Por qué la desigualdad es un problema

Hay buenos argumentos morales para convencerse de que la desigualdad no solo es un problema, sino que arroja externalidades nocivas sobre formas de vida a las que una mayoría termina condenado para siempre

Una mujer sin hogar duerme junto al escaparate de una tienda de ropa en Buenos Aires, Argentina, en 2023.Tomas Cuesta (Getty Images)

Se está haciendo cada vez más común en Chile, leer y escuchar que la desigualdad no es un problema, especialmente la desigualdad de ingresos. El argumento es usual en el liberalismo más radical, ese que aborrece del Estado y sus intervenciones en todo tipo de mercados bajo el supuesto de sesgar sus equilibrios espontáneos. De modo más general, este argumento se inscribe en la “batalla cultural” que la derecha está intentando impulsar, alentada por el entusiasmo y la retórica de las políticas de Javier Milei en Argentina, un país en el que, efectivamente, la desigualdad no es el problema para quienes lo gobiernan.

Pues bien, en una reciente entrevista del director ejecutivo de la Fundación para el Progreso (FPP) Fernando Claro, el caballo de batalla de la desigualdad en formato de no problema adquiere centralidad. Se trata de un think tank chileno con alta visibilidad, especialmente a través de las intervenciones destempladas en redes sociales de su presidente Axel Kaiser, cuyo financiamiento es considerable (tiene cuatro sedes en distintas ciudades de Chile) y originado en el empresariado más ideológico, además de estar muy vinculado a la Sociedad Mont Pelerin. A decir verdad, este nivel de franqueza se agradece, ya que permite explicitar la concepción de la vida buena que se encuentra contenida en esta derecha liberal, así como en su antagonista de izquierda (desde el liberalismo igualitario hasta todo tipo de variantes socialdemócratas) que sostiene muy en serio por qué la desigualdad es un problema, y de los grandes.

Más allá de sostener, con algún grado de razón, que las personas comunes y corrientes tienden a confundir la desigualdad con la vía inicua que conduce a ella (es decir, con problemas de justicia), Fernando Claro no proporciona ningún elemento normativo ni de juicio sobre las razones de por qué la desigualdad no es un problema. Tan solo se puede inferir de su entrevista que en la desigualdad hay algo virtuoso, tal vez mediante la justificación meritocrática del logro individual, sin detenerse en los efectos tiránicos del mérito que recaen en los perdedores, y que Sandel desarrolló brillantemente en su libro La tiranía del mérito.

Pero como no es justo inferir lo que no se dice en una entrevista atrevida, pero también muy confusa sobre Bolsonaro (“se fue con escándalos, pero sin destruir al país”, como si el asalto a los poderes del Estado hubiese sido un acto gracioso), Trump (“que ya no sé si es de derecha o qué”) y sus ideologías (lo que ambos hicieron fue “una vergüenza, pero eso no está en ninguna de sus ideologías”), entonces más vale argumentar sobre por qué la desigualdad es un problema.

No es una sorpresa para nadie que en los últimos 50 años la desigualdad de ingresos y de patrimonio ha aumentado a niveles astronómicos: desde la publicación del libro de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI en 2013 y de su mentor Anthony Atkinson en 2015, los datos comparados no cesan de acumularse, a lo cual habría que sumar ese ángulo muerto de los paraísos fiscales sobre los cuales sabemos muy poco (lo poco que sabemos se lo debemos al economista Gabriel Zucman).

¿Cuál es el problema? La respuesta se sitúa en varios niveles.

En primer lugar, la desigualdad de ingresos y patrimonios es un problema porque esta se traduce en formas de captura del poder político y mediático mediante el financiamiento de campañas electorales y en la adquisición de imperios comunicacionales que sesgan la información que alimenta a la esfera pública. En tal sentido, la desigualdad alcanza su máxima expresión cuando se configuran concentraciones económicas y políticas y monopolios que alteran el funcionamiento de la democracia representativa. Llamaré a esta primera razón una razón política.

En segundo lugar, porque en no pocas situaciones la concentración de la riqueza y la desigualdad que esta origina se produce mediante ventajas injustas: de cuna, de corrupción (varias de las privatizaciones de empresas públicas chilenas bajo la dictadura de Pinochet constituyen buenos ejemplos) o en arreglos sesgados de la competencia de mercado. En tal sentido, hay buenos argumentos morales para convencerse de que la desigualdad no solo es un problema, sino que arroja externalidades nocivas sobre formas de vida a las que una mayoría termina condenado para siempre: esto es lo que explica la emoción producida por historias personales y trayectorias vitales admirables, en las que se superaron las condiciones de origen. Lamentablemente, en regímenes de desigualdad creciente, se trata de historias excepcionales que no configuran una regularidad colectiva. Son accidentes biográficos virtuosos, que no quiebran el poder de las regularidades y de las estructuras de dominación.

En tercer lugar, porque la desigualdad es generadora de percepciones. Este elemento de la desigualdad como problema es esencial: al haber percepciones de por medio, no estoy diciendo que la desigualdad produce ese pecado capital que es la envidia. Pudiendo existir esa percepción y la consiguiente experiencia de la desigualdad, me parece que no es relevante. Lo esencial radica en cómo el infortunio es experimentado y, a partir de él, puede generar percepciones sobre sí mismo, el lugar que uno ocupa en el mundo y acerca de la realidad. Es a eso que se refiere, por ejemplo, la investigación en ciencia política y en sociología sobre la politización de la desigualdad, cuya experiencia está haciendo estragos en el moldeamiento de actitudes y conductas políticas.

Puede entonces entenderse la razón de ser de la izquierda socialdemócrata, cuyas políticas buscan responder a la desigualdad mediante formas de igualdad de oportunidades, pero también a través de políticas de igualdad de resultados (es todo el tema de los derechos sociales universales en educación, salud y pensiones), esto es sobre cómo debiésemos enfrentar algunas desgracias esenciales como iguales. En efecto, el dinero no puede ni debe intervenir en todas partes: esta prohibición debe descansar en justificaciones morales y objetivarse en instituciones.

El problema de la desigualdad es especialmente complejo cuando no pocos economistas se interrogan acerca de posibles beneficios que la desigualdad puede aportar, lo que se traduce en la pregunta ¿cuánta desigualdad es necesaria? Es imposible responderla en tan poco espacio: lo que no hay que perder de vista es la cohesión de la sociedad y su cemento común, esto es el conjunto de los elementos que nos permiten vivir juntos sin monopolios ni formas tiránicas de justicia (por ejemplo cuando el dinero permite comprar poder en distintas esferas, como bien lo había visto Walzer en su libro Esferas de la justicia de 1983).

Las razones sobran para convencerse de que la desigualdad, de ingresos y patrimonio, pero también del estatus que se encuentra asociado a ellas, es un problema. Por muy virtuosos y bellos que puedan parecer los triunfos biográficos a los ojos de quienes son los vencedores.

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