Carlos Robledo Puch, el asesino serial que pide morir: ”Que me inoculen veneno”
El llamado Ángel de la muerte cumple una pena de cadena perpetua por 11 homicidios cometidos hace 53 años en Argentina. Asegura que está “sufriendo condenadamente” y reclama que le apliquen una inyección letal
Por aquellos años Argentina atravesaba una dictadura, pero todavía faltaba tiempo para que asumiera el régimen militar que dejó 30.000 desaparecidos. El fútbol argentino todavía no había ganado ninguno de sus tres campeonatos mundiales. Y los gritos del hoy presidente Javier Milei solo eran los de un bebé de un año y tres meses. En aquel momento, febrero de 1972, Carlos Robledo Puch era detenido por haber cometido 11 asesinatos a sangre fría y 17 robos, entre otros delitos. Tenía 20 años, un rostro aniñado de ojos claros y bucles pelirrojos; tocaba el piano y hablaba tres idiomas. Lo apodaron el Ángel Negro o el Ángel de la Muerte y se convirtió en el mayor y más famoso asesino civil del país sudamericano. Desde entonces continúa encerrado en la cárcel. Ahora asegura que está “sufriendo condenadamente” y pide que le apliquen una inyección letal para terminar con su vida.
“Lo único que ansío es que me metan en la sala de una clínica, me abran una vía con suero, me hagan dormir profundamente y después me inoculen veneno y me maten”, dice Robledo Puch (Buenos Aires, 73 años), en un mensaje de audio que se difundió el martes pasado. Hace algunos años había hecho un pedido similar, menos explícito. No tuvo ni tiene en cuenta que la eutanasia y la pena de muerte no son legales en Argentina.
Sus actuales palabras distan de las que pronunció antes de recibir su condena a prisión perpetua: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”, lo escuchó decir un perito judicial, según cuenta Rodolfo Palacios en su libro El Ángel Negro. La feroz vida de Carlos Robledo Puch. Entre una frase y otra median 53 años de reclusión, cumplidos hace un mes.
La trayectoria criminal de Robledo Puch fue vertiginosa, desaforada y frenética. Criado en una familia acomodada, sin carencias materiales, en su primera adolescencia había dejado la escuela y cometido algunos hurtos menores. Algunos vecinos se burlaban de él, lo consideraban afeminado y le decían “leche hervida”, por la facilidad con que se enojaba. Entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, asesinó a nueve hombres y dos mujeres. A balazos. Por la espalda o mientras dormían.
En la primera sucesión de crímenes actuó con Jorge Ibáñez, de quien había sido compañero en la escuela. Juntos cometieron cuatro robos a locales comerciales y secuestraron a dos mujeres, abusadas por Ibáñez. Robledo Puch se ocupaba de que nadie sobreviviera a sus atracos, incluso si no los habían visto, incluso si se trataba de un bebé —ese disparo del criminal fue fallido, impactó en la cuna—. Ibáñez murió en agosto de 1971 en un sospechoso accidente de auto, con Robledo Puch al volante. Nunca pudo demostrarse, pero muchos creen que lo asesinó su cómplice.
La serie de robos y homicidios se reanudó tres meses después. El Ángel Negro había conseguido otro socio, Héctor Somoza, de 17 años. Juntos cometieron cuatro robos. El modus operandi era el mismo, aunque ya no hubo ataques a mujeres: por la noche entraban violentamente a un supermercado, a una discoteca o a una ferretería, se llevaban el dinero o los objetos de valor que encontraban y dejaban uno o dos cadáveres acribillados. En el último hecho, el 3 de febrero de 1972, Robledo Puch mató primero al custodio del local asaltado y luego fusiló con dos balazos a su cómplice. Después, encendió el soplete que había llevado para abrir una caja fuerte. Con la llama azul quemó el rostro de Somoza. Quería desfigurarlo y evitar que la policía lo identificara. Lo consiguió, pero olvidó llevarse el documento de su víctima final. Cayó por ese error.
“Monstruo”, “bestia humana”, “chacal”, lo calificó la prensa de la época. “Nunca un caso criminal conmovió tanto a la sociedad argentina. Durante varios días, toda la actividad política, deportiva, artística, pasó a segundo plano ante una evidencia: en Buenos Aires, un muchacho puede por sí solo quebrar todas las barreras de seguridad, matar y robar sin que la justicia lo alcance hasta que la tragedia haya abrazado a muchos”, anotó el escritor y periodista Osvaldo Soriano en un artículo publicado por el diario La Opinión, en febrero del 72.
Los peritos criminalistas que lo evaluaron concluyeron que Robledo Puch era un psicópata perverso que mataba por placer, pero que era consciente de sus actos. Es decir, imputable. Cuando fue juzgado, declaró ser inocente y culpó a sus cómplices por los asesinatos; apenas admitió algunos robos. Con años de demora, el 27 de noviembre de 1980, los jueces de la Cámara de Apelaciones de San Isidro lo condenaron a reclusión perpetua por tiempo indeterminado, la máxima pena prevista por la legislación argentina. Para entonces ya era famoso, una celebridad del crimen, y en la cárcel recibía cartas de admiradoras. Su presencia en el imaginario colectivo se seguiría expandiendo como un arquetipo: el joven y bello demonio de crueldad. En 2018, el cineasta Luis Ortega filmó su historia en la película El ángel.
A lo largo de los años, Robledo Puch hizo varias presentaciones judiciales solicitando su libertad condicional o su detención domiciliaria. Siempre fueron denegadas. El rechazo de los magistrados se fundó, entre otros argumentos, en que “nunca se arrepintió de sus crímenes” y en que no tiene familiares ni amigos que lo reciban fuera de la cárcel. Su defensa oficial solicitó que se lo incorporara a un régimen abierto de detención porque su caso “ilustra las deficiencias y omisiones del Estado en el proceso de socialización y rehabilitación” de los detenidos. En 2024, la Justicia finalmente aceptó el pedido, pero fue Robledo Puch quien se opuso: “No quiero algo nuevo”, les respondió a los peritos que lo entrevistaron, “estoy acostumbrado a esto”.
Ahora pide que le “inoculen veneno” y lo maten. “Estoy sufriendo condenadamente, estoy sufriendo cuatro hernias, la próstata, cataratas, artrosis, asma, Epoc, dolores de la columna, de la cadera, de la cintura… Estoy destruido, destruido”, asegura Robledo Puch en el mensaje que se dio a conocer la última semana a través del canal América TV.
El periodista Rodolfo Palacios lo visitó una decena de veces en la cárcel para escribir la biografía del criminal, publicada en 2011. “Cuando lo entrevisté, por momentos estaba lúcido y por momentos estaba en su mundo, absolutamente delirante”, recuerda. “El tiempo de vida que pasó adentro de la cárcel casi triplica el tiempo que vivió afuera… Antes mantenía la obsesión de salir en libertad, hoy se da cuenta de que no podría hacerlo. Quiere morir cuando está más cerca que nunca de salir en libertad. Termina asumiendo que su destino y su mundo es la cárcel. Es terrible. Ya no soporta más vivir preso, pero tampoco soporta la idea de ser libre”.
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