¿Sobra el Ejército?
Las Fuerzas Armadas de Argentina, pobremente equipadas, justamente reducidas por sus pecados y peligros, no sería capaz de combatir
No sé si es optimismo o pura estupidez; sé, sí, que soy casi infalible. Cuando apareció Donald Trump estaba seguro de que un espantapájaros así no podía ganar unas elecciones, ni siquiera en Estados Unidos; cuando apareció Jair Bolsonaro estaba convencido de que tal necio no podía ganarlas, ni siquiera en Brasil. Es imposible, me decía, que millones de personas elijan a personajes tan antiestéticos patéticos. En...
No sé si es optimismo o pura estupidez; sé, sí, que soy casi infalible. Cuando apareció Donald Trump estaba seguro de que un espantapájaros así no podía ganar unas elecciones, ni siquiera en Estados Unidos; cuando apareció Jair Bolsonaro estaba convencido de que tal necio no podía ganarlas, ni siquiera en Brasil. Es imposible, me decía, que millones de personas elijan a personajes tan antiestéticos patéticos. En cada caso, supongo, sobreestimé a los votantes. Lo mismo me pasa, ahora, con el señor Javier Milei.
Me pregunto cómo logramos que ocho o diez millones de argentinos consideren la posibilidad de elegir a un energúmeno que insulta a troche y moche cada noche, que propone disparates dañinos y violentos, que rechaza el diálogo porque es el amo de todas las verdades, que acusa al papa Bergoglio de ser el enviado del “Maligno”, que trata a sus rivales de “excrementos”, que vive al borde de un ataque de nervios. O, para sintetizar: que dice que consulta, a través de una “médium interespecies”, sus decisiones con su perro muerto. ¿Qué más se necesita para saber que alguien no está en condiciones? Si un país cree que puede dirigirlo un hombre que discute sus planes con un perro, incluso vivo, ese país está chihuahua.
Sin embargo, se dice que lo votarán, que el hombre podría llegar a ganar las elecciones. Y la razón que ofrecen los que intentan explicarlo se repite: que, frente a la continuidad de las políticas horribles que llevaron a Argentina a donde está, muchos suponen que este sí haría cosas distintas.
La clave es que los otros candidatos no parecen capaces de hacerlo –con razón: son los mismos que vienen gobernando desde hace 30 o 40 años, orgullosos picapiedras del derrumbe. Entonces importa preguntarse por qué no aparecieron otras propuestas que conciten algún apoyo popular: por qué la diferencia debía ser tan caricaturesca. Y preguntarse también qué haría realmente, más allá de sus abruptos exabruptos, el señor Milei si se impusiera.
La gran esperanza es que sea un mentiroso. No es difícil: se ve en su trayectoria y, además, seguiría el ejemplo de su gran ejemplo, el difunto expresidente Carlos Menem, cuando dijo, tras haber traicionado todas sus promesas electorales, que “si decía lo que quería hacer no me votaba nadie”.
Milei ya intenta practicarlo. Si hiciera lo que anuncia provocaría tanto malestar y tanta resistencia que le resultaría muy difícil sostenerse en el gobierno. Así que va cambiando cosas: ya empieza a decir que la “dolarización”, su propuesta estrella, no será posible mientras no haya “equilibrio fiscal”: es prometer que seremos muy felices en cuanto aprendamos a volar.
Hay más: la venta de órganos, que estaba en su programa hace tres meses, ya no está, y también desapareció la libre portación de armas: se diría que hubo alguna intervención de las “fuerzas de seguridad” para que se retractara y el far south no se convirtiera en el far west. Pero, además, está cobrando peso en su campaña su candidata a vice. La diputada Victoria Villarruel, 48, no solo es la derecha católica; también es hija, sobrina y nieta de militares represores, organizaba visitas al genocida exgeneral Videla en su prisión y lleva décadas negando el terrorismo de Estado de los años 70.
La señora es una auténtica soldada de pelo largo eventualmente rubio que ahora marcha por las televisiones anunciando que su quizá gobierno triplicaría el presupuesto de sus Fuerzas Armadas. Interesante, para un partido cuya propuesta principal consiste en achicar el Estado y reducir drásticamente el gasto público. Interesante, porque explicaría con qué apoyo piensan sostener las reducciones de ayudas a los pobres e impuestos a los ricos. Interesante, también, porque muestra cómo los políticos criollos se pierden toda oportunidad de pensar cambios significativos: en esas Fuerzas armadas, por ejemplo.
El ejército argentino suele presentarse como el esqueleto de la Patria, el reaseguro contra los enemigos de la argentinidad. Así, durante todo el siglo pasado, sirvió para lo mismo que los demás ejércitos latinoamericanos: fueron la garantía de la dominación de sus ricos. En cuanto había cualquier desvío los militares daban un golpe y devolvían las cosas a su lugar de siempre. Ya hace décadas que ese sistema dejó de ser necesario: los poderosos ñamericanos han encontrado en el sistema democrático formas más presentables, menos cruentas, de conservar su dominio.
Y, mientras tanto, Ñamérica es la región con menos guerras del planeta: en el siglo XX hubo una, menor, entre Bolivia y Paraguay, y ninguna en el XXI. La última vez que el ejército argentino peleó contra extranjeros fue en 1982, Islas Malvinas, y sabemos cómo fue. Fuera de eso lleva siglo y medio sin una pinche guerra externa. Y, lo mejor: sin perspectivas de que haya.
En la paz, entonces, hay algo que los ejércitos sí suelen tener y llaman, pomposos, “hipótesis de conflicto”. Llevo años preguntándome qué hipótesis de conflicto puede inventarse el ejército argentino. Contra los ingleses ni hablar, porque no hay forma de que no perdamos. Contra los birmanos, checoslovacos, norvietnamitas y otros demonios comunistas va a ser complicado –para empezar, porque habría que encontrar una buena excusa; para seguir, porque viven muy lejos; para terminar, porque ya no existen. Contra los franceses o los indios o los australianos tampoco suena lógico; quedan, por supuesto, los vecinos. La posibilidad de que vayamos al combate contra Chile, un suponer, por diez leguas de hielos continentales o contra Paraguay por el agua de un estero o contra Brasil por un penal mal cobrado es cada vez más tenue. El mundo actual está lleno de mecanismos para que eso no suceda, y el nivel de conflicto al que –eventual, remotamente– podríamos llegar con nuestros vecinos es perfecto para que lo solucione una de esas mediaciones.
Lo cual es muy afortunado porque, de todas formas, no estamos a la altura. Este ejército –pobremente equipado, justamente reducido por sus pecados y peligros– no sería capaz de combatir dos días contra Brasil, que gasta ocho veces más en aviones, helicópteros y submarinos nucleares, y ni siquiera contra Chile, que gasta más del doble, o Colombia, cuatro veces más. Lo cual nos deja dos opciones: o sumarnos desde atrás a una carrera carísima que no podemos permitirnos y vamos a perder de cualquier modo, o hacer de necesidad virtud y declarar que no precisamos ni queremos un ejército, transformar la Argentina en un país desarmado –o relativamente desarmado– y decir que somos los más buenos y razonables y pacíficos, una banda de espléndidos. Y quizás, incluso, alguien nos crea. Nosotros mismos, por ejemplo.
Es una opción entre tantas, tantos cambios posibles –que ningún candidato plantea, y así gana el que grita más feo. Sería una medida inteligente, desapasionada, modélica, y además muy rentable. Las Fuerzas Armadas argentinas gastan, ahora, el 0,6% del presupuesto nacional; su cumbre fue en plena dictadura, claro, cuando se llevaban casi el 5%, ocho veces más. En 2022 el presupuesto nacional les adjudicó 656.920 millones de pesos; eso era, a principios del año, 3.200 millones de dólares y, a fines, 1.930 millones. No son fáciles las cuentas en un país con 100% de inflación.
Busquemos un promedio: unos 2.500 millones de dólares anuales para pagar una banda tan vana. Sin ella, serían notables las mejoras que podrían producir esos millones si se dedicaran cada año a crear nuevos emprendimientos que den trabajo y beneficios, a construir vivienda para los que la necesitan, a cultivar y distribuir comida para todos. Y usar sus cuarteles como escuelas y hospitales; sus aviones como transportes sanitarios; sus barcos para armar una flota mercante o pesquera; sus hombres para tareas de seguridad o solidaridad. Ese dinero podría duplicar la inversión pública en salud, triplicar la que se hace en ciencia y técnica.
Y además quedaríamos tan bien, sería todo tan lindo. Solucionaríamos un par de problemas acuciantes y, de yapa, seríamos un país envidiado, estudiado, un caso testigo: cómo una sociedad se desembarazó de un parásito arcaizante que no le servía para nada y consiguió que esos recursos derrochados se volvieran útiles para su población. Cómo una comunidad se jugó todo a la esperanza de la paz. Otros podrían, si se tercia, imitarnos. Y atacarnos sería una vergüenza.
Está claro: el poder moral de desarmarse es mucho mayor que el escaso y costosísimo poder material de un ejército que no tiene fines ni principios. Disolver el ejército nos devolvería cierto lugar en el famoso concierto de las naciones: es admirable que un país lo intente. Y la Argentina lleva décadas sin ser admirable en nada que no implique patear un cuero inflado.
Ya sería hora de que lo pensáramos: que la política volviera a ser un espacio para explorar, inventar, imaginar cómo seríamos mejores. Devolverle su función para devolverle su utilidad, su dignidad. Así, y solo así, los Mileis de este mundo volverían a ser superfluos.