Los hijos del desapego: por qué los jóvenes chilenos buscan ruptura, no ideología
Los jóvenes no están traicionando valores progresistas; están expresando, con la única herramienta que perciben efectiva—el voto disruptivo—que el contrato social se rompió
A pocas semanas de las elecciones del 16 de noviembre, Chile enfrenta un dato que debería inquietarnos más de lo que aparentemente lo hace: el 46% de los jóvenes entre 18 y 29 años prefiere a un candidato de derecha radical (conservadora o libertaria), superando ampliamente a todas las demás opciones. La pregunta no es solo “¿por qué?”, sino “¿qué estamos dejando de ver?”.
La sorpresa ante este giro revela nuestra propia ceguera: seguimos analizando la política chilena con categorías del siglo XX—izquierda versus derecha, progresismo versus conservadurismo—cuando lo que está en juego es algo más profundo y perturbador.
El circuito del desapego
La socióloga Kathya Araujo nos ofrece una clave interpretativa fundamental: Chile vive un “circuito del desapego” donde convergen las desmesuras del modelo neoliberal con los desencantos de promesas democráticas incumplidas. Los jóvenes chilenos crecieron escuchando que el esfuerzo individual garantizaría movilidad social, que las instituciones democráticas responderían a sus demandas, que la meritocracia funcionaba.
La realidad los golpeó con fuerza. Chile tiene una tasa de desempleo juvenil que bordea el 22%, pero el dato realmente devastador es que más del 50% de los jóvenes que trabajan lo hacen en la informalidad, sin protección social, sin futuro previsible. La promesa se quebró.
Cuatro erosiones simultáneas
Lo que observamos es el colapso simultáneo de cuatro formas de legitimidad democrática:
La legitimidad sustantiva se desmorona cuando el sistema no entrega bienestar material. Un joven que trabaja, pero no puede independizarse; que estudió, pero no encuentra empleo digno, experimenta visceralmente que la democracia no produce resultados y la tentación por los “atajos” se abre.
La legitimidad prospectiva se evapora cuando el futuro deja de ser plausible. Si tus padres lograron más con menos educación, si la vivienda es inalcanzable, si cada crisis económica te golpea más fuerte, ¿para qué creer en promesas institucionales?
La legitimidad formal se debilita cuando las instituciones—partidos, Congreso, incluso la experiencia constituyente—se perciben como teatros vacíos. Los jóvenes votaron masivamente por cambiar la Constitución en 2020, pero terminaron rechazando tanto la propuesta progresista como la conservadora. El mensaje es claro: las instituciones no canalizan sus demandas.
La legitimidad normativa entra en cortocircuito cuando conviven simultáneamente el deseo de un país más igualitario con la valoración obsesiva del esfuerzo individual y la creencia en la autoridad fuerte. Esta paradoja solo se entiende desde el desapego: si las instituciones democráticas no funcionan, ¿por qué no probar con orden y autoridad?
La derecha radical como gesto de rebeldía
Aquí reside lo que no estamos viendo: para muchos jóvenes, votar por la derecha radical no es una adhesión ideológica conservadora; es un acto de ruptura. Crecieron en democracia—la democracia es su “paisaje”, no su “lucha”— y lo que buscan es precisamente quebrar ese paisaje que perciben como falso.
El progresismo se volvió lenguaje burocrático, las instituciones democráticas se convirtieron en trámites, la participación ciudadana en papeleo. Cuando todo eso deja de generar pertenencia y sentido, la derecha radical ofrece algo emocionalmente poderoso: claridad, identidad, comunidad y, sobre todo, la promesa de que alguien “dice las cosas como son” y actuará con decisión.
Lo estructural y lo contingente
Esta vulnerabilidad tiene raíces estructurales: la desigualdad histórica chilena, la concentración extrema de riqueza, el bloqueo de la movilidad social. Pero su manifestación política requiere gatilladores: la crisis de seguridad, la percepción de descontrol migratorio, el ecosistema digital que amplifica mensajes polarizantes, el agotamiento post-estallido social.
La polarización que vivimos no es causa sino síntoma: convierte el descontento legítimo en antagonismo irreductible porque las instituciones carecen de capacidad para procesar demandas contradictorias. Los jóvenes quieren más igualdad, pero también meritocracia; más Estado, pero también libertad individual; más democracia, pero también eficacia. Cuando el sistema político no puede articular estas tensiones, la ciudadanía busca soluciones drásticas.
El riesgo democrático
El fenómeno trasciende Chile. Argentina eligió a Milei con apoyo masivo juvenil. España ve a sus jóvenes más conservadores que sus padres. Estados Unidos experimentó el trumpismo juvenil. El patrón es global, pero se intensifica en América Latina por nuestra fragilidad institucional histórica.
El 16 de noviembre no es solo una elección; es un termómetro de cuánto desapego puede soportar la democracia antes de mutar en algo distinto. Los jóvenes no están traicionando valores progresistas; están expresando, con la única herramienta que perciben efectiva—el voto disruptivo—que el contrato social se rompió.
La pregunta que deberíamos hacernos no es cómo hacer que los jóvenes vuelvan a votar “correctamente”, sino cómo reconstruir legitimidad democrática en las cuatro dimensiones simultáneamente: entregando bienestar tangible, generando expectativas plausibles de futuro, fortaleciendo instituciones creíbles y reconstruyendo un horizonte normativo compartido.
Mientras no abordemos estas erosiones estructurales, seguiremos sorprendiéndonos ante cada giro electoral -este no será el último-, sin comprender que no estamos ante preferencias ideológicas sino ante síntomas de una democracia que dejó de inspirar.