Las desventuras del paradigma intercultural en Chile

Las preocupaciones del Estado deben abrazar un diálogo más horizontal y desde ahí realizar conversaciones al interior de las comunidades

Un manifestante ondea la bandera mapuche durante una de las protestas del estallido social, en Santiago en 2019.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)

Es un lugar común afirmar que, desde inicios de los años 90, coincidentemente con el retorno a la democracia en Chile, las relaciones entre el Estado y los pueblos originarios se vienen gestionando bajo el paradigma intercultural, basadas principalmente en la comprensión de las identidades a partir de las enemizaciones, diferencias etno-lingüísticas y político-culturales.

Actualmente, las políticas públicas orientadas a los pueblos indígenas (que representan más de un 12% de la población del país) emplean la interculturalidad como marco normativo, administrativo e interpretativo, aplicadas homogéneamente tanto a la educación (educación intercultural bilingüe), la salud (salud intercultural) como la economía (emprendimientos indígenas), la justicia (defensoría indígena) y la política (escaños reservados). Mientras tanto el mundo académico sigue funcionando desde la holgura cognitiva de esta categoría normalizadora.

Luego de más de 30 años de modernización acelerada, el modelo intercultural atraviesa un desgaste de legitimidad en las comunidades indígenas del país, y no se trata solamente de un problema conceptual, sino que de contenidos, deseos de identidad y articulación territorial.

Tal crisis –de la interculturalidad– debe entenderse como un síntoma de las relaciones que gestiona el Estado entre las diferentes culturas existentes en la sociedad chilena en un paisaje de diferenciación y complejidad, de manera que el rechazo a la interculturalidad es al mismo tiempo una expresión de repulsión a las políticas públicas y una señal del agotamiento de un modo de interacción que, contra todo, se viene extendiendo en el tiempo.

El principal desafío es cómo el país continúa diseñando e implementado sus políticas desde un modelo relacional deslegitimado por los interlocutores del Estado a quienes van dirigidas. De hecho, para algunos actores indígenas el país intercultural se acabó, aunque los policy makers, partidos políticos e instituciones en general insisten en extender su uso, lo cual hace menos perceptible la crisis, que se incuba como una herida que no deja de sangrar.

La activista mapuche y ex presidenta de la Convención Constituyente, Elisa Loncon (izq.) en la ceremonia de presentación del borrador de la nueva Constitución, en juliio de 2022, en Santiago.Marcelo Hernandez (Getty Images)

Es preciso recordar que este nuevo modelo de relaciones con los pueblos originarios estaba entre las demandas del estallido social (2019) que quedaron diferidas por el déficit de las multitudes. A diferencia de este sismo sociopolítico, en este caso es posible anticiparnos, considerando que las iniciativas contenidas en la primera propuesta constitucional post-estallido no representaron –necesariamente– un nuevo modelo relacional, sino más bien una agudización de las enemizaciones, identitarismos radicales (agenda securitaria) y un mapa de subjetividades agresivas.

Uno de los principales problemas del mítico paradigma intercultural es que está centrado en los conflictos, generando una constante producción y reproducción de relaciones basadas en enemistades y transformando las políticas públicas en los distintos ámbitos en espacios de brechas y disputas. Prueba de ello es que las diferentes iniciativas desde 1990 hasta las recientes, como es el caso de las comisiones de paz tanto presidenciales como de otras entidades (Centro Nansen), siguen motivadas por el conflicto o la ingenuidad.

Con todo, está claro que conciliar una salida no consiste en proponer un nuevo concepto, porque antes se requiere un nuevo consenso participativo para llenar de contenido cualquier vocablo express. No se trata solamente de renombrar, sino de resignificar. Este proceso de reconceptualización es parte de un fenómeno más amplio que forma parte de un nuevo acuerdo relacional, similar al pactado a fines de la dictadura.

Los interlocutores aludidos exigen participar también en la construcción de las nuevas relaciones. En suma, se requiere de un proceso participativo y no de la simple adquisición de algún concepto ocasional, entre los que han sido propuestos, como interculturalidad crítica, interculturalidad científica o transculturalidad. De hecho, podríamos utilizar uno u otro sin transformar en absoluto las condiciones relacionales actuales.

Más importante que el concepto que se define es el proceso de reflexión mediante el cual se inscribe su contenido. Por lo tanto, es un concepto para dar cuenta de una tarea relacional-comunitaria, más que jurídica o política. Es necesario realizar conversaciones para redefinir las relaciones y reconceptualizarlas en función del sentido que se atribuye a las relaciones. Se trata de un proceso de co-construcción de las relaciones, ya que la interculturalidad es un modelo relacional y, precisamente, es necesario reconstruir esas relaciones, articulaciones y comunidades.

Considerando la necesidad de llevar a cabo un proceso amplio de conversaciones con los diferentes actores, algunas de las acciones urgentes son la revisión de la verticalidad irreflexiva de las políticas públicas, así como la desconexión de éstas con los requerimientos reales. Este distanciamiento ha tenido un rol relevante en la crisis actual.

Las preocupaciones del Estado deben abrazar un diálogo más horizontal y desde ahí realizar conversaciones al interior de las comunidades, que permitan analizar y reflexionar para luego redefinir las relaciones y situar categorías de acuerdo al sentido de las mismas.

El declive del paradigma intercultural puede ser una oportunidad para establecer nuevas relaciones socio-identitarias. Por de pronto, estamos apremiados ante un horizonte que concierne al futuro del país.

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