La Argentina que no
Podría hablar –escribir– un rato largo sobre los abismos del señor Milei y los peligros de un gobierno suyo, pero lo único que tengo son preguntas sobre sus millones: ¿qué les pasó, qué nos pasó?
Recuerdo aquella tarde de domingo en Medellín, hace unos años: acababa de terminar el plebiscito convocado por el presidente Santos para respaldar o rechazar su acuerdo de paz con las FARC. Yo no conocía a nadie que estuviera en contra: todas las personas que había encontrado en esos días lo apoyaban –y parecía insensato oponerse a la paz. Sin embargo, aquella tarde, los resultados empezaron a mostrar que solo un tercio de la población había votado y que ganaba el ...
Recuerdo aquella tarde de domingo en Medellín, hace unos años: acababa de terminar el plebiscito convocado por el presidente Santos para respaldar o rechazar su acuerdo de paz con las FARC. Yo no conocía a nadie que estuviera en contra: todas las personas que había encontrado en esos días lo apoyaban –y parecía insensato oponerse a la paz. Sin embargo, aquella tarde, los resultados empezaron a mostrar que solo un tercio de la población había votado y que ganaba el No. La sorpresa fue enorme. Recuerdo sobre todo la desazón de los que descubrían que su país no era lo que pensaban, que entendían que habían vivido equivocados. Algo así sucede muy cada tanto, y es brutal: ese momento en que los tuyos te demuestran que no son lo que siempre habías creído. Que vos mismo, de algún modo, no eras lo que creías.
Me está pasando ahora, con perdón, con la Argentina. Todos hablan de Milei, pero para mí lo más duro no es él: es esa extrañeza de ser parte de un país en el que un tercio –o incluso la mitad– de las personas están dispuestas a entregarle el mando a un desquiciado. Lo más terrible no es el votado sino los votantes: que haya ocho o diez millones de argentinos que lo quieran. No entiendo quiénes son, cómo son esos compatriotas que amenazan con elegirlo en la primera vuelta del 22 de octubre. Entiendo que estén con toda justicia desesperados y desesperanzados por la pobreza y la injusticia; no entiendo que no imaginen ninguna forma mejor de resolverlas. Entiendo que los políticos y su democracia retorcida los –nos– han decepcionado hasta el hartazgo. No entiendo que puedan creer que un señor que habla con su perro muerto e insulta a cualquiera que no le diga sí bwana y quiere vender órganos y armas porque el mercado manda y se pasea por las calles con una motosierra sea la mejor –o la única– opción que se les ocurra. Que solo quieran romper todo, sin pensar en lo que es necesario construir.
Y es él, solo él. En estos días se completa la larga ronda de elecciones provinciales que preceden a la nacional: en ninguna de ellas los candidatos “mileístas” sacaron más del cinco por ciento –en lugares donde él mismo, en las primarias, sacó 20 o 30. O sea que los votos no son de su partido o sus ideas: son suyas propias, son de su furia retorcida. Es ese personaje de opereta el que cautiva a tantos. (E incluso se dio el lujo, en el debate presidencial del domingo pasado, de retomar el discurso del almirante Massera, el más sanguinario de los represores argentinos, en el juicio que lo condenó en 1985: que el genocidio militar fue “una guerra y entonces hubo excesos”, dijo entonces el marino asesino. Milei lo repitió letra por letra.)
No consigo entenderlo. Nunca fui peronista pero entendía el peronismo: ofreció a millones condiciones de vida que nunca habían tenido. Nunca fui kirchnerista pero entendía el kirchnerismo: tras una crisis bastante aterradora, supo encontrar el discurso apropiado y el asistencialismo que sostenía su poder. Nunca fui macrista pero entendía el macrismo: recordó a muchos argentinos esa vieja falacia de que los ricos saben gobernar –y no quieren robar. Entendí: me creí que entendía. Ahora no.
Y es duro no entender de una manera tan extrema. Es muy duro, para alguien cuya idea general del mundo se basa en el respeto de las mayorías –de eso que llaman pueblo–, tener que reconocer que no entiende lo que ese pueblo hace, lo que esa mayoría decide. Tener que aceptar que ya no sabe lo que creía saber, que está perdido en la neblina. Y creer, con perdón, en lo más íntimo, que lo que todas esas personas están haciendo y decidiendo es un desastre: que nos están empujando hacia un abismo.
Esa idea me confunde, me avergüenza. No hay nada más pobre, más caricaturesco, que argumentar que el pueblo ha elegido muy mal y tratar de justificarlo por la magia negra de la publicidad, los medios de masas y las redes sociales donde el mundo son retazos de 20 segundos con música y colores, puro efecto. O decir que todo es culpa de la marginación, la decadencia de la educación, esa lógica rabia de quien no ve salidas ni futuros, y hablar de la búsqueda de un líder que se diferencie de los políticos tradicionales repudiados y de una ola mundial de jefazos absurdos tipo Trump, Bolsonaro, Putin, Johnson.
Porque no creo que esos elementos, tan atendibles todos, alcancen para justificar la elección de un personaje tan bufo, tan menor. Así que tengo que aceptar –ante mí mismo– que no sé ni de lejos cómo piensan esas personas: cómo consiguen querer eso, cómo eligen una salida que parece la prueba final de la decadencia de un país que se empeña en una larga decadencia. Entonces me descubro pensando que están muy equivocadas: que no se han informado, no saben lo que dicen, no imaginan la que se vendría. Son tentativas de suponer que entiendo; las rechazo porque sé que son la peor caricatura del intelectual fallido que ya no intelecta o intelige o interliga un carajo. Pero, aun así, me parece tan fácil entender que eligen un desastre que se me hace muy difícil entender por qué lo eligen.
Así que podría hablar –escribir– un rato largo sobre los abismos del señor Milei y los peligros de un gobierno suyo, pero lo único que tengo son preguntas sobre sus millones: ¿qué les pasó, qué nos pasó? ¿Siempre fuimos así, ahora somos así, no somos así? ¿Qué queremos? Y, sobre todo, ¿qué carajo nos puede pasar si somos esto que parece?
Ojalá no lo seamos, pero tantos parecen convencidos de que sí. Y algunos de que no, lo cual plantea una vez más el viejo problema de la “vanguardia”: ¿sirve para algo que haya un pequeño núcleo que supuestamente sabe, que prevé cosas que al final suceden? Su recorrido, en general, ofrece dos opciones: o nadie le hace caso –lo más frecuente– o sí, y entonces ese núcleo consigue conducir y, casi siempre, se constituye en un poder despótico so pretexto de que sabe más que los demás. ¿Cómo se hace, entonces, para proponer y producir cambios importantes? Esa es, ahora, la pregunta. Mi única certeza es que la respuesta no es Javier Milei y, al decirlo, me alejo más y más de esos millones. Mi país se me ha vuelto neblina, y me da miedo.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región