Detrás del voto nulo
La salida lógica o esperable es que este votante semi-informado-obligado transforme su sufragio en un “símbolo de protesta” hacia las élites o candidatos
Si en las pasadas presidenciales de Chile el voto nulo o blanco hubiese sido un candidato, habría quedado sexto en la elección, superando ampliamente a los tres candidatos independientes que participaron del proceso del 16 de noviembre. En total, la opción nula sumó 360 mil votos, mientras los blancos llegaron a cerca de 142 mil, en un universo de 13,5 millones de votos emitidos.
Hoy, a una semana de la segunda vuelta del domingo 14 de diciembre y cuando ya entró en vigor la —cada vez más sinsentido— veda a las encuestas electorales, la opción nulo o blanco marca en torno al 15-20% de las preferencias, mostrando que podríamos entonces terminar esta nueva votación con hasta 2,5 millones de electores que no elijan a ninguno de los candidatos de la papeleta. Por distancia el mayor porcentaje desde el retorno a la democracia en Chile en la década de los 90.
Sumado a ello, ahora que el Partido de la Gente (PDG) de Franco Parisi —quien quedó en tercer lugar con un 19,6% en la primera vuelta de noviembre— anunció, tras una cuestionable consulta digital, que el 78% de sus adherentes no optaría por una alternativa presidencial en segunda vuelta, resurgió con fuerza el debate respecto de la pertinencia, utilidad y responsabilidad de no elegir una alternativa electoral.
Veamos la teoría: desde el punto de vista económico, la opción nulo o blanco se explicaría por el ‘cálculo de utilidad negativo’, que refiere —dentro de la Teoría de Elección Racional— a la estimación personal que cada uno hace sobre los costos y beneficios de elegir una opción, puntualmente cuando los costos sobrepasan a los beneficios. Expliquemos un poco más ambos conceptos: la Teoría de Elección Racional da cuenta de cómo las personas tomamos decisiones sopesando racionalmente los costos y beneficios que permitan maximizar nuestro propio interés. Esta teoría explica desde elecciones al momento de invertir y arriesgar altos montos ante opciones financieras cuestionables o, también explica la acción de quienes eligen delinquir, estimando la utilidad o beneficio que tiene su conducta criminal respecto de las probabilidades de que lo descubran y terminen pagando su delito; es decir, tomamos nuestras decisiones con base en la información disponible y la utilidad o beneficio que le asignamos a nuestra opción.
¿Qué tiene que ver esto con los procesos electorales? Al momento de no elegir una opción presidencial o electoral, las personas hacen su propio cálculo racional de utilidad respecto de las opciones disponibles donde, si estiman que el costo de elegir a uno de los candidatos es más alto (beneficio más bajo) que anular el voto y no elegir a nadie, tomarán esta opción por sobre una elección que no le produzca el nivel de satisfacción esperada.
Esto demuestra —o busca al menos explicar— la racionalidad del voto nulo o blanco por sobre una opción emocional. No se trata de una defensa, apología o réquiem hacia el voto nulo o blanco, sino la racionalidad que hay detrás de este.
Ahondemos en dos explicaciones adicionales: el ‘voto informado’ y el ‘símbolo de protesta’. En este mismo espacio hemos citado estudios que hablan de cómo el voto obligatorio produce una politización temporal de las masas, donde estas, al estar obligadas a participar en un proceso electoral, se informan o están más disponibles a recibir datos sobre la coyuntura política y las elecciones en un período previo, acotado y próximo a estas. Así, como hemos explicado también, esta sobreinformación es sólo temporal y se remite casi exclusivamente a los procesos particulares, sin existir una alfabetización política de largo plazo.
Entonces, imagine esta gran masa de personas obligadas a votar y, pese a informarse, su despolitización previa los lleva a no convencerse por ningún candidato. La salida lógica o esperable es que este votante semi-informado-obligado transforme su sufragio en un ‘símbolo de protesta’ hacia las élites o candidatos quienes, en el imaginario del votante, no sólo lo obligaron a consumir política y concurrir a votar (esto es, siguiendo la racionalidad económica, a ‘incurrir en un costo’) sino que, además, no cumplen sus expectativas personales (es decir, la ‘utilidad o retorno esperado’).
En este simbolismo, en este voto obligado-informado, lo mandatorio del proceso, la despolitización previa y la baja identificación con los candidatos y votantes habituales, hace que la exigencia con que se evalúa a los candidatos es mayor para ‘movilizar mi voto’, por lo que el rendimiento exigido (lo que se espera) sería tan alto que la utilidad tiende a ser negativa: el costo de elegir a cualquier candidato supera a la utilidad esperada.
Si aceptamos entonces estas tres premisas: la utilidad negativa, el voto informado y el símbolo de protesta, ¿podemos seguir sosteniendo que el voto nulo es solo emocional?