Fuente: Instituto de Pesquisa e Planejamento Urbano de Curitiba (IPPUC)
Fuente: Instituto de Pesquisa e Planejamento Urbano de Curitiba (IPPUC)
Fuente: Instituto de Pesquisa e Planejamento Urbano de Curitiba (IPPUC)
Fuente: Instituto de Pesquisa e Planejamento Urbano de Curitiba (IPPUC)
La ciudad brasileña, un icono de la sostenibilidad en las últimas décadas, se enfrenta ahora a retos de seguridad, urbanismo y transporte
Texto: Raquel Seco | Fotos: Marcio Pimenta / Curitiba (Brasil)
Un chiste que circula por Internet dice: “¿Qué es el ego? El pequeño curitibano que vive dentro de cada uno de nosotros”. Esta localidad del Estado de Paraná, al sur de Brasil, tiene fama eterna de quererse mucho a sí misma. La avalan varios estudios que la sitúan como mejor ciudad del país (según un premio de la Agencia Austin Ratings y la revista Istoé, en 2015) y la más verde de América Latina (de acuerdo con un informe de Siemens del mismo año), entre otros.
Desde los setenta, Curitiba tiene fama internacional porque hay dinero, porque se vive bien, porque allí los vecinos se preocupan por el urbanismo y la sostenibilidad. El resto de brasileños bromean a veces con el carácter frío y europeo del municipio, donde por si fuera poco, el tiempo no acompaña: suele decirse que en un día de Curitiba caben las cuatro estaciones. Durante las últimas décadas, el Gobierno local promovió una imagen modélica con eslóganes de Ciudad Sonrisa, Ciudad ecológica y Capital social de Brasil. En los últimos años, sin embargo, empiezan a arreciar las críticas: que ya no es lo que era, que vive de rentas. En 2014, la crisis se hizo oficialmente internacional cuando un blog del diario francés Le Monde anunció, grave: “Es el fin de un mito”. Poco después, Gazeta do Povo, el periódico más importante del Estado de Paraná, publicaba un reportaje titulado ‘Curitiba, excapital ecológica, necesita reinventar su marca’.
La gran transformación de Curitiba, fundada en 1963, arrancó hace cuatro décadas. Jaime Lerner, arquitecto y urbanista, llegó a la alcaldía en 1971. Plena dictadura militar. El estreno del nuevo Ayuntamiento fue polémico y marcó un precedente: Lerner decidió cerrar al tráfico la calle XV de Novembro, una avenida plagada de negocios y coches. Los comerciantes se negaron, preocupados por perder clientela, y organizaron un bloqueo de la calle el sábado. Al llegar, se encontraron a decenas de niños dibujando en la calzada. En tiempo récord (un fin de semana), Curitiba inauguró la primera vía peatonal de Brasil. Desde entonces, es tradición que los sábados los niños dibujen en el suelo.
Las dos primeras legislaturas de las tres de Lerner (del 71 al 75, del 79 al 84 y, finalmente del 89 al 91) definieron la “ciudad modelo”. El alcalde desarrolló, con el Instituto de Investigación y Desarrollo Urbano (IPPUC por sus siglas en portugués) que existe hasta hoy, un modelo de transportes innovador. A contracorriente de otras grandes localidades, decidió ignorar el metro, porque lo consideraba caro y poco eficiente. Decidió que los autobuses usarían vías exprés exclusivas en las calles principales de la ciudad. Después, en los ochenta, afinó el sistema: creó estaciones en forma de tubo que están a la altura de las puertas de los autobuses, donde los pasajeros compran su billete antes de entrar (un sistema nada común en Brasil, donde se suele pagar a un cobrador o al conductor). Los autobuses pasaban cada minuto. El llamado sistema Bus Rapid Transit (BRT) se convirtió rápidamente en un icono, especialmente en un país donde los habitantes de las dos grandes megalópolis, São Paulo y Río de Janeiro, sufren a diario con el transporte público, y donde no es raro que un trayecto de la periferia al centro dure dos o tres horas. Hoy, unas 300 ciudades de todo el mundo usan el modelo BRT creado en Curitiba. El 45% de la población de la ciudad usa el transporte colectivo, según el Ayuntamiento, y la red transporta a unos 2,3 millones de personas cada día, de acuerdo con el IPPUC, que pone como ejemplo el Metro de Londres, con tres millones de pasajeros diarios.
Pero empieza a haber problemas en la eficiencia de la que presumía Lerner durante su mandato. Curitiba ha triplicado su población desde los años setenta y hoy, con 1,9 millones de habitantes, es la octava ciudad de Brasil. Muchos usuarios del transporte público se quejan de que los autobuses ya no pasan con tanta frecuencia. Jaime Lerner cuenta cómo, mientras era alcalde, un periodista extranjero lo entrevistó en su apartamento para hablar de sostenibilidad. “Mi mujer dijo delante del reportero que era imposible que los autobuses pasasen con frecuencia de un minuto, y casi me morí de vergüenza. Los llevé al balcón desde donde se veía una parada. Pasaban cada 40 segundos”, recuerda orgulloso. Hoy, los pasajeros esperan más, muchas veces pasando calor en las futuristas estaciones-tubo, que no están preparadas. “Hubo un poco de acomodamiento con la herencia Lerner. Parecía que todo se resolvería solo, pero no hubo suficientes innovaciones de impacto que acompañasen el crecimiento de la ciudad”, opina Eloy Casagrande Junior, profesor de la Universidad Tecnológica de Paraná (UTFPR) y coordinador de sostenibilidad del campus. “Hace falta un transporte menos contaminante, el proyecto del metro nunca avanzó…”, señala. La alcaldía se enfrenta a la recesión económica de Brasil y heredó una deuda de 579 millones de reales (unos 151 millones de euros) de la anterior gestión, pero insiste en que mantiene sus políticas sociales y su apuesta por el transporte. Ha creado la llamada área calma, una zona céntrica en la que la velocidad máxima son 40 kilómetros por hora. En cuatro años asegura haber reducido en un 40% las muertes en accidentes de tráfico, y presume de que en esta legislatura ha creado la misma cantidad de vías ciclistas que existían en los últimos 40 años.
Paradójicamente, Curitiba tiene la mayor flota de vehículos del país (aproximadamente 1,4 millones). Tiene que ver, dicen los expertos, con que esta es la quinta mayor economía nacional, según datos de 2013 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. El PIB per cápita en la ciudad, atractiva para la industria, ronda los 42.900 reales (11.200 euros), frente a los 28.800 (7.500 euros) de media de Brasil.
“Esta solía ser una ciudad tranquila”, asegura un taxista que se mudó del centro a la sierra para criar a sus hijos con más seguridad. Hoy, en las zonas pudientes los edificios están protegidos por muros y abundan las urbanizaciones que lo tienen todo dentro. La tasa de homicidios en 2014 fue de 30 por cada 100.000 habitantes, más del doble de lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera tolerable. Gran parte de la seguridad de Curitiba depende de la Policía Militar (es decir, del Estado de Paraná y no del Ayuntamiento). “Hay escasez de policías, y las personas empiezan a buscar alternativas. En mi calle, por ejemplo, se ha empezado a hablar de vigilancia vecinal, porque ha habido asaltos constantes”, dice Eloy Casagrande.
Curitiba está rodeada de una región metropolitana en constante crecimiento, con 3,2 millones de habitantes. Son municipios independientes, en general más pobres, donde viven muchos vecinos que cada día viajan hasta el centro para trabajar. La demanda por servicios públicos del Ayuntamiento aumentó mucho en los últimos años, según el Consistorio, tanto que hoy, el 40% de las consultas en las Unidades de Pronto Atendimento (centros de salud de atención primaria) son de vecinos de la región metropolitana, según el IPPUC. Estado y ciudad tienen, además, gobiernos de partidos diferentes (Partido da Social Democracia Brasileira, en Paraná, Partido Democrático Trabalhista, en Curitiba), lo que complica las relaciones.
“Los parques son las playas de Curitiba”, dicen los locales. El índice de área verde de la ciudad es de 64,5 metros cuadrados por habitante, según el Ayuntamiento, frente a los escasos 14 de São Paulo, y aquí se respira uno de los aires de más calidad del país. Los activistas del medio ambiente están preocupados por no dar pasos atrás. Nueve de cada diez lagos de los parques curitibanos están contaminados, según el Instituto Ambiental de Paraná, y el crecimiento de la construcción parece imparable. “Tenemos que garantizar que el Plano Director (el plano urbanístico de Curitiba) combata la explotación inmobiliaria. Hay mucha presión del sector de la construcción”, insiste Casagrande. El ejemplo paradigmático es la Casa Gomm. Una pareja de clase alta construyó la mansión a principios del siglo XX en un enorme jardín. En 1989, con la muerte de los herederos, un empresario local compró el terreno, desmontó la casa y la transportó unos metros. El jardín quedó reducido prácticamente a la mitad y hoy a la casa amarilla, que funciona como oficina de funcionarios del Estado y está abierta para visitas, le hace sombra un gigantesco centro comercial. Un pequeño grupo de vecinos pelea para preservar la zona, cultiva plantas y organiza reuniones y conciertos. En una esquina, juntan residuos orgánicos para hacer compost.
El reciclaje es una de las banderas de Curitiba desde que, a principios de los noventa, el Ayuntamiento creó el Programa Compra do Lixo, para cambiar basura por vales de transporte y alimentos. Cuatro kilos de residuos valen un kilo de frutas y verduras. Los curitibanos, cuenta Sérgio Póvoa, presidente del IPPUC, han sido educados desde niños para aprender a separar la basura en casa. Hoy la ciudad reaprovecha el 70% de los residuos (aunque según otros datos, el porcentaje es mucho menor, entre el 20% y el 30%) y trabaja con una red de catadores, recogedores informales de basura reciclable y no reciclable. Casagrande insiste en que hay que mejorar el sistema, especialmente porque los trabajadores de la basura viven en condiciones muy precarias. “Los nietos de los recogedores de basura siguen teniendo el mismo trabajo que sus abuelos, con condiciones de trabajo pobres y sueldos muy bajos. Generación tras generación, no consiguen salir de la miseria”, asegura.
El diario Gazeta do Povo anunciaba en un editorial de 2011: “Es como si la ciudad estuviese desistiendo de parecerse a París para parecerse a Singapur, arañando los cielos y haciendo de las torres de espejo su patrimonio para el futuro […] Era Capital Social. Era Ciudad Ecológica. Ahora se prepara para ser un centro pirotécnico, con economía vibrante, alto poder de consumo, donde se puede andar en coche como si fuera Los Ángeles, viendo por el retrovisor la victoria de una arquitectura autista, incapaz de la más simple tarea: dialogar con las aceras”. “Curitiba es todavía una referencia, pero ya no es un foco de innovación. Hay que volver a innovar”, advierte Lerner, de 78 años, en su estudio, una casa de dos plantas con jardín sepultada entre rascacielos.
El pasado dorado de Curitiba ha puesto las expectativas altas. Sus habitantes se quejan de que viven en una ciudad más grande que antes, más insegura que antes, con peor transporte que antes. Tras décadas a la vanguardia, vive a la sombra de sí misma. Sin embargo, cuando se habla con los curitibanos de cómo está el resto de Brasil, la mayoría suspira con alivio: “Por lo menos”, dicen, “no somos São Paulo”.