FES: La ideología que recela del aporte privado a la educación
No nos sorprendamos si, aprobado este proyecto, en 10 años más observamos un estancamiento o, incluso, la decadencia del sistema de educación superior
El sistema de educación superior chileno ha experimentado avances importantes en las últimas décadas. Si observamos ciertos indicadores, podremos apreciar que el nuestro es un sistema dinámico, con instituciones de calidad y que se encuentra a la vanguardia en Latinoamérica.
Analicemos algunos de ellos: Chile ostenta una tasa bruta de cobertura de la educación terciaria similar o superior a la de los países más desarrollados del mundo (por sobre el 50%). Esto significa que una gran parte de la población accede a la educación superior, con las oportunidades que ello representa. Además, el mercado laboral sigue premiando el paso por la educación terciaria, si se considera que un graduado universitario, en promedio, tiene un sueldo 2,4 veces más alto que el de aquella persona que solo cuenta con educación media.
Por otra parte, la productividad científica de nuestras universidades es notable: recientemente, el ranking Nature Research Leaders 2024 ubicó a Chile entre los 33 países de mayor producción científica en el mundo y el segundo en Latinoamérica, siendo superado solo por Brasil. Los rankings internacionales muestran lo bien que se ubican las universidades nacionales en el contexto latinoamericano: todavía más, una universidad chilena se encuentra dentro de las 100 mejores del mundo, según el ranking QS 2025, lo que, sin duda, es notable para un país pequeño como el nuestro. Por último, existe una robusta institucionalidad (Subsecretaría, Superintendencia, Comisión Nacional de Acreditación y Consejo Nacional de Educación), lo que sumado a la obligatoriedad de la acreditación institucional, garantiza un nivel mínimo de calidad de los proyectos educativos existentes.
Sobre la base de lo anterior, ¿alguien sensato podría pensar que es necesario redibujar las reglas del sistema porque éste no funciona? Pues bien, aunque sea difícil de creer, eso es lo que se propone hacer el Gobierno con el proyecto de ley presentado recientemente, que ofrece una alternativa de condonación parcial a los deudores del CAE y un nuevo sistema de financiamiento (FES).
Aunque en los titulares pareciera que el objetivo de este proyecto sea aliviar a aquellos deudores agobiados por la carga del CAE y proponer un mecanismo de financiamiento que sea más solidario, en los hechos, está atentando contra la sustentabilidad de las instituciones de educación superior, especialmente de las universidades.
En efecto, en primer lugar, es discutible que el país deba invertir la friolera de 1.000 millones de dólares (solo en el primer año) atendiendo las urgencias que presenta la propia educación (en sus niveles parvulario y escolar) y el país en general. En segundo lugar, se está creando un impuesto al egresado, como un ‘componente solidario’ del proyecto, lo que implicará, en la práctica, que un número no menor de graduados termine pagando bastante más de lo que el Estado destinará a financiar sus estudios. Esto debe transparentarse: el límite de la retribución no está dado por el monto que se le “preste” al estudiante, sino por la cantidad de años máxima establecida para pagar (20 años).
Pero lo que por lejos más levanta las alertas es la regulación que se hace respecto del aporte privado a las instituciones de educación superior y del crecimiento de sus vacantes de pregrado. Efectivamente, el proyecto de ley prohíbe que las instituciones le cobren un copago a los alumnos que accedan a este sistema de financiamiento, con la sola excepción de aquellos que pertenezcan al 10% más rico de la población. Esto implica un problema de desfinanciamiento para las universidades, especialmente para las privadas complejas, es decir, aquellas que desarrollan, además de docencia y vinculación con el medio, investigación y creación artística. Pero no solo ello: las restricciones al crecimiento de la matrícula que tiene la gratuidad se hacen extensivas a todo el sistema. En suma, el Estado adquiere el control casi completo, al definir cuántos recursos le entregará a cada institución y cuánto podría crecer cada una de ellas. ¿Suena lógico para un sistema de educación superior que, como hemos visto, es razonablemente bueno y tiene gran dinamismo? ¿Quién podría pensar que es necesario modificar las reglas vigentes para que el Estado limite los recursos que puedan recibir las instituciones (¡por parte de los privados!) y cuánto pueden ellas expandirse?
En resumen, lo que observamos a la base del proyecto de ley del FES es una ideología que recela completamente del aporte privado a la educación, que no cree en la provisión mixta ni en las alianzas público-privadas, aunque diga lo contrario. Para nuestro actual Gobierno, si la educación no es provista por el Estado, en las condiciones que él determine y financiada también por él, la educación no es tal. Y como todavía no es posible eliminar a los privados, les pone tal cantidad de limitaciones que les hace difícil su sostenibilidad, acabando, de paso, con el interés de nuevos actores por entrar al sistema.
No nos sorprendamos si, aprobado este proyecto, en 10 años más observamos un estancamiento o, incluso, la decadencia del sistema de educación superior. Será la consecuencia natural de la aplicación de recetas ideológicamente trasnochadas.