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El incentivo perverso que esconden las contribuciones

Un país que aspira a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos debería pensar en un sistema tributario que premie en lugar de castigar el buen construir

Durante el período colonial en India, para reducir la cantidad de cobras en las ciudades, que se había convertido en un problema de salud pública por las mordeduras, los británicos anunciaron el pago de una recompensa por cada cobra muerta que se entregara. Los indios detectaron rápidamente el incentivo y comenzaron a criarlas para posteriormente cobrar el dinero por su “captura”: para cuando los ingleses se dieron cuenta del problema que habían creado y cancelaron el programa, la cantidad de estas serpientes se había multiplicado enormemente en lugar de disminuir.

La historia está llena de incentivos perversos como este, en los que políticas públicas mal diseñadas terminan generando efectos distintos al espíritu con el que fueron concebidas. Por ejemplo, impuestos que han terminado alterando negativamente la forma en que construimos y habitamos las ciudades. Cuando en Inglaterra se gravó el número de ventanas de las casas, bajo el supuesto de que mientras mayor número de ellas tuviera una vivienda, más opulenta era la familia que la ocupaba, el efecto fue que muchos propietarios tapiaron sus ventanas, dejando las habitaciones oscuras y mal ventiladas. Esto derivó en crecientes problemas de salubridad y un aumento de las enfermedades.

Lo mismo ocurrió cuando, también en Inglaterra, se aplicó un impuesto a las chimeneas como una manera de gravar la riqueza de los hogares, pero solo provocó que muchas familias bloquearan o derribaran las suyas, aumentando los incendios y problemas respiratorios en muchos casos. O cuando en Holanda se decidió aplicar un impuesto basado en el ancho de las viviendas, en lugar de su altura o profundidad, lo que llevó a que la gente construyera casas lo más estrechas posible, pero largas, para pagar menos.

Todos esos son ejemplos antiguos, pero el error conceptual detrás de ellos se sigue repitiendo hasta el día de hoy y en Chile tenemos un caso muy concreto con las contribuciones.

Elementos que deberían ser fomentados, como fachadas ventiladas que reducen el gasto energético; ventanas de termopanel que permiten una aislación adecuada, y portales y balaustradas que hermosean las fachadas de las casas, terminan encareciendo el impuesto que dichas propiedades pagan. En los edificios ocurre algo similar: los espacios comunes que fortalecen la vida comunitaria, como techos verdes, lavanderías, piscinas o gimnasios, incrementan el impuesto para todos los copropietarios. Incluso los sistemas de seguridad contra incendios aumentan el avalúo fiscal.

La paradoja entonces, es que mientras por un lado se discute la necesidad de mejorar la calidad de las viviendas, de construir con una mayor eficiencia energética y de reforzar la resiliencia frente a desastres naturales, por el otro el Estado envía la señal contraria: cada mejora constructiva que usted haga le significará pagar impuestos más altos.

El mensaje implícito es que la mediocridad constructiva es fiscalmente premiada, mientras que la innovación y la seguridad son castigadas. El resultado es nuevamente un incentivo perverso: en muchos casos se construye el estándar mínimo requerido por la norma, se postergan elementos de seguridad y se evitan innovaciones que podrían elevar la calidad de vida de los chilenos.

Lo razonable sería avanzar en el sentido contrario. Un país que aspira a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos debería pensar en un sistema tributario que premie en lugar de castigar el buen construir. Que reconozca con rebajas o exenciones fiscales a quienes invierten en aislación térmica, en sistemas de seguridad contra incendios y en espacios comunes que elevan la calidad de vida urbana. Y que considere neutros —es decir, sin incrementar el avalúo— aquellos elementos que no representan un lujo, sino un estándar mínimo de dignidad y habitabilidad.

Los ejemplos históricos deberían bastar como advertencia. Nadie defendería hoy un impuesto a las ventanas, a las chimeneas o a las puertas, pero seguimos aceptando un impuesto territorial que reproduce la misma lógica distorsiva. Si el Estado quiere verdaderamente promover viviendas dignas y ciudades resilientes, debe comenzar por rediseñar un tributo que, en su forma actual, no hace más que castigar aquello que todos deberíamos valorar: la calidad, la seguridad y la belleza de los espacios en que vivimos.

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