lo alto del Templo Mayor. Tras la conquista, los vencedores la bajaron con cuidado por las escalinatas de la pirámide, que se alzaba 28 metros sobre la plaza, y la escondieron. De alguna forma acabó enterrada en la esquina opuesta de lo que hoy es el zócalo, a pocos metros de Palacio Nacional. Nadie supo de ella hasta el 13 de agosto de 1790, cuando las obras de remodelación de la plaza la sacaron a la luz.
El gran monolito de la Coyolxauhqui, tesoro del arqueólogo Arana, apareció justo al otro lado del zócalo 182 años después. Originalmente, piensan los expertos, esta piedra yacía al pie del Templo Mayor: derrotada por Huitzilopochtli, su presencia allí evocaba su derrota eterna y su caída del cerro de la serpiete. ¿Por qué los conquistadores eligieron abandonos tan dispares para estas piedras? Se ignora. Lo que sí se sabe es que el noviazgo setentero de la sociedad mexicana con la Coyolxauhqui, símbolo de una nación en expansión, vínculo entre esplendores, poco tenía que ver con la reacción de sus tatarabuelos ante la vuelta de la Cuatlicue en el siglo XVIII.
Incienso en la Universidad
Reflejo de la España de Carlos III, Nueva España vivió su particular ilustración en la segunda mitad del siglo XVIII. Literatos y estudiosos debatían sobre todo tipo de temas en boletines y gacetas de la capital colonial. A la vez, la inquisición y otros tribunales eclesiásticos mantenían el control sobre la esfera pública. No se discutían las bondades de la Conquista. Hernán Cortés era un héroe y su efigie adornaba la fachada del Ayuntamiento, sede del poder virreinal.
“Los últimos años del siglo muestran una tensión muy profunda entre el cambio y la tradición”, explica Gabriel Torres Puga, doctor en historia e investigador de El Colegio de México. “La sociedad novohispana era muy contradictoria, profundamente religiosa y amarrada al mundo católico. A la vez, había personajes que buscaban rendijas para poder hablar y opinar”. El mundo estaba cambiando. En Francia, girondinos y jacobinos lanzaban su revolución contra el poder de Versalles, expandiendo ideas novísimas por toda Europa. En España, confinar estas ideas se convertía en una prioridad, más aún en sus colonias.
Torres Puga explica que en Nueva España existía una preocupación por la historia, pero también porque la historia no dejara muy mal parada a España. “Te pongo un ejemplo”, dice el académico, “en la época en que se descubrieron la Cuatlicue y la Piedra del Sol [esta última apenas meses después que la primera], se había escenificado en Ciudad de México una obra de teatro sobre la Conquista. Y causó mucho revuelo, porque se centraba en la ejecución de Cuauhtémoc. Se llamaba México Rebelado y cuenta la rebelión de los indios cuando Cortés va de expedición a Honduras. Se prohibió después de dos escenificaciones”, narra.
Para la proclamación de Carlos IV en 1789, el Conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España, ordenó limpiar el zócalo, sede informal de un mercado insalubre. Aprovechando el espacio, el virrey ordenó remodelar la plaza y construir unas canaletas para el agua de lluvia. El 13 de agosto de 1790, exactamente el mismo día en que los mexicas habían capitulado ante sus enemigos en Tenochtitlan 279 años antes, una cuadrilla de obreros encontró la Cuatlicue en la plaza. Los trabajadores ubicaron su cabeza a un metro 11 centímetros de profundidad, según documentos históricos rescatados por Leonardo López Luján, director del Proyecto Templo Mayor. Los pies apenas se hundían 84 centímetros. Cuando la encontraron, la escultura estaba boca abajo.
Es difícil saber cómo reaccionó la población nativa al hallazgo. La Cuatlicue, dice Torres Puga, se veía de dos formas, como monumento por parte de la población ilustrada, pero también como ídolo, elemento capaz de acumular simpatías entre el maltratado pueblo mexica. Revillagigedo y su corregidor mandaron la escultura a la sede de la universidad, en el centro, no tanto para que fuera expuesta, sino custodiada. Torres Puga menciona el testimonio de un xx de principios del siglo XIX, Benito Maria de Moxó, que cuenta que “los indios visitaban la universidad para rendirle culto. Le ponían inciensos y demás”.
Moxó cuenta también que la Cuatlicue fue ocultada poco después de su instalación en la universidad. No está claro si fue cubierta o enterrada de nuevo. “Estaba fuera de la vista, no estaba expuesta. Quizá al principio sí, pero luego no. Quizá hubo preocupación de españoles y criollos a que los indios le rindieran veneración. O simplemente es que era un elemento del paganismo, en una época en que la iglesia rechazaba mucho la idolatría. Y era parte de su trabajo luchar contra eso”, razona el historiador.
Si la Cuatlicue es el punto de partida de la arqueología mexicana, la Coyolxauhqui marca su paso a la modernidad. Ambas vinculadas a la pirámide del Templo Mayor, una fue escondida y la otra, celebrada. Hoy ambas, ocupan lugares de honor en los museos de la capital, la primera en Antropología y la segunda, en el Musepo Templo Mayor.
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