La crisis de los organismos regulatorios electorales: enseñanzas desde Chile
No parece haber mejor antídoto que un sistema manual, de esos en los que cada uno controla visualmente a otros. Es precisamente este componente tan rudimentario, que en sociología lo conocemos bajo el nombre de control social, lo que constituye la mejor garantía para lograr elecciones ecuánimes y justas
Desde hace alrededor de diez años, los organismos que organizan las elecciones y que imparten justicia electoral están experimentando presiones inquietantes que ponen en riesgo su neutralidad y eficacia. Un momento especialmente alarmante tuvo lugar en el Reino Unido durante el referéndum por el Brexit en 2016 y las elecciones que le siguieron: además de sufrir los embates de elecciones polarizadas, la Electoral Commission británica ha sido vapuleada por conservadores y laboristas, usando como mecanismo de presión la aprobación de su presupuesto. Y qué decir de la Federal Electoral Commission ...
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Desde hace alrededor de diez años, los organismos que organizan las elecciones y que imparten justicia electoral están experimentando presiones inquietantes que ponen en riesgo su neutralidad y eficacia. Un momento especialmente alarmante tuvo lugar en el Reino Unido durante el referéndum por el Brexit en 2016 y las elecciones que le siguieron: además de sufrir los embates de elecciones polarizadas, la Electoral Commission británica ha sido vapuleada por conservadores y laboristas, usando como mecanismo de presión la aprobación de su presupuesto. Y qué decir de la Federal Electoral Commission (FEC) de Estados Unidos, cuya misión es cada vez más titánica al momento de coordinar y organizar las elecciones presidenciales, cuyo sistema electoral indirecto es de por sí un dolor de cabeza y toda una anomalía a nivel mundial: en noviembre de este año será nuevamente sometida a prueba a propósito de todo tipo de cosas, desde la votación por correo hasta la operación de las máquinas en las que los ciudadanos de algunos estados de la Unión votan.
Si los organismos regulatorios electorales de dos de las democracias más consolidadas del mundo (el Reino Unido es la cuna del parlamentarismo y los Estados Unidos el lugar de nacimiento del presidencialismo) pueden ser objeto de acoso, poniendo en riesgo a sus democracias, ¿qué cabe esperar de sus pares en países menos desarrollados? Ya conocemos el negativo papel que ha jugado el presidente López Obrador en México en su relación con el Instituto Nacional Electoral: hace tan solo un año, el presidente mexicano acusaba a este organismo independiente, en la más completa impunidad, de “engañar” y “permitir el relleno de urnas, la falsificación de actas, el robo de paquetes electorales y la compra de votos”.
Pues bien, existe una versión blanda y aun más perniciosa de la debilidad de los organismos regulatorios de las elecciones, y la hemos presenciado últimamente en dos ocasiones. En primer lugar en Argentina, con ocasión de la segunda vuelta de la elección presidencial. Para enterarnos de quién ganó la elección, no necesitamos esperar el veredicto informativo de la Dirección Nacional Electoral: bastó con escuchar el reconocimiento de su derrota por parte de Sergio Massa, a eso de las 21 horas, para saber que Javier Milei se había convertido en presidente de Argentina. Esta noticia fue durísima para el órgano electoral argentino, ya que quedó seriamente en duda tanto su utilidad como –sobre todo– su necesidad: todo mal. Por si fuera poco, ocurrió algo peor en la última elección presidencial en El Salvador: el Tribunal Supremo Electoral, enredado por “irregularidades” que fueron denunciadas por cinco de sus ministros suplentes, tardó tanto en reaccionar que fue el propio candidato victorioso, Nayib Bukele, quien informó sobre su aplastante victoria. Más allá de lo que indicaban las encuestas, nadie rebatió la auto-proclamación de Bukele, lo que confirmaba –por si fuese necesario– la extrema debilidad del órgano electoral salvadoreño. Más aun: fue tan solo hace dos días que Bukele pudo ser oficialmente declarado como presidente de la República, con el 84,65% de los votos (un número casi idéntico al que fue informado dos semanas antes por el propio interesado).
Todas estas son anomalías que afectan seriamente lo que se conoce como la “integridad de las elecciones”. El fenómeno es grave y muy poco alentador, ya que no considera el efecto que tecnologías de hackeo, difusión de noticias falsas y desinformación, robotización de las campañas, deshumanización de las mismas bajo el efecto de las redes sociales, rol de la inteligencia artificial que aun no se inicia en serio, pueden generar no solo sobre el resultado de una elección, sino sobre el proceso que conduce a un resultado. Todas estas cosas fueron abordadas en una reciente conferencia en Bruselas organizada por el PNUD y la Unión Europea sobre el tema Peaceful and Inclusive Elections in a Digital Age”. En dicha conferencia, el acento estaba puesto en cómo enfrentar, tecnología contra tecnología, desafíos especialmente inéditos en un año en el que tendrán logar 80 elecciones en el mundo, con el 52% de la población global llamada a sufragar en “el ciclo más grande del mundo” hasta…el año 2048.
¿Cómo enfrentar elecciones en un mundo tan amenazante? Mientras todo el mundo apela al uso democrático de la tecnología (que comparto), me atrevo a apelar, como antídoto, al uso de prácticas y técnicas rudimentarias, de esas que se originan en el siglo XIX y que bien pudiesen ser la salvación en el siglo XXI. El caso del Servicio Electoral (SERVEL) chileno y del sistema de votaciones en este lejano país del sur global debiese servir de ejemplo. Desde su sistema de gobernanza (un órgano con un consejo colegiado, a diferencia de la vulnerabilidad de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, ONPE, peruano que descansa fundamentalmente en quien lo encabeza), hasta la coordinación efectiva de todos los componentes de un sistema de votación orgullosamente manual, el secreto del carácter impecable de las elecciones en Chile descansa en la centralidad del control visual popular, desde el conteo de votos en cada mesa hasta la digitación de sus actas. Es cierto que SERVEL ha incorporado tecnología en su operación (por ejemplo, georeferenciando los locales de votación, y previamente edificando un sistema de transmisión de los resultados, lo que transforma al sistema de conteo de votos chileno en uno de los sistemas más veloces y seguros de mundo). Sin embargo, no es posible desconocer el riesgo que supone para la integridad de las elecciones chilenas el rol que puede desempeñar la polarización extrema de una elección (especialmente presidencial, un poco en el modo estadounidense o brasileño), lo que podría traducirse en un resultado estrecho que bien pudiese redundar en una crítica al organismo por indicar, informativamente (es lo que la ley dice), quien estaría ganando la elección.
Pues bien, no parece haber mejor antídoto que un sistema manual, de esos en los que cada uno controla visualmente a otros. Es precisamente este componente tan rudimentario, que en sociología lo conocemos bajo el nombre de control social lo que constituye la mejor garantía para lograr elecciones ecuánimes y justas: es precisamente este aspecto rudimentario el que se pierde en un régimen de votación electrónica, cuya vulnerabilidad es evidente en tiempos de hackeo a gran escala y de confianza depositada en las máquinas. Es este último aspecto el que fue relevado en un fallo del Tribunal Constitucional alemán el 3 de marzo de 2009, y de modo un poco más indirecto en una sentencia del 13 de diciembre de 2011 por la Corte Constitucional austriaca. Cuando el pueblo pierde su función fiscalizadora, visual, en la mesa misma del escrutinio, a favor de las máquinas, es todo un mundo de incertidumbre el que se abre: nada mejor que el primitivo comportamiento humano para contrarestarlo.
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