El dinosaurio, Trump y el alto costo de una salida en Venezuela
Todo indica que 2026 comenzará con Maduro aún en el poder, Trump escalando la confrontación, la oposición tratando de cuadrar el círculo entre sus urgencias y los objetivos de su aliado, y millones de venezolanos, dentro y fuera del país, aguardando el ansiado final
Cuando despertaron los venezolanos el último día de 2025, el dinosaurio todavía estaba allí. El dinosaurio de esta pesadilla –que quisiéramos convertir en fábula– es Nicolás Maduro, quien continúa aferrado a la presidencia de Venezuela. Pese a años de esfuerzos fallidos y a su probada ilegitimidad...
Cuando despertaron los venezolanos el último día de 2025, el dinosaurio todavía estaba allí. El dinosaurio de esta pesadilla –que quisiéramos convertir en fábula– es Nicolás Maduro, quien continúa aferrado a la presidencia de Venezuela. Pese a años de esfuerzos fallidos y a su probada ilegitimidad tras el robo de los comicios del 28 de julio de 2024, los ciudadanos no han podido desalojarlo. La intervención agresiva de Donald Trump en esta historia, con el bombardeo de supuestas narcolanchas y el reciente ataque de la CIA en territorio venezolano, añadió nuevos elementos al conflicto, pero sin garantizar el desenlace esperado.
Así las cosas, todo indica que 2026 comenzará con Maduro aún en el poder, Trump escalando la confrontación, la oposición tratando de cuadrar el círculo entre sus urgencias y los objetivos –y cuestionados métodos– de su aliado, y millones de venezolanos, dentro y fuera del país, aguardando el ansiado final de Maduro, aun sabiendo que ese no será el final del chavismo ni, mucho menos, de la historia.
El problema de este escenario es el desgaste inevitable que impone a todos los involucrados, con la salvedad –hasta ahora relativa– de Maduro. Veamos por qué.
Hasta ahora, la campaña de Estados Unidos ha avanzado de forma sinuosa, cambiando de argumentos y tácticas con el paso de los días, pero sin un final de juego claro. Como mostró con nitidez una investigación de The Washington Post, Stephen Miller, uno de los ideólogos más influyentes del trumpismo, buscaba una acción espectacular contra los cárteles mexicanos. Al no contar con un casus belli (caso de guerra) para atacar a un aliado clave como México, presentó a Venezuela como el nuevo teatro de la guerra contra las drogas. La base factual era endeble, pero encajaba con un relato que Trump había repetido durante su campaña: Maduro había abierto las cárceles para “invadir” Estados Unidos con miembros del Tren de Aragua. Ergo, Maduro era el jefe de esa banda criminal.
El siguiente paso fue designar al Cártel de los Soles como organización terrorista, el 25 de julio, y señalar a Maduro como su capo principal. Esto permitió militarizar una lucha que hasta entonces era sobre todo policial y desplegar la flota naval estadounidense en el Caribe. Desde el bombardeo de la primera lancha que zarpó del oriente venezolano en septiembre hasta la destrucción esta semana de una supuesta instalación para el acopio y distribución de drogas, Trump ha marcado la pauta y aparenta controlar el tablero. Sin embargo, ha reparado menos en la fuerte oposición interna que estas acciones han generado, tanto en sectores de ambos partidos en el Congreso como dentro del propio movimiento MAGA. Pese a lo que Trump proclama en público, a su Gobierno no le va bien y a la mayoría de los estadounidenses tampoco. Su nivel de apoyo es hoy el más bajo de sus dos presidencias. Y la probabilidad de una victoria en las elecciones de medio término se reduce cada día. Una falta de solución pronta y estable al conflicto con Venezuela podría convertirse en un serio dolor de cabeza político y erosionar aún más esas opciones.
Está, además, el asunto de los motivos para confrontar a Maduro y atacar a Venezuela. Trump ha justificado sus decisiones con argumentos cambiantes e incongruentes: drogas, terrorismo, seguridad nacional y, más recientemente, la exigencia de que Venezuela “pague” a Estados Unidos por el supuesto robo de activos petroleros. Este último alegato roza lo alucinante. Pero lo central es que, en todo momento, el presidente ha mantenido a su alcance tanto la posibilidad de negociar la salida de Maduro como la de anunciar una retirada estratégica. Incluso lo poco que ya ha hecho le permitiría afirmar que puso fin al tráfico de drogas desde Venezuela hacia Estados Unidos, derrotando a dos enemigos infames: el Cártel de los Soles y el Tren de Aragua.
Esta posibilidad es remota, pero no inexistente. Por eso, un panorama tan incierto obliga a preguntarse cómo cree la oposición liderada por María Corina Machado y Edmundo González Urrutia que se desarrollará el conflicto en el futuro inmediato. Le hice esta pregunta a David Smolansky, vocero del Comando Con Venezuela y uno de los principales enlaces de Machado y González Urrutia con el Congreso estadounidense y el Gobierno de Trump. “Tengo confianza en que la presión sobre Maduro —no solo de Estados Unidos, sino también de gobiernos latinoamericanos, de la Unión Europea y de otros países— va a continuar. Confío en que el equipo que tenemos estará listo para encarar la transición. Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino no solo han dañado la vida de los venezolanos: están perjudicando las democracias latinoamericanas al convertir a Venezuela en un pulmón del narcotráfico”, dijo.
Smolansky admite, sin embargo, que aunque existe una comunicación fluida con distintas instancias del gobierno estadounidense, no hay coordinación ni articulación. Y ese es un punto delicado cuando está en juego el futuro de toda una sociedad. Sobre todo porque, mientras Trump habla de migración, terrorismo, narcotráfico y petróleo, los venezolanos reclaman libertad, paz y una democracia estable. Hasta ahora, por razones difíciles de explicar, el presidente estadounidense no ha mencionado ninguno de esos principios al referirse a Venezuela. Si Maduro llega a abandonar el poder, es factible que Trump intente cobrar la factura por haber sido el factor decisivo para deshacerse de él. En un país rico en recursos, pero que está en la carraplana económica e institucional como Venezuela, esa factura sería muy alta. Lo que hoy parece una diferencia de intereses podría convertirse mañana en una profunda disonancia cognitiva, con un costo demasiado elevado para el país.
Por eso, los venezolanos necesitan que sus líderes expliquen con total transparencia cómo se abordarán los costos de una eventual transición, para asegurar que se alineen con las prioridades urgentes de la sociedad y no se transformen en una hipoteca impagable. Aunque esta explicación parezca un asunto menor frente a la gesta de liberar un país, no puede postergarse ni negociarse a puerta cerrada.
La fábula de esta pesadilla sería la siguiente: los dinosaurios no caen solos ni sin costo. Para salir de ellos y hacerlos finalmente desaparecer no se puede improvisar porque lo que dejan tras de sí no es solo un país que ahora bregará por construir un nuevo futuro, sino también las deudas –políticas, económicas y morales– que nadie quiso discutir antes que llegara la hora de pagarlas.