Legitimidad rota

La crisis de legitimidad no se resolverá simplemente removiendo figuras políticas. El “que se vayan todos” es una expresión de frustración, pero no aporta soluciones

El edificio de la Corte Suprema, en Santiago.Tamara Merino (Bloomberg)

La política, pese a su apariencia de fortaleza y relevancia, es una actividad profundamente frágil. Su vulnerabilidad radica en que gran parte de su poder descansa en la aceptación ciudadana, una confianza peculiar en nuestros representantes que les confiere la autoridad para gobernar y, a la vez, nos inclina a acatar sus decisiones. La carencia de este elemento, conocido como legitimidad política, parece ser uno de los componentes centrales en la compleja coyuntura social y política que atravesamos desde hace ya varios años.

Se puede teorizar indefinidamente sobre qué abarca exactamente esta legitimidad, y no es descartable que contenga un componente misterioso, esquivo a las ciencias sociales. Es, de hecho, lo que ha ocupado buena parte de la filosofía política a lo largo de la historia. Pero podemos distinguir dos hilos fundamentales de los que depende: por un lado, la justificación de las decisiones; por otro, los resultados concretos que estas generan. Dicho de otra forma, la legitimidad política se forja en la confluencia de lo normativo y lo funcional. Pensemos en el manido concepto de meritocracia: si se proclama como ideal, pero en la práctica está ausente, el sistema verá erosionada su credibilidad. Algo similar ocurre con los discursos en materia de seguridad: se habla mucho, pero se muestra poco. La experiencia cotidiana no confirma lo que se sostiene en el espacio público.

Esa disonancia entre el discurso y la realidad es el caldo de cultivo del desencanto ciudadano que hoy permea nuestras democracias. Y sí, debemos decirlo en plural, porque el proceso de deslegitimación no es solo chileno. Aunque cada país lidia con sus propias dolencias, la crisis de las democracias liberales es un fenómeno global.

Este es uno de los factores que explica el auge de los líderes que prometen barrer con ‘la casta’, ya sean de derecha o de izquierda. El fenómeno del outsider —mucho más relevante que el de la ultraderecha— se relaciona con el desgaste de sistemas que, aunque nos cueste admitirlo, crujen. Esto no implica ignorar a líderes que, lejos de resolver los problemas, a menudo los agravan y generan otros nuevos. Pero sí obliga a buscar la causa en un lugar que, por comodidad o ceguera, se ha preferido no mirar.

En Chile, este desencanto se manifiesta con particular virulencia. Aunque el sistema de partidos ha mostrado cierta resiliencia, la pregunta sobre la posibilidad de un outsider sigue en el aire, cargada de incertidumbre. El segundo proceso constituyente, con sus 2,5 millones de votos nulos y blancos, fue una prueba tangible de la creciente desafección política. Parece que la brecha entre lo prometido y lo cumplido, entre los valores pregonados y la realidad percibida, ha abierto una grieta cada vez más profunda entre la ciudadanía y sus instituciones. Chile enfrenta así un desafío mayúsculo: corregir el rumbo a tiempo para evitar un desacople institucional que amenaza a la democracia.

Veamos esto más de cerca. Los vaivenes recientes —agudizados por una avalancha de acusaciones constitucionales contra ministros de la Corte Suprema, ministros de Estado y el propio presidente de la República, más o menos justificadas según el caso— revelan un peligro claro: que el juego político se desconecte cada vez más de la ciudadanía, convirtiéndose en una pantomima que alimenta el comidillo en redes sociales, sin mayor capacidad de gestionar o dirigir la realidad. No es una novedad, especialmente a la luz de las advertencias que han señalado distintos informes y dos procesos constitucionales fallidos.

Los signos de desgaste y la falta de respuestas son alarmantes. Llevamos cerca de una década de crecimiento económico mediocre, con el empleo —formal e informal— estancado, proyectos importantes paralizados temporal o definitivamente, y un Gabinete Pro Crecimiento y Empleo que no ha mostrado avances significativos. El sistema político está trabado, incapaz de gestionar el conflicto o impulsar una agenda concreta. Los problemas en educación, pensiones y salud se acumulan sin soluciones a la vista. El Ejecutivo, por su parte, no ha logrado recomponerse tras el Rechazo a la primera propuesta constitucional —la suya, en rigor—, mientras que la oposición, más allá de vociferar, no consigue ofrecer salidas claras a la crisis ni capitalizar la baja popularidad del gobierno. La conversación pública, cada vez más estridente, no augura una salida fácil a estos problemas.

La crisis de legitimidad no se resolverá simplemente removiendo figuras políticas. El “que se vayan todos” es una expresión de frustración, pero no aporta soluciones. El verdadero desafío es reconstruir un sistema político funcional en un contexto de desconfianza generalizada. Esto requiere algo más que cambiar a los actores: implica, en gran medida, reformular las reglas del juego político —y actores dispuestos a cumplirlas—. Sin una reestructuración profunda de las instituciones y las prácticas, corremos el riesgo de perpetuar una democracia que, aunque formalmente existe, termine viéndose como vacía, inútil, prescindible.


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