La discreta madurez de la ciudadanía

¿Por qué nos cuesta cambiar? Cambiar siempre cuesta. Una pregunta muy humana es por qué no podemos hacerlo cuando conscientemente lo buscamos

Manifestantes se reúnen durante una protesta en la Plaza Italia en Santiago, Chile, en 2019.Cristobal Olivares (Bloomberg)

¿Por qué nos cuesta cambiar? Es el título del PNUD 2024 (Informe sobre Desarrollo Humano en Chile). Nos cueste o no, —tal como señala esta investigación— el país no ha hecho más que cambiar en las últimas dos décadas. El mundo cambia pese a nosotros, y suelen ser quienes carecen de influencia sobre ellos los que menos se preguntan si les cuesta o no; por necesidad se preserva un sentido práctico para continuar con la vida. Algo así como la secuencia de la casa en el precipicio de La Quimera de Oro de Chaplin, en la que son las labores domésticas de un hombre las que dan equilibrio a una casa siempre a punto de caer. Es proeza de funambulista, no de héroe: el héroe actúa contraviniendo la realidad, el funambulista domina el acto bajo condiciones de realidad radical.

Lo que la ciudadanía espera —hace años como indica el informe— son cambios programados, cambios para afirmar la casa. Pese a que expertos y no pocos políticos coinciden en esta expectativa, irónicamente, las discusiones para lograrlo no solo se han visto empantanadas, sino que a los funambulistas se les han pedido gestos de héroe: paciencia infinita y hasta levantarse más temprano; otros han proclamado el fin del mundo en el cual muchos crecieron, aprendieron y amaron, y notificaron que sus costumbres, incluso la forma de hablar, sería otra.

¿Por qué nos cuesta cambiar? Cambiar siempre cuesta. Una pregunta muy humana es por qué no podemos hacerlo cuando conscientemente lo buscamos. Este es el primer informe tras acontecimientos críticos, cuyas actitudes mentales asociadas merecen ser pensadas a propósito de la capacidad para cambiar: el voluntarismo extremo en el estallido social, la dependencia extrema a las condiciones de existencia en la pandemia, y por último, la necesidad extrema de construir acuerdos para articular voluntad y dependencia en los dos intentos por cambiar la Constitución. Estas experiencias e intentos fallidos revelan lo que somos: crear soluciones de compromiso, es decir, negociar para alcanzar una meta común no es algo dado, menos fácil. El ser humano es capaz de ir contra sí mismo y perder con tal de que no gane el adversario. Pasa en la vida individual y la historia revela, trágicamente, que ocurre también en la vida de los pueblos.

El informe encuentra dos factores que podrían explicar lo que parece un autoboicot. El primero, son las relaciones disfuncionales entre la élite, los movimientos sociales y la ciudadanía. Como toda relación disfuncional, se trata de gente que debe vincularse pero priman las intrigas, el maltrato, lealtades torcidas y paranoias cruzadas. La investigación indica que la ciudadanía desconfía de la élite. No hay nada demasiado novedoso en ello, salvo el énfasis que pone el informe en la ‘villanización’: personificar el mal en alguien, alguien que está de turno. Narrativa que se acrecienta con la repolitización que emerge a partir de fines de la primera década de los 2000, y que se ha traducido en los últimos años en el uso del castigo político. Arma de doble filo.

Por su parte la élite también desconfía de la ciudadanía. La élite económica, de acuerdo con los datos, es la que más desconfía, siente que la ciudadanía quiere soluciones rápidas. Son los que más rechazan los cambios y anhelan un retorno a una situación previa. Mientras que la élite social moraliza, considera que la ciudadanía es individualista y que no quiere asumir los costos de los cambios que pide. Por un lado una élite rechaza los cambios, y otra, rechaza a quienes dice buscar beneficiar. Christopher Lasch hace ya algunas décadas planteaba que las actitudes mentales atribuidas a la masa —irresponsabilidad, resentimiento, desprecio a los límites y a todo lo que no sea ella misma, “falta de romanticismo hacia las mujeres” (habría que pensar un artículo completo sobre este punto)— comienzan a ser propias de la élite. Vio que la concentración económica por un lado, y la abstracción no solo de los bienes financieros sino también de las ideas, irían llevando a las élites a distanciarse cada vez de la vida concreta, sus dilemas, también de su imaginación e inteligencia práctica. (La imagen de la ciudad vacía en pandemia, sostenida por cuerpos en motos repartiendo bienes, es reveladora de lo que hoy significa la vida moderna y qué significa cuerpo).

El segundo factor que obstaculiza los cambios según el informe, son la preeminencia de lógicas inhibidoras del cambio. Revanchismo político, el uso del veto como mecanismo de obstrucción institucional, polarización del debate; factores que se retroalimentan con el deterioro del tejido social: la desconfianza en el otro y en las organizaciones llegó a mínimos históricos.

Todo indica que pasamos de tiempos en que si bien los indicadores marcaban crecimiento, las energías políticas se estancaron sin reconocer que eso también era una causa de malestar; a tiempos de una hiperpolitización que ha costado reconocer también como causa de malestar. Sobre todo cuando se confunde política con lo social, y se invaden todos los espacios, cunden las categorías, el habla se vuelve militante, y se roba la soledad positiva que los seres humanos requerimos para que nazcan mundos entre las personas, mundos no escritos por etiquetas dadas por la ideología (y la tontería). Esa inteligencia social, que es otra forma de política, se ve desgastada en el exceso de protocolos, abogados y mafias virtuales. La hiperpolitización, paradójicamente, provoca desafección, porque empuja a despreciar el conocimiento de uno mismo: desarraiga de la propia fe.

La ciudadanía parece estar exhausta, pero sigue anhelando lo mismo, protección social. Si hoy prima la demanda por seguridad es porque es la primera condición de protección. Otro dato es que a la ciudadanía parece no hacerle sentido las ofertas ideológicas puras, los sueños para el país parecen ser más pragmáticos y diversos. Suena tan obvio, lo sintomático es no lograr tomar esto pese a verlo. Es posible que en un mundo que tiende a homogenizarse, los políticos, como otros, busquen diferenciarse a través de exageraciones e hipérboles. “Otras rutas: Dirige una nación de la forma que cocinarías un pez pequeño, no exageres”, decía en una muestra del artista Abraham Cruzvillegas.

La vida política no significa mayúsculas, signos de exclamación, ni héroes.

La ciudadanía espera cambios, los espera en forma gradual, con política, cuidando el material que permite la vida juntos: aún se valora por sobre todo la democracia. Y contradiciendo casi todas las emociones políticas recabadas, el informe indica que las personas siguen esperando un proyecto de país. Este estudio recoge un mensaje sobre una reserva de sensatez que es una oportunidad. Pero advierte que conviene reconocer la asimetría en el poder y la capacidad de ciertos grupos de obstruir los cambios, mejorar el debate público (los medios deben asumir su responsabilidad, por ejemplo, subir extractos de entrevistas con el fin de escandalizar; construir formatos que acentúan la agresión; pedir opiniones incendiarias, dar a opinar a todos acerca de todo); los movimientos sociales deberían poder negociar con la institucionalidad. También sugiere promover el crecimiento económico para aumentar la capacidad de financiar proyectos sociales, promover acuerdos pragmáticos y evitar la polarización. De algún modo, hacer que la democracia tenga resultados. Como vemos, no hacerlo, amenaza su existencia.

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